En Navidad recibí de regalo un 'kit' para determinar mi mapa genético.
Al recibir los resultados, recordé un viejo texto al que la ciencia ahora le ha dado más sentido.
Si
tuviera que decir por qué disfruto de esta isla, si alguien me confrontara y me
pidiera sólo una razón para amar esta isla, diría que la posibilidad de ver
infinitos rostros de mujeres.
Hoy lo he
sabido —aunque lo sabía desde antes—, hoy lo he sabido con claridad, con
nitidez, con gozosa certeza.
Lo supe
al salir del hotel Serendib y cruzarme con los primeros rostros: la mujer de
gorro crema y cabello negro y ensortijado cayéndole a los lados, detenida en
medio de la calle, reconcentrada en el sabor de un café que bebía de un vaso
desechable.
Lo supe
al ver a esa otra mujer desayunando sola y mirando pensativa, distante, hacia
la calle a través de los cristales, mirando sin sorpresa mi mirada, sin
expectativa, con sólo un leve interés fugaz.
Lo supe
al ver los ojos cristalinos en los cruces de las calles, la por fin multitud,
en la Quinta Avenida, los ojos directos y estrábicos y azules y negros y grises
y verdes y miel del recorrido en tren hasta el museo.
No puedo
ocultar que tengo preferencias, que hay juegos de luz y de sombra, que hay
maneras de moverse y de mirar, que hay tonalidades y énfasis que me interesan
más.
Siempre
me he preguntado qué hay detrás de ese interés. He pensado que el daño
irreparable de la alienación está detrás de mi sed de pieles claras, levemente
trigueñas. Cuando quiero darle a mi anhelo un toque más personal, pienso en el
pasado de mi sangre, en un europeo nostálgico atrapado en mi revoltijo de
sangres, obligado a desear lo que ya no puede atraer con su piel tinturada, con
sus rasgos imprecisos, su nariz africana, sus cejas y ojos vascos, sus pómulos
indígenas.
Porque es
claro que ese blanco que se ha hundido en su conquista es el que más desea, es
el que mueve febril el motor de la esperanza, mientras sus hermanos negro e
indio lo toleran, proponen perspectivas, intentan sosegarlo, brindarle
alternativas a su búsqueda.
Fragmento de Impromptus
en la isla (2010).