miércoles, 29 de agosto de 2018

RIESGOS Y OPORTUNIDADES DE LOS TALLERES LITERARIOS


Texto leído en la 
Feria Internacional del Libro de Santo Domingo 
(República Dominicana). Abril 5 de 2003.



  
Debo comenzar haciendo algunas confesiones. La primera, quizá la más grave de todas, es que jamás participé en un taller literario en calidad de estudiante. Supe que escribiría literatura en algún momento impreciso entre los 17 y 20 años. Entonces era un estudiante de Comunicación Social –soberbio como casi todo joven que quiere ser escritor– y la idea de entrar a un taller literario me parecía un signo de debilidad.
Ya para entonces había hecho algunos descubrimientos personales. La obra de Julio Cortázar fue uno de los más importantes. Me bastó, en un principio, seguir los guiños del argentino, buscar los autores que él mencionaba, para ir ampliando el horizonte de lecturas.
En Colombia, como en muchos rincones de Latinoamérica a comienzos de los años ochenta, los talleres literarios empezaban a ser un fenómeno notable. Eran, entre otras cosas, una consecuencia del Boom de la literatura latinoamericana de los años sesenta. Cada vez más personas encontraban atractivo hacerse escritores. En el caso colombiano, el premio Nobel de Literatura concedido a Gabriel García Márquez en 1982, la idea de que un escritor podía ser una figura pública de fama internacional, como un futbolista o un artista de cine, produjo una fiebre sin precedentes por la literatura. Muchos se apuraron a publicar poemarios, cuentarios o novelarios, para poder autoproclamarse escritores y tener, así, una intensa vida social.
Sin haber asistido a un taller, mi principal objeción contra los talleres era la idea de que los asistentes terminaban escribiendo parecido al escritor encargado de dirigirlo. Veía a los directores de los talleres como unos inmensos ególatras encargados de convencer a sus seguidores de que su visión del mundo y de la literatura era la única correcta. Pero como la vida se divierte con nosotros, como le gusta hacer que nos comamos nuestras palabras, después de muchas vueltas terminé dirigiendo un taller literario en la Biblioteca Bartolomé Calvo de Cartagena, Colombia, entre 1994 y 1998.
 Hace cuatro años, cuando viajé a estudiar y trabajar en los Estados Unidos, pensé que los talleres literarios eran cosa del pasado. Pero pronto descubrí que el español en ese país es una lengua viva, llena de vigor, consciente de su sonoridad. Entonces comprendí que me encontraba en el terreno ideal para organizar un taller de creación literaria en español. Tuve la fortuna de contar con el apoyo del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Rutgers y de ese modo pude diseñar y poner en marcha uno de los primeros talleres de creación literaria en español ofrecido por una universidad norteamericana dentro de su programa curricular de pregrado.
Como es de suponerse, con los años mi opinión sobre los talleres literarios se ha transformado. Creo en la utilidad de los talleres literarios, en los beneficios que pueden reportarles a jóvenes que consideran la posibilidad de dedicarse a la escritura. Pero quiero mantener algo de aquel escepticismo inicial con que vi los talleres literarios para no caer en fanatismos, en convicciones cerradas. Un taller literario puede ser el inicio o el temprano final de una labor creativa. Quiero apelar a la experiencia mencionada para hablar aquí de algunos de sus riesgos y oportunidades.
Sigo pensando que el principal riesgo de los talleres literarios está en la persona que los dirige. Quizá sea sensato comenzar por decir, como tantos escritores ya lo han dicho, que no es posible enseñar a escribir literatura. Sería un buen comienzo para el director de un taller literario tratar de entender que su labor es circunstancial, que no tiene certezas para ofrecer, que solo se pueden propiciar condiciones, sembrar entusiasmos, mostrar caminos posibles y que, a pesar de eso, su labor es de una responsabilidad extraordinaria.
El hombre o la mujer que dirija un taller literario debe ser un personaje misterioso, mezcla de ausencia y presencia, poseedor de talentos que no parecen de este mundo. Los participantes en el taller no deben verlo siquiera como un modelo a imitar, sino como alguien que va un poco más adelante en el camino que ellos empiezan a recorrer. Esto nos conduce a un punto central de esta charla. Pienso que la tarea no debe entregárseles a autores consagrados. La fama, los éxitos editoriales son lastres pesados que pueden impedir el vuelo de las actividades del taller. Los talleres con escritores consagrados pueden ser una fuente de anécdotas y de motivación, pero difícilmente una celebridad podrá prestarles atención a los textos de los participantes. Si estos están allí para ser como el escritor al que escuchan, nos encontramos peligrosamente cerca de la secta cerrada, donde solo prospera una única manera de entender la literatura. El otro extremo también es peligroso. Si el director del taller ha escrito o publicado demasiado poco, o sus lecturas son limitadas, difícilmente puede dar orientaciones provechosas. Él mismo o ella misma estarán demasiado atareados encontrándole un camino a sus palabras para poder ayudar a que lo encuentren las de otros. En Colombia (y no sé si también aquí en la República Dominicana) los abuelos solían usar una expresión metafórica. Hablaban de la ubicación de las velas o los cirios en los altares, pero en realidad hablaban de la vida en general. Decían: “Ni tan cerca que queme el santo, ni tan lejos que no lo alumbre”. Esa era la forma de elogiar las virtudes de lo moderado.
Pienso que no es indispensable que los participantes en el taller hayan leído los libros del autor que lo dirige. Si se logra cautivar su atención durante el taller. Si la manera de abordar los diversos aspectos del oficio deja entrever la experiencia, sin ponerla en primer plano, el taller tiene muchas probabilidades de ser un éxito. Para decirlo en pocas palabras, el escritor que dirija un taller literario debe buscar, en cierto modo, la invisibilidad. Debe permitir que los participantes vislumbren, a través de él, sus propios derroteros.
Una actividad central de los talleres es la lectura de los textos de los participantes. Estoy convencido de que el director del taller no debe leer sus propios textos en un taller. La posición de privilegio que posee puede dejar la sensación de que el texto del director es un modelo a imitar.
Cuando se leen los textos de los participantes, es también necesario moderar las reacciones de las demás personas del grupo. Todo aquel o aquella que ha tenido que ver con escritores, o que ha escrito literatura, sabe que la escritura es un asunto de personas demasiado sensibles, con egos enormes y delicados. No es posible calcular los efectos de un elogio o de un reproche. A veces el daño que se hace (y elogios y reproches pueden dañar por igual) resulta irreparable.
Corriendo el riesgo de parecer descorteses, creo que en las lecturas colectivas el silencio es la mejor respuesta. Nadie como el mismo autor debe conocer las fortalezas y debilidades de su texto. Si no las conociera, es tarea del director ayudarle a formar su propio sentido crítico, conducirlo a preguntarse qué busca y qué no busca con sus textos. También debe ayudarle, de manera discreta, con anotaciones en el texto (preguntas, dudas sobre la claridad de algún pasaje o línea argumental, sobre la conveniencia de usar una palabra) o a través de conversaciones personales.
Para resumir este punto, podemos decir que en los talleres literarios no se dan premios ni castigos. Siempre me ha gustado mencionar las palabras de Truman Capote en el prólogo de su libro Música para camaleones. Según Capote, Dios le da al escritor dos herramientas para su oficio: un don y un látigo. El látigo debe usarlo contra sí mismo para extraer lo mejor del don que le han dado. Sin premios ni castigos, sin la posibilidad de otorgar títulos (porque es una suerte que no exista el título de “Escritor”), solo queda dar consejos para que cada uno use su látigo. Nunca se insistirá lo suficiente en que la escritura es en esencia un acto solitario. Los talleres solo son un lugar acogedor, reconfortante, donde los escritores descansan por un rato de su inevitable soledad.
La vida suele ser competitiva, los talleres literarios suelen ser muy competitivos. Es frecuente encontrar personalidades que buscan afirmarse sumando o restando méritos a los demás o haciendo despliegues ostentosos. El director de un taller literario debe ser inteligente sin parecerlo y diluir esas actitudes dentro del grupo. Hay que insistir en que no existe una única manera de hacer literatura, que la única competencia que hay en el taller es la que cada uno sostiene consigo mismo y que cada uno triunfa o fracasa según sus propias expectativas.
De hecho, uno de los riesgos a los que quiero referirme surge de las diferencias en las expectativas. Un riesgo común radica en que el director del taller proyecte su idea de trayectoria literaria en los participantes. Me ha ocurrido encontrar personas con un talento extraordinario para la literatura. Desde mi punto de vista, a personas así solo les falta un mínimo de dirección para hacer obras de incuestionable valor literario. Pero he encontrado también que esas personas pueden no tener interés en ser escritores, que la razón por la que asisten al taller es circunstancial: curiosidad, aburrimiento o cualquier otro motivo. Un director de taller podría verse fácilmente tentado a sugerirle a esa persona que se dedique a la literatura. Pero no tenemos ningún derecho a hacer eso. A lo sumo, podemos insinuar las posibilidades que tendrían si se animan a tomar la decisión.
Es común que en los talleres se hable de los motivos que llevan a la gente a escribir. Esta discusión es útil para hacernos conscientes de nuestros propios prejuicios. Es posible que alguien quiera escribir para tener dinero y fama. Es posible que otro más piense en dejar una obra póstuma o sólo dirigida a públicos selectos. Es posible, también, que alguien busque escribir literatura para conquistar amores. Alguien puede estar interesado en escribir para su propio placer, para llenar muchos cuadernos con experiencias y sentimientos que nadie va a leer.
En principio, ninguna motivación para escribir debería ser proscrita en los talleres literarios. Parodiando una frase que ya no es de nadie: “Los caminos de la literatura son inescrutables”. Nunca es posible predecir el destino que le espera a una obra de arte. Nadie, ni siquiera, puede decir que un destino es mejor que el otro..
Un juicio desfavorable no puede ser calificado como fracaso. Las obras literarias tienen vidas misteriosas y se hunden en el olvido para renacer decenios o siglos más tarde llenas de nuevos significados. Aquí cabría citar uno de los ejemplos más dramáticos de la literatura moderna. Cuando Herman Melville escribió Moby Dick, su carrera literaria era exitosa y se encontraba en ascenso. Melville perdió casi todo con Moby Dick. Perdió la razón, perdió la salud, perdió incluso el prestigio que tenía. Su novela no pudo ser entendida por los lectores de su tiempo y fue catalogada como una intolerable alegoría. Melville siguió escribiendo, pero sus libros no volvieron a tener éxito. Al momento de su muerte, ocupaba un modesto cargo en la aduana de Nueva York y muchos lo creían muerto desde hacía años. Su obituario en el New York Times decía: “Ha muerto Herman Melville, escritor famoso en otro tiempo”.
Cincuenta años después de su muerte, en “otro tiempo”, Moby-Dick no es solo un clásico infantil, es también un libro precursor de la literatura del siglo XX. La moraleja es clara. No hay que subestimar a nadie. Las dificultades gramaticales, por ejemplo, no son una medida confiable para predecir fracasos. Tampoco los estilos deslumbrantes prefiguran grandes obras. Como decía Borges en su Evaristo Carriego: “Nadie sabe cuáles son los énfasis para Dios”.
Y ya que hablamos de Dios, para no alargarnos demasiado podemos empezar a concluir diciendo que el director de un taller literario tiene el deber casi imposible de ser como un santo. Un santo que además debe ser psicólogo, filósofo, erudito y confesor.
He querido dejar para el final un último riesgo de los talleres, aquel que se refiere al delicado material con que se trabaja. Cuando se tiene un grupo de personas escribiendo no se tiene solamente a un grupo de personas escribiendo, se tiene a un grupo de personas viviendo, sintiendo, en contacto con zonas de sí mismas demasiado sensibles, con experiencias llenas de intensidad y de dolor.
El director de un taller literario debe ser consciente de eso, de la vulnerabilidad a que conduce ese tipo de experiencias, del tremendo compromiso ético que implica entrar en contacto con las experiencias íntimas, con la vida personal y los sentimientos de los participantes.
No hay dos carreras literarias iguales. No todos los escritores necesitan asistir a un taller. Muchos hacen su propio taller, leyendo, buscando el diálogo con escritores. Pero también he comprobado que los talleres pueden ser una ayuda invaluable para escritores jóvenes que necesitan contactos y ambientes propicios para su don.
Dirigir un taller literario es un privilegio que trae consigo inmensas responsabilidades. En mi opinión, puede ser una experiencia definitiva y definitoria para un escritor en cierto momento de su carrera. Si uno decidió hacer su recorrido solo, la experiencia de dirigir un taller puede ofrecer una perspectiva extraordinaria sobre lo que significa hacer literatura. Obligado a orientar a otros, el escritor sigue descubriendo su propio camino. Siente el deber moral de estar a la altura de la pasión que intenta transmitir.
Porque eso es, en últimas, lo que se hace en los talleres literarios: contagiar la pasión. Expresar nuestra felicidad cuando leemos y escribimos. Dejar ver el milagro que la literatura hace en nuestras vidas. Si uno consigue eso, si uno logra transmitir el amor por lo que hace, si uno consigue mostrar su convicción sobre el valor implícito a toda creación escrita, es muy posible que empiecen a ocurrir milagros y quizá nos canonicen algún día por cuenta de esos milagros.



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