De "Un ramo de nomeolvides; García Márquez en El Universal"
La hoja del machete rasgó el
viento y fue a dar de plano en las nalgas descubiertas de un hombre al que
varios policías tenían inmovilizado.
Estaban en el patio de una casa
grande y vieja de un pueblo ribereño.
El hombre al que golpeaban
trabajaba en un pequeño periódico de oposición que se editaba en la capital del
departamento. Días atrás había llegado a ese pueblo por una calamidad
doméstica. Ahora estaba de bruces en el patio y recibía desconcertado e
impotente una paliza por culpa de su trabajo.
La casa estaba custodiada por
policías junto a la puerta cerrada y en los tejados y balcones. Por mucho que
el hombre gritara, nadie vendría a ayudarlo.
Desde una silla situada en un
pasillo del patio, el alcalde del pueblo daba órdenes al policía que aplicaba
el castigo.
“Pregúntele al señor si es el
autor de estos escritos en mi contra”.
El hombre de la silla exhibió un
arrugado ejemplar de El Universal.
El policía tomó el periódico,
volvió al centro del patio y pegó el papel impreso a la nariz del torturado.
“¿Escribió usted esto?”, preguntó
el policía con una sonrisa que esperaba una respuesta positiva.
El hombre no podía decir nada,
sólo trataba de entender lo que pasaba.
“¿Trabaja usted en El Universal?
¿Su nombre es Jorge Franco Múnera?”
En medio del dolor, el hombre
pudo recordar que había llegado hasta ese pueblo porque allí vivía la madre de
su esposa, que estaba enferma. Recordó que el primer día no se asomó ni a la
puerta de la casa. Recordó el encuentro con Pellito Padilla, al día siguiente,
y la extrañeza de éste al verlo. Recordó la irrupción de los agentes en su casa
y la forma de traerlo. Recordó todo eso y no pudo decir nada. Se limitó a mirar
al alcalde, sentado en el borde de su silla.
“Dale, dale duro”, decía con
rabia placentera. A cada golpe del machete daba un leve brinquito en su silla.
El alcalde sacó su revólver y
muchos de los policías que asistían a la escena pensaron que la diversión había
terminado. Pero no se decidía a levantarse de su silla y disparar. Seguía
alentando al verdugo después de cada golpe.
“Dale duro. No dejes de darle”.
Cuando la hoja del machete golpeó
por trigesimasegunda vez su piel sanguinolenta, el hombre cayó extenuado y
siguió repitiendo el mismo número en los golpes siguientes.
Antes de pensar que se había
muerto, Jorge Franco Múnera vio al alcalde ponerse de pie y caminar hasta pegar
la punta del zapato contra su cara. Un policía levantó su cabeza tirándolo
salvajemente del cabello.
El alcalde le puso el cañón de su
arma contra las fosas nasales y le dijo con voz satisfecha por el desahogo de
los golpes:
“Si usted vuelve a publicar otra
cosa contra mí en ese periódico, le doy un tiro, sépalo, un tiro”.
Y se retiró jadeante y dando
gritos a los cuatro vientos.
Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal
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