miércoles, 21 de julio de 2021

"Prontuario del pasado"

 Un fragmento de La ciudad de los crepúsculos




El filósofo Wencesla Triana, famoso por su estudio sobre el derrotero de las nubes, fue un domingo al mercado. Los domingos eran su día de descanso y Wenceslao descansaba comprando en el mercado. Cambiaba la ruta habitual hasta las aireacondicionadas oficinas de la revista “Ay”.

Tan habituado estaba al recorrido hasta la revista que, cuando se bajaba del bus en el mercado, era como si sus pensamientos no se hubieran bajado. Seguía mentalmente el recorrido hasta el centro, se veía caminar por esas calles en las que ya empezaba a dejar surcos y entraba al edificio ultramoderno y empezaba a trabajar.

Mirando a las señoras con canastas, a los niños con carritos para transportar mercados, a los vendedores de limones y de bolsas: “los limones son a diez”, su mente estaba lejos, encendiendo la pantalla, levantando los librotes empolvados en busca de noticias impactantes para la popular sección: “Prontuario del pasado”.

Los días que trabajaba añoraba el mercado. Su mente se bajaba en el mercado y el cuerpo que su mente imaginaba continuaba en el bus y llegaba a la oficina y buscaba las noticias asombrosas que hacían tan exitosa a la sección de viejos cuentos reencauchados.

Pero ese domingo en particular, el último domingo de mercado, sus pensamientos tomaron un derrotero excepcional. En su viaje mental al edificio entró con pasos decididos. No saludó a la amable recepcionista, que iba siendo una de las pocas personas en la revista que aún lo trataba con amabilidad. Subió las escalas cruzándose con gente a la que decidió no mirar ni saludar. Llegó hasta su escritorio, le dio un punetazo a la pantalla y compró cinco docenas de limones.

El vendedor pensó que estaba enojado con él. Wenceslao pagó, se quedó unos minutos petrificado en el río de gente y de mercado, incapaz de seguir internándose en la colmena de almacenes en busca del puesto de cebollas y tomates.

Su mente buscó su escritorio en la revista y lo vio salir volando por la ventana. Luego volvió a buscarse al mercado y se descubrió perdido bajo un sol criminal que empezaba a insolarlo, con la mirada perdida en un aviso, incapaz de seguir, aturdido de presente y de tristeza, y se obligó a regresar, a tomar un bus a casa, a ver a los niños jugando en el antejardín, a saludar de paso a Edith en la cocina, a encerrarse en su cuarto, a sentarse en su taburete, atónito, nuevamente estático, con la bolsa de limones en la mano.

La puerta se abrió. Por supuesto, era Edith. Tenía puesta una bata de dormir, un mechón de pelo negro le caía sobre el ojo izquierdo. Hacía un batido de claras de huevo. No tuvo que preguntar nada para saber que algo grave pasaba, algo rotundo y decisivo.

Wenceslao la miró. La luz que entraba por la ventana producía sombras duras  en su cara, en sus pómulos salidos, en su barbilla torpemente afeitada.

–No más –dijo, sin fuerza, si preocuparse siquiera por que se escuchara.

Edith dejó de mirarlo. Siguió batiendo y mirando el estante de los libros. Hubiera querido decirle a ese hombre en ruinas que no se preocupara, que todo saldría bien, que encontrarían la manera de seguir, que ella trabajaría y él se quedaría con los niños, que podría escribir sus tratados, que algún día recibiría lo que hasta ese momento le habían negado; pero no dijo nada.





 


No hay comentarios:

Publicar un comentario