domingo, 4 de julio de 2021

La mujer de blanco

Revisando una nueva edición de Resplandor
vuelvo a encontrarme con momentos de una extraña belleza.




Al salir del edificio, el viajero vio pasar a una mujer de traje blanco. Sintió por un momento que acababa de salir de alguna de las pinturas. Quiso seguirla, pero Prax lo llamó para que fueran a la pagoda. Mientras se alejaban se volvió a buscarla. No pudo verla. Había desaparecido.

La pagoda tenía unos cinco metros de alto y su forma era como de campana o de tazón invertido. La coronaba una especie de columna terminada en punta y la rodeaban cuatro réplicas pequeñas con altares. Prax le explicó que en todos los templos encontraría una construcción similar, y que en su interior solían estar guardadas las reliquias más valiosas.

Luego caminaron veinte pasos al Norte, en dirección al árbol. Los altares parecían servirle de maceta. Prax le explicó que el árbol también era infaltable en todos los santuarios y que representaba el lugar donde el Buda alcanzó el Nirvana. Antes de entrar al espacio del árbol, Prax señaló en el suelo la piedra lunar. Le dijo que vería en muchos templos ese semicírculo de piedra que marcaba la entrada a los sitios sagrados. Esta piedra lunar parecía un sol negro y pequeño extendiendo sus rayos.

Una mujer de aspecto humilde daba vueltas en torno a la enorme maceta con altares. Tenía un gesto agobiado y llevaba sobre el hombro un cuenco de barro con agua. Prax le preguntó en singalés por qué lo hacía, y ella le respondió que su esposo la había abandonado, que estaba rezando y haciendo penitencia para que regresara.

Estaban en esa conversación cuando el viajero volvió a ver a la mujer de blanco. Se había acercado a uno de los altares del árbol y esparcía pétalos blancos. Tendría unos treinta años. El cabello negro le caía en cola de caballo hasta la cintura. El perfil de su rostro era de una belleza sobrecogedora. Cuando terminó de orar, Prax le preguntó por qué lo hacía. Como no entendía la lengua, el viajero se desentendió de la conversación y se dedicó a observarla. Su piel oscura emanaba tibieza. Tenía en la mano izquierda un puñado de pétalos blancos. La pintura rosada de las uñas empezaba a desgastarse. En la mano derecha llevaba una pulsera con esferas de colores. Su blusa blanca tenía encajes de flores blancas. Parecía tener dos o tres meses de embarazo. Su mirada dulce, capaz de comprender y de aceptar muchas cosas, revelaba que su vida no había sido fácil. Sonreía sin énfasis con las preguntas que le hacía Prax. El viajero imaginó en un instante una vida posible de la que esa mujer formara parte. Conjeturó para ambos infancias y juventudes en la isla, los caminos del destino conduciéndolos a un encuentro propicio y oportuno. Pensó en la dicha de contemplar ese rostro cada mañana al despertarse.










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