En la edición especial de Confabulario, sobre la xenofobia en los Estados Unidos
“Si he tenido la dicha de serle útil, el único reconocimiento
que deseo es que usted, a su vez, esté dispuesto a favorecer
a cualquiera que pueda necesitar socorro; pues, el género
humano no es más que una sola familia”.
Benjamin Franklin, “Sobre la piedad”.
El mensaje de texto llegó a las seis de la
mañana. Los dolores habían empezado antes de la medianoche y Valentina estaba
en el hospital desde la una. Las contracciones eran fuertes, pero el parto
tardaría algunas horas. Tenía tiempo de sobra para conducir las casi doscientas
millas entre Oneonta –en el centro del estado de Nueva York– y el hospital en
New Jersey donde nacería mi nieto.
“Cuatro de julio”, pensé.
De todas las fechas posibles, parecía natural
que el primer gringo de la familia naciera justo el día de la independencia de
los Estados Unidos. Como si quisiera salirle al paso a quienes pretendieran
cuestionar su derecho a estar aquí.
Valentina escribió para decirme que condujera
con cuidado. Llevábamos semanas hablando de lo que significaba esa nueva vida,
de los esfuerzos de sus ancestros para ser parte del sueño
americano, de la dificultad de ser hispanos en tiempos en que demonios dormidos
se están desperezando. En el trayecto evité preguntar cómo iban las cosas en el
hospital. Tuve tiempo de sobra para pensar en momentos que ahora se juntaban en
una sola historia.
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