Al salir
del edificio, el viajero vio pasar a una mujer de traje blanco. Sintió por un
momento que acababa de salir de alguna de las pinturas. Quiso seguirla, pero
Prax lo llamó para que fueran a la pagoda. Mientras se alejaban se volvió a
buscarla. No pudo verla. Había desaparecido.
La pagoda
tenía unos cinco metros de alto y su forma era como de campana o de tazón
invertido. La coronaba una especie de columna terminada en punta y la rodeaban
cuatro réplicas pequeñas con altares. Prax le explicó que en todos los templos
encontraría una construcción similar, y que en su interior solían estar
guardadas las reliquias más valiosas.
Luego
caminaron veinte pasos al Norte, en dirección al árbol. Los altares parecían
servirle de maceta. Prax le explicó que el árbol también era infaltable en
todos los santuarios y que representaba el lugar donde el Buda alcanzó el
Nirvana. Antes de entrar al espacio del árbol, Prax señaló en el suelo la
piedra lunar. Le dijo que vería en muchos templos ese semicírculo de piedra que
marcaba la entrada a los sitios sagrados. Esta piedra lunar parecía un sol
negro y pequeño extendiendo sus rayos.
Una mujer
de aspecto humilde daba vueltas en torno a la enorme maceta con altares. Tenía
un gesto agobiado y llevaba sobre el hombro un cuenco de barro con agua. Prax
le preguntó en singalés por qué lo hacía, y ella le respondió que su esposo la
había abandonado, que estaba rezando y haciendo penitencia para que regresara.
Estaban en esa conversación cuando el viajero volvió a ver a la mujer de
blanco. Se había acercado a uno de los altares del árbol y esparcía pétalos
blancos. Tendría unos treinta años. El cabello negro le caía en cola de caballo
hasta la cintura. El perfil de su rostro era de una belleza sobrecogedora.
Cuando terminó de orar, Prax le preguntó por qué lo hacía. Como no entendía la
lengua, el viajero se desentendió de la conversación y se dedicó a observarla.
Su piel oscura emanaba tibieza. Tenía en la mano izquierda un puñado de pétalos
blancos. La pintura rosada de las uñas empezaba a desgastarse. En la mano
derecha llevaba una pulsera con esferas de colores. Su blusa blanca tenía
encajes de flores blancas. Parecía tener dos o tres meses de embarazo. Su
mirada dulce, capaz de comprender y de aceptar muchas cosas, revelaba que su
vida no había sido fácil. Sonreía sin énfasis con las preguntas que le hacía
Prax. El viajero imaginó en un instante una vida posible de la que esa mujer
formara parte. Conjeturó para ambos infancias y juventudes en la isla, los
caminos del destino conduciéndolos a un encuentro propicio y oportuno. Pensó en
la dicha de contemplar ese rostro cada mañana al despertarse.
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