Texto leído en la
Feria Internacional del Libro de Santo
Domingo
(República Dominicana). Abril 5 de 2003.
Debo comenzar haciendo
algunas confesiones. La primera, quizá la más grave de todas, es que jamás
participé en un taller literario en calidad de estudiante. Supe que escribiría
literatura en algún momento impreciso entre los 17 y 20 años. Entonces era un
estudiante de Comunicación Social –soberbio como casi todo joven que quiere ser
escritor– y la idea de entrar a un taller literario me parecía un signo de
debilidad.
Ya para entonces había hecho
algunos descubrimientos personales. La obra de Julio Cortázar fue uno de los
más importantes. Me bastó, en un principio, seguir los guiños del argentino,
buscar los autores que él mencionaba, para ir ampliando el horizonte de
lecturas.
En Colombia, como en muchos
rincones de Latinoamérica a comienzos de los años ochenta, los talleres
literarios empezaban a ser un fenómeno notable. Eran, entre otras cosas, una
consecuencia del Boom de la literatura latinoamericana de los años sesenta.
Cada vez más personas encontraban atractivo hacerse escritores. En el caso
colombiano, el premio Nobel de Literatura concedido a Gabriel García Márquez en
1982, la idea de que un escritor podía ser una figura pública de fama
internacional, como un futbolista o un artista de cine, produjo una fiebre sin
precedentes por la literatura. Muchos se apuraron a publicar poemarios,
cuentarios o novelarios, para poder autoproclamarse escritores y tener, así,
una intensa vida social.
Sin haber asistido a un
taller, mi principal objeción contra los talleres era la idea de que los
asistentes terminaban escribiendo parecido al escritor encargado de dirigirlo.
Veía a los directores de los talleres como unos inmensos ególatras encargados
de convencer a sus seguidores de que su visión del mundo y de la literatura era
la única correcta. Pero como la vida se divierte con nosotros, como le gusta
hacer que nos comamos nuestras palabras, después de muchas vueltas terminé dirigiendo
un taller literario en la Biblioteca Bartolomé Calvo de Cartagena, Colombia,
entre 1994 y 1998.
Hace cuatro años, cuando viajé a estudiar y
trabajar en los Estados Unidos, pensé que los talleres literarios eran cosa del
pasado. Pero pronto descubrí que el español en ese país es una lengua viva,
llena de vigor, consciente de su sonoridad. Entonces comprendí que me
encontraba en el terreno ideal para organizar un taller de creación literaria
en español. Tuve la fortuna de contar con el apoyo del Departamento de Español
y Portugués de la Universidad de Rutgers y de ese modo pude diseñar y poner en
marcha uno de los primeros talleres de creación literaria en español ofrecido
por una universidad norteamericana dentro de su programa curricular de pregrado.
Como es de suponerse, con los
años mi opinión sobre los talleres literarios se ha transformado. Creo en la
utilidad de los talleres literarios, en los beneficios que pueden reportarles a
jóvenes que consideran la posibilidad de dedicarse a la escritura. Pero quiero
mantener algo de aquel escepticismo inicial con que vi los talleres literarios
para no caer en fanatismos, en convicciones cerradas. Un taller literario puede
ser el inicio o el temprano final de una labor creativa. Quiero apelar a la
experiencia mencionada para hablar aquí de algunos de sus riesgos y
oportunidades.
Sigo pensando que el
principal riesgo de los talleres literarios está en la persona que los dirige.
Quizá sea sensato comenzar por decir, como tantos escritores ya lo han dicho,
que no es posible enseñar a escribir literatura. Sería un buen comienzo para el
director de un taller literario tratar de entender que su labor es
circunstancial, que no tiene certezas para ofrecer, que solo se pueden
propiciar condiciones, sembrar entusiasmos, mostrar caminos posibles y que, a
pesar de eso, su labor es de una responsabilidad extraordinaria.
El hombre o la mujer que
dirija un taller literario debe ser un personaje misterioso, mezcla de ausencia
y presencia, poseedor de talentos que no parecen de este mundo. Los
participantes en el taller no deben verlo siquiera como un modelo a imitar,
sino como alguien que va un poco más adelante en el camino que ellos empiezan a
recorrer. Esto nos conduce a un punto central de esta charla. Pienso que la
tarea no debe entregárseles a autores consagrados. La fama, los éxitos
editoriales son lastres pesados que pueden impedir el vuelo de las actividades
del taller. Los talleres con escritores consagrados pueden ser una fuente de
anécdotas y de motivación, pero difícilmente una celebridad podrá prestarles
atención a los textos de los participantes. Si estos están allí para ser como
el escritor al que escuchan, nos encontramos peligrosamente cerca de la secta
cerrada, donde solo prospera una única manera de entender la literatura. El
otro extremo también es peligroso. Si el director del taller ha escrito o
publicado demasiado poco, o sus lecturas son limitadas, difícilmente puede dar
orientaciones provechosas. Él mismo o ella misma estarán demasiado atareados
encontrándole un camino a sus palabras para poder ayudar a que lo encuentren
las de otros. En Colombia (y no sé si también aquí en la República Dominicana)
los abuelos solían usar una expresión metafórica. Hablaban de la ubicación de
las velas o los cirios en los altares, pero en realidad hablaban de la vida en
general. Decían: “Ni tan cerca que queme el santo, ni tan lejos que no lo
alumbre”. Esa era la forma de elogiar las virtudes de lo moderado.
Pienso que no es
indispensable que los participantes en el taller hayan leído los libros del
autor que lo dirige. Si se logra cautivar su atención durante el taller. Si la
manera de abordar los diversos aspectos del oficio deja entrever la
experiencia, sin ponerla en primer plano, el taller tiene muchas probabilidades
de ser un éxito. Para decirlo en pocas palabras, el escritor que dirija un
taller literario debe buscar, en cierto modo, la invisibilidad. Debe permitir
que los participantes vislumbren, a través de él, sus propios derroteros.
Una actividad central de los
talleres es la lectura de los textos de los participantes. Estoy convencido de
que el director del taller no debe leer sus propios textos en un taller. La
posición de privilegio que posee puede dejar la sensación de que el texto del
director es un modelo a imitar.
Cuando se leen los textos de
los participantes, es también necesario moderar las reacciones de las demás
personas del grupo. Todo aquel o aquella que ha tenido que ver con escritores,
o que ha escrito literatura, sabe que la escritura es un asunto de personas
demasiado sensibles, con egos enormes y delicados. No es posible calcular los
efectos de un elogio o de un reproche. A veces el daño que se hace (y elogios y
reproches pueden dañar por igual) resulta irreparable.
Corriendo el riesgo de
parecer descorteses, creo que en las lecturas colectivas el silencio es la
mejor respuesta. Nadie como el mismo autor debe conocer las fortalezas y
debilidades de su texto. Si no las conociera, es tarea del director ayudarle a
formar su propio sentido crítico, conducirlo a preguntarse qué busca y qué no
busca con sus textos. También debe ayudarle, de manera discreta, con
anotaciones en el texto (preguntas, dudas sobre la claridad de algún pasaje o
línea argumental, sobre la conveniencia de usar una palabra) o a través de
conversaciones personales.
Para resumir este punto,
podemos decir que en los talleres literarios no se dan premios ni castigos.
Siempre me ha gustado mencionar las palabras de Truman Capote en el prólogo de
su libro Música para camaleones.
Según Capote, Dios le da al escritor dos herramientas para su oficio: un don y
un látigo. El látigo debe usarlo contra sí mismo para extraer lo mejor del don
que le han dado. Sin premios ni castigos, sin la posibilidad de otorgar títulos
(porque es una suerte que no exista el título de “Escritor”), solo queda dar
consejos para que cada uno use su látigo. Nunca se insistirá lo suficiente en
que la escritura es en esencia un acto solitario. Los talleres solo son un
lugar acogedor, reconfortante, donde los escritores descansan por un rato de su
inevitable soledad.
La vida suele ser
competitiva, los talleres literarios suelen ser muy competitivos. Es frecuente
encontrar personalidades que buscan afirmarse sumando o restando méritos a los
demás o haciendo despliegues ostentosos. El director de un taller literario
debe ser inteligente sin parecerlo y diluir esas actitudes dentro del grupo.
Hay que insistir en que no existe una única manera de hacer literatura, que la
única competencia que hay en el taller es la que cada uno sostiene consigo
mismo y que cada uno triunfa o fracasa según sus propias expectativas.
De hecho, uno de los riesgos
a los que quiero referirme surge de las diferencias en las expectativas. Un
riesgo común radica en que el director del taller proyecte su idea de
trayectoria literaria en los participantes. Me ha ocurrido encontrar personas
con un talento extraordinario para la literatura. Desde mi punto de vista, a
personas así solo les falta un mínimo de dirección para hacer obras de
incuestionable valor literario. Pero he encontrado también que esas personas
pueden no tener interés en ser escritores, que la razón por la que asisten al
taller es circunstancial: curiosidad, aburrimiento o cualquier otro motivo. Un
director de taller podría verse fácilmente tentado a sugerirle a esa persona
que se dedique a la literatura. Pero no tenemos ningún derecho a hacer eso. A
lo sumo, podemos insinuar las posibilidades que tendrían si se animan a tomar
la decisión.
Es común que en los talleres
se hable de los motivos que llevan a la gente a escribir. Esta discusión es
útil para hacernos conscientes de nuestros propios prejuicios. Es posible que
alguien quiera escribir para tener dinero y fama. Es posible que otro más
piense en dejar una obra póstuma o sólo dirigida a públicos selectos. Es
posible, también, que alguien busque escribir literatura para conquistar
amores. Alguien puede estar interesado en escribir para su propio placer, para
llenar muchos cuadernos con experiencias y sentimientos que nadie va a leer.
En principio, ninguna
motivación para escribir debería ser proscrita en los talleres literarios.
Parodiando una frase que ya no es de nadie: “Los caminos de la literatura son
inescrutables”. Nunca es posible predecir el destino que le espera a una obra
de arte. Nadie, ni siquiera, puede decir que un destino es mejor que el otro..
Un juicio desfavorable no
puede ser calificado como fracaso. Las obras literarias tienen vidas
misteriosas y se hunden en el olvido para renacer decenios o siglos más tarde
llenas de nuevos significados. Aquí cabría citar uno de los ejemplos más
dramáticos de la literatura moderna. Cuando Herman Melville escribió Moby Dick, su carrera literaria era
exitosa y se encontraba en ascenso. Melville perdió casi todo con Moby Dick. Perdió la razón, perdió la
salud, perdió incluso el prestigio que tenía. Su novela no pudo ser entendida
por los lectores de su tiempo y fue catalogada como una intolerable alegoría.
Melville siguió escribiendo, pero sus libros no volvieron a tener éxito. Al
momento de su muerte, ocupaba un modesto cargo en la aduana de Nueva York y
muchos lo creían muerto desde hacía años. Su obituario en el New York Times
decía: “Ha muerto Herman Melville, escritor famoso en otro tiempo”.
Cincuenta años después de su
muerte, en “otro tiempo”, Moby-Dick no es solo un clásico infantil, es también
un libro precursor de la literatura del siglo XX. La moraleja es clara. No hay
que subestimar a nadie. Las dificultades gramaticales, por ejemplo, no son una
medida confiable para predecir fracasos. Tampoco los estilos deslumbrantes
prefiguran grandes obras. Como decía Borges en su Evaristo Carriego: “Nadie
sabe cuáles son los énfasis para Dios”.
Y ya que hablamos de Dios,
para no alargarnos demasiado podemos empezar a concluir diciendo que el director
de un taller literario tiene el deber casi imposible de ser como un santo. Un
santo que además debe ser psicólogo, filósofo, erudito y confesor.
He querido dejar para el
final un último riesgo de los talleres, aquel que se refiere al delicado material
con que se trabaja. Cuando se tiene un grupo de personas escribiendo no se
tiene solamente a un grupo de personas escribiendo, se tiene a un grupo de
personas viviendo, sintiendo, en contacto con zonas de sí mismas demasiado
sensibles, con experiencias llenas de intensidad y de dolor.
El director de un taller
literario debe ser consciente de eso, de la vulnerabilidad a que conduce ese
tipo de experiencias, del tremendo compromiso ético que implica entrar en
contacto con las experiencias íntimas, con la vida personal y los sentimientos
de los participantes.
No hay dos carreras
literarias iguales. No todos los escritores necesitan asistir a un taller.
Muchos hacen su propio taller, leyendo, buscando el diálogo con escritores.
Pero también he comprobado que los talleres pueden ser una ayuda invaluable
para escritores jóvenes que necesitan contactos y ambientes propicios para su
don.
Dirigir un taller literario
es un privilegio que trae consigo inmensas responsabilidades. En mi opinión,
puede ser una experiencia definitiva y definitoria para un escritor en cierto
momento de su carrera. Si uno decidió hacer su recorrido solo, la experiencia
de dirigir un taller puede ofrecer una perspectiva extraordinaria sobre lo que
significa hacer literatura. Obligado a orientar a otros, el escritor sigue
descubriendo su propio camino. Siente el deber moral de estar a la altura de la
pasión que intenta transmitir.
Porque eso es, en últimas, lo
que se hace en los talleres literarios: contagiar la pasión. Expresar nuestra
felicidad cuando leemos y escribimos. Dejar ver el milagro que la literatura
hace en nuestras vidas. Si uno consigue eso, si uno logra transmitir el amor
por lo que hace, si uno consigue mostrar su convicción sobre el valor implícito
a toda creación escrita, es muy posible que empiecen a ocurrir milagros y quizá
nos canonicen algún día por cuenta de esos milagros.