Un fragmento de La ciudad de los crepúsculos
El filósofo Wencesla Triana, famoso
por su estudio sobre el derrotero de las nubes, fue un domingo al mercado. Los
domingos eran su día de descanso y Wenceslao descansaba comprando en el
mercado. Cambiaba la ruta habitual hasta las aireacondicionadas oficinas de la
revista “Ay”.
Tan habituado estaba al
recorrido hasta la revista que, cuando se bajaba del bus en el mercado, era
como si sus pensamientos no se hubieran bajado. Seguía mentalmente el recorrido
hasta el centro, se veía caminar por esas calles en las que ya empezaba a dejar
surcos y entraba al edificio ultramoderno y empezaba a trabajar.
Mirando a las señoras con
canastas, a los niños con carritos para transportar mercados, a los vendedores
de limones y de bolsas: “los limones son a diez”, su mente estaba lejos,
encendiendo la pantalla, levantando los librotes empolvados en busca de
noticias impactantes para la popular sección: “Prontuario del pasado”.
Los días que trabajaba añoraba
el mercado. Su mente se bajaba en el mercado y el cuerpo que su mente imaginaba
continuaba en el bus y llegaba a la oficina y buscaba las noticias asombrosas que hacían tan exitosa a la sección de viejos cuentos reencauchados.
Pero ese domingo en particular,
el último domingo de mercado, sus pensamientos tomaron un derrotero
excepcional. En su viaje mental al edificio entró con pasos decididos. No
saludó a la amable recepcionista, que iba siendo una de las pocas personas en
la revista que aún lo trataba con amabilidad. Subió las escalas cruzándose con
gente a la que decidió no mirar ni saludar. Llegó hasta su escritorio, le dio
un punetazo a la pantalla y compró cinco docenas de limones.
El vendedor pensó que estaba
enojado con él. Wenceslao pagó, se quedó unos minutos petrificado en el río de
gente y de mercado, incapaz de seguir internándose en la colmena de almacenes
en busca del puesto de cebollas y tomates.
Su mente buscó su escritorio
en la revista y lo vio salir volando por la ventana. Luego volvió a buscarse al
mercado y se descubrió perdido bajo un sol criminal que empezaba a insolarlo, con
la mirada perdida en un aviso, incapaz de seguir, aturdido de presente y de
tristeza, y se obligó a regresar, a tomar un bus a casa, a ver a los niños jugando
en el antejardín, a saludar de paso a Edith en la cocina, a encerrarse en su
cuarto, a sentarse en su taburete, atónito, nuevamente estático, con la bolsa
de limones en la mano.
La puerta se abrió. Por
supuesto, era Edith. Tenía puesta una bata de dormir, un mechón de pelo negro
le caía sobre el ojo izquierdo. Hacía un batido de claras de huevo. No tuvo
que preguntar nada para saber que algo grave pasaba, algo rotundo y decisivo.
Wenceslao la miró. La luz que
entraba por la ventana producía sombras duras en su cara, en sus pómulos salidos, en su barbilla
torpemente afeitada.
–No más –dijo, sin fuerza, si
preocuparse siquiera por que se escuchara.
Edith dejó de mirarlo. Siguió
batiendo y mirando el estante de los libros. Hubiera querido decirle a ese hombre en ruinas que no se
preocupara, que todo saldría bien, que encontrarían la manera de seguir, que
ella trabajaría y él se quedaría con los niños, que podría escribir sus
tratados, que algún día recibiría lo que hasta ese momento le habían negado; pero
no dijo nada.
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