Recuerde el
alma dormida
Nuevo epílogo para 'Un ramo de nomeolvides':
García Márquez en El Universal.
Incluido en el libro
Recuerde el alma dormida:
Reflexiones sobre la creación escrita
García Márquez en El Universal.
Incluido en el libro
Recuerde el alma dormida:
Reflexiones sobre la creación escrita
Por Gustavo Arango
Era el segundo día de su taller de narración
periodística en Barranquilla, en diciembre de 1997, y ya era habitual que
hiciera referencia a mi libro sobre sus inicios como periodista, o que me
preguntara por detalles cuando intentaba recordar algo. Aquella mañana de
viernes se había sentado a mi lado y tuve que vencer el arrobamiento para
aprovechar al máximo esa oportunidad. Ignoraba que empezaba a despedirme para
siempre del personaje de mi libro, de ese ídolo de juventud que en esos días se
autoproclamaría mi “patriarca”. No podía saber que desde entonces llevaría
conmigo la tarea de hablar de sus libros, de ofrecer testimonios de él como
antes lo habían hecho sus amigos.
Pocos meses después, llegué a hacer mis estudios
graduados en la Universidad de Rutgers, en New Jersey, donde Tomás Eloy
Martínez era escritor en residencia. Tomás fue por varios años mi mentor y mi
contacto con García Márquez. Siempre que iba a México a visitarlo se ofreció
como mensajero de libros y saludos. Los años que pasé en Rutgers traté de
olvidarme del prestigio de gabólogo que me había conferido la escritura de
aquel libro. Quería que mis cuentos y novelas recibieran atención. Temía quedar
reducido a ser otro loquito que vivió a la sombra de García Márquez. Pero las
invitaciones a dar conferencias o a escribir artículos siguieron llegando.
En junio del 2007 fui invitado a Cartagena para
dar una charla sobre la relación de Gabriel García Márquez con Cartagena de
Indias. Fue en el marco de un programa académico cuyo objetivo era acercar la
obra de García Márquez a los espacios vivos que la inspiraron. Aquella vez dije
que la historia de las relaciones de García Márquez con Cartagena habían
comenzado sesenta años atrás y habían llegado a su punto culminante, pocos días
antes, en el mismo lugar donde empezaron: la Bahía de las Ánimas, el sitio
donde antes quedaba el mercado público y donde ahora se erigía el Centro de
Convenciones. Sesenta años atrás, García Márquez había sentido en ese sitio que
volvía a nacer. Pocos meses atrás, en el Centro de Convenciones, había recibido
el homenaje más emotivo de su vida. Durante otra sesión de aquel evento
académico, el periodista Juan Gossaín me mandó a decir con uno de sus
guardaespaldas que necesitaba hablarme. Estaba dando una charla sobre la
importancia del periodismo en la obra de García Márquez. Cuando terminó, se
acercó y me dijo: “Gabo me robó mi ejemplar de Un ramo de nomeolvides”.
Fue durante los meses que García Márquez pasó en
Cartagena a comienzos de ese año. Un día, García Márquez le había dicho a
Gossaín que los recuerdos de su paso por El
Universal se estaban perdiendo, que desaparecerían si alguien no se apuraba
a rescatarlos. Ya entonces empezaba a hablarse con insistencia de sus problemas
de memoria. Gossaín le recordó la existencia de Un ramo de nomeolvides, le dijo que los recuerdos estaban a salvo.
García Márquez suspiró tranquilo y le pidió el favor de que le prestara el
libro. Días después volvieron a reunirse para almorzar. Cuando Gossaín le
mostró su ejemplar de Un ramo de
nomeolvides, García Márquez se lo arrancó de las manos, se lo dio a su
esposa Mercedes para que lo guardara en el bolso y agregó con una sonrisa:
“Considéralo perdido”.
Gossaín le pidió que cantara la canción del
nomeolvides, pero García Márquez le dijo que sólo recordaba esas dos líneas que
mencionó en Vivir para contarla. La
anécdota del Nobel robándose mi libro es, junto con la última conversación que
sostuvimos, un recuerdo que atesoro.
Atesoro también las amistades que me trajo la
escritura de Un ramo de nomeolvides.
Hubo un tiempo, a fines del siglo pasado, cuando mis mejores amigos eran casi
todos octogenarios. Luego empezaron a morirse. Primero murió Óscar de la
Espriella. Yo había seguido visitándolo después de la publicación del libro.
Nos gustaba sentarnos en las mecedoras de su casa a hablar de tiempos remotos.
Mantuvo hasta el final un espíritu rebelde. Alguna vez me dijo con orgullo que
ninguno de los candidatos por quienes había votado para presidente había ganado
las elecciones, que eso le había dado “el honor de ser siempre de la
oposición”. A Óscar de la Espriella lo alegraba tener quién lo escuchara. A
veces, cuando el tema de García Márquez volvía a asomarse, me decía: “Hace
cuarenta años no sé de él”.
Cuando me despedí para irme a los Estados Unidos,
Óscar no pudo ocultar la tristeza. Años después pude volver a visitarlo y lo
encontré dormido en su mecedora. Dije su nombre en voz baja y tardó en
comprender que no soñaba. Volvió a quejarse de su vejez, de su soledad, de lo
estrecha que había llegado a ser su vida con los años. Me dijo que en las
noches, al dormirse, solía preguntarse si llegaría al otro día. Aquella vez se
fue llenando de vida con la conversación. Volvió a recordar viejos episodios,
pero ahora eran borrosos, repetidos. A ratos le volvía el desaliento y me
decía: “Estoy perdiendo la memoria. A veces olvido tu nombre y paso tardes
enteras tratando de recordarlo”. Me preguntó por mis libros y le dije que
estaba escribiendo una novela. “Y la novela que hagas después, ¿será igual a
ésa?” Comprendí que había estado esperando mi regreso para hacerme esa
pregunta. “Será mejor”, le dije. Óscar suspiró aliviado y recostó la cabeza
contra el espaldar de su mecedora. “Hay muchos que se repiten por dinero”, me
dijo. Ese día conversamos hasta que descubrí que empezaba a fatigarse y le
prometí volver a visitarlo antes de marcharme. Pero cuando volví dos días después
ya era muy tarde.
A la muerte de Óscar de la Espriella le siguió la
de Gustavo Ibarra Merlano. También con Gustavo el contacto había sido
permanente. Siempre que tuve oportunidad me las arreglé para buscarlo, para
gozar de su erudición modesta e inagotable. La noticia de su muerte fue a
buscarme a mi destierro. En diciembre del 2001 recibí una llamada telefónica
desde Bogotá. La vida en aquel tiempo era estrecha, difícil, fría. Seguía
estudiando en Rutgers y el teléfono rara vez sonaba. Una voz desencantada se
limitó a decirme: “Gustavo ha fallecido”. Fue una tristeza rara, seca, muda.
Busqué los poemas de Gustavo y empecé a consolarme, comprendí que llevaba mucho
tiempo preparándose, sabiendo que vivir es ir muriendo, que la nada no es tan
triste, tan sola como parece. Esa noche volví a leer La muerte de Iván Ilich. Años atrás, cuando era periodista de El Universal, Alberto Salcedo Ramos me
había urgido a leerlo. También, a nuestro modo, Salcedo y yo tuvimos nuestra
escuela en la redacción de El Universal.
Tres meses después murió Rojas Herazo. Con cada
muerte empecé a comprender algo que años atrás era sólo una intuición: que el
momento preciso para escribir Un ramo de
nomeolvides había sido aquella mitad de los años noventa, cuando tuve la
fortuna de estar en el lugar indicado y de contar con las circunstancias
propicias. Héctor Rojas Herazo siempre quiso estar despierto, era un artista
habituado a frecuentar el misterio, un buceador de abismos, una criatura
encendida, repleta de ternura y de fiereza. “Somos energía padeciente”, le oí
decir un día. “El mundo es materia que fluye y que ruge todo el tiempo”, y al
decirlo su voz y sus manos rugían, mostraban el fluir a borbotones de la vida.
Nos dejó la lección inolvidable de que el arte no es un afán desmedido de
riqueza o de gloria, que puede y debe ser una forma de lo sagrado.
He vivido los últimos años temiendo que llegue la
noticia de la muerte de García Márquez. He pensado que no tendré palabras. Como
nadie es tan viejo que no pueda vivir un año, ni tan joven que no pueda morir
mañana, he pensado que tal vez no tendré que participar de aquel estruendo. Sé
que si un día me llega la noticia, viviré aquella muerte como algo personal.
Mientras lo imaginó allá en México, tranquilo y sumido en un olvido dichoso y
heredado, al margen de su pesada gloria, capaz de seguir así por muchos años,
he vuelto a revivir las últimas veces que lo vi. Cumplo por fin la tarea de dar
ese testimonio.
* * *
El jueves 18 de diciembre de 1997, cuando lo vi
entrar al salón donde tendría lugar el taller de narrativa en Barranquilla,
supe que tenía que agudizar los sentidos, que no podía perderme ni los
suspiros. Durante tres días gozaría del privilegio de oírlo y de verlo. Sabía
que mi tarea de escribir sobre él no había terminado.
“¿Qué hora es?”, preguntó.
“Las nueve y tres”, dijo Jaime Abello.
“Está mal tu reloj”.
Se sabía observado con agudeza. Empezó a saludar
uno a uno a los participantes del taller, a preguntarles sobre su vida. Cuando
llegó a Carlos Mario Gómez, el periodista de El Colombiano, le preguntó:
“En tu periódico, ¿quién es el del lápiz rojo?”
Carlos Mario pensó la respuesta y García Márquez
aprovechó para agregar: “Vamos a hablar mucho aquí de los editores”. Dijo que
su primera columna en El Universal la
escribió su jefe de redacción, me señaló y dijo: “Este hombre tiene una versión
mejor que la mía”. Contó la historia de
la publicación de sus primeros cuentos en Bogotá. Habló del “Bogotazo”, del
incendio de la pensión de estudiantes costeños y de su viaje a Cartagena, de su
llegada a El Universal: “Había un
hombre escribiendo a mano detrás de una baranda. Yo me acerqué y le dije que
quería escribir en ese periódico. Le dije mi nombre y, como él había leído los cuentos que me publicaron en El Espectador, me dijo: ‘Siéntate ahí y
escribe’. Cuando le entregué la nota, tachó la primera línea y la reescribió
debajo; luego tachó la segunda y también la reescribió. Hizo lo mismo con el
resto. Cuando terminó, la nota entera estaba escrita entre las líneas de mi texto.
Decía todo lo que yo quise decir, pero lo decía bien. Luego la pasó a
talleres”.
García Márquez se extendió en detalles sobre
Cartagena, habló de los amigos, dijo que llegó a ser muy amigo de Zabala, de
Ibarra Merlano y de Rojas Herazo. Recordó que Rojas Herazo había sido su
profesor de dibujo en Barranquilla. “Tenía veinte años, usaba un sombrero
bombín como el de Chaplin, y era de una elegancia y una belleza… era un gran
hablador. Pero no recuerdo una sola de sus clases”. Luego volvió a sus
recuerdos de Cartagena. Contó que como a las nueve de la noche se iban al
mercado donde un cocinero que se ponía un clavel en la oreja. Dijo que no
recordaba el nombre y me invitó a que interviniera: “Juan de las Nieves”, le
dije. “Juan de las Nieves”, dijo y agregó confidencial: “Conoce de mi vida más
que yo. Pero yo no lo traje aquí para eso”.
“A Juan de las Nieves lo tengo en varias novelas.
Es Catarino, el de Cien años de soledad.
Está en El otoño. Ahí en el mercado,
con los amigos del periódico, aprendí lo que sé sobre periodismo y sobre
novela”.
Luego se interrumpió, miro al techo y dijo para
sí mismo: “¿Por qué conté esto?” Se
respondió de inmediato: “Por ganas de acordarme”.
Volvió a las presentaciones y me pregunto qué
estaba haciendo. Le dije que era el editor del suplemento Dominical, de El Universal. Dijo
que le gustaba, porque incluía reportajes extensos, e hizo notar que el
suplemento había aumentado el número de páginas cuando en otros lados los
suplementos estaban desapareciendo.
“El periodismo es un género literario”, dijo.
“Eres periodista literario. Si lo que quieres es ser un literato, ya eres un
literato”.
En aquella primera sesión del taller habló de la
importancia de renunciar a tiempo al periodismo. Contó que cuando estaba en El Espectador aprovechó unas amenazas,
“que no eran inminentes”, y se quedó en Europa. Explicó el proceso de
recopilación de información para Noticia
de un secuestro y, como cortesía para los periodistas de otros países,
habló de lo difícil que es Colombia: “Colombia tiene mala prensa en el
exterior, pero si vienes aquí te das cuenta de que es peor”.
Habló de sus tres vidas: “la pública, la privada
y la secreta”, y dijo que ahora sólo tenía las dos primeras. Explicó que, por
ley, debía vivir seis meses en México porque allá declaraba sus ingresos:
“Escribo muy bien allá, porque tengo la inmensa fortuna de ser extranjero”.
También reveló algunos secretos de su carpintería
literaria.
“Desde que
escribí la Crónica no uso adverbios
terminados en mente. Cada vez que tienes que eludirlos encuentras una cosa más
rica. Los adverbios terminados en ‘mente’ son fáciles, son perezosos”. Contó
que su tarea de edición se concentra en eliminar rimas internas, que “debilitan
las frases”, y en “descabezar endecasílabos y alejandrinos”. También explicó su
manera de evitar problemas con las repeticiones de palabras: “El castellano es
el único idioma donde se considera pecado repetir una palabra en un párrafo. Si
tienes que repetir una palabra, repítela tres veces”.
“La única manera de aprender todo eso es leyendo
a los autores, y estar seguro de que uno tiene realmente la vocación y la
aptitud. Cuando me siento a escribir un libro es como si lo hubiera leído. No
hago esquema, ni miro las notas. Pienso que lo que se me olvida no interesa. Cuando
ya tienes todo y estás listo para escribir, la pregunta es por el tono. Casi
siempre el tono se define desde el primer párrafo, con lo que más te llamó la
atención. Si después no sirve como principio, ya veremos dónde se pone. Es más
fácil seguir escribiendo cuando uno ya empezó. Por eso es más fácil escribir
novela que cuento; sólo tienes que empezar una vez. En la computadora parece
que no corrijo, pero corrijo y corrijo. Siempre es necesario escribir
conciso, pero conciso no significa más corto. Una historia es buena cuando le
gusta al lector; pero no puede ser buena para todo el mundo.
“El lector se quiere ir siempre. En la mayoría de
los casos escribo primero el final y después lo demás. Pero el primer párrafo
debe agarrar al lector por el cuello. Lo ideal es que cada línea deje en
suspenso para la otra. Donde uno se aburre escribiendo, el lector se aburre
leyendo. Hay que aligerar y obviar. Es una pena que en periodismo se hayan
eliminado los intertítulos; se están privando de otra oportunidad para atrapar”.
Dijo que tenía “precocidas” tres novelas de amor,
pero que decidió no publicarlas. “Me di cuenta de que es mejor publicar las
memorias. Serán unas memorias temáticas. El primer tomo es mi vida como
escritor y como novelista. Ése ya está terminado. Luego viene otro tomo sobre
los amigos”.
Contó que entre libro y libro pasaba un tiempo
durante el cual no escribía y que era muy difícil volver a calentar el brazo.
“En algún momento decidí escribir una columna semanal. Era curioso, la escribía
en cualquier parte del mundo y todavía no existía el fax. En París, por
ejemplo, había que ir a la Bolsa, a pasarla por telex. La suspendí cuando se
encendió la chispa de El amor en los
tiempos del cólera. También fue entonces cuando empecé a escribir las
memorias, en los tiempos muertos. Cuando escribía a máquina mi promedio por
cada libro era de siete años. Con el computador me toma tres.
“Ahora trato de viajar lo menos posible y trato
de que los espacios en las casas y los computadores sean iguales, así es más
fácil reanudar la escritura cuando uno se desplaza. Siempre que escribo guardo
en el disco duro, en un diskette e imprimo en el papel. Porque yo sólo creo que
existe si está en el papel.
“En las mañanas corrijo. Lo primero es
transcribir, de ahí entonces sigo. He decidido romper los originales de mis
libros, porque se vuelven un negocio. Sólo guardé y numeré las distintas
versiones de Del amor y otros demonios.
El último libro tuvo doce versiones”.
“Bueno”, dijo al final de la primera jornada del
taller. “Es la una en punto. Nos vemos mañana”.
Cuando los periodistas fascinados quisieron
reaccionar, había desaparecido.
El viernes vino a sentarse a la cabecera de la
mesa. Cuando habló de la estructura de sus libros me pidió mi ejemplar de Cien años de soledad. Sonrió al ver los
subrayados y notas al margen. Me fue dictando los números de las páginas en que
empezaban los capítulos.
“Desde que tengo el panorama completo del libro,
calculo la longitud y trato de que los capítulos tengan el mismo número de páginas.
No sé por qué. En Noticia se me
desarmó la simetría porque tenía que intercalar material. Pero al final, por la
simetría, sacrifiqué el texto”.
Ese día osciló entre una multitud de temas. Habló
los presagios y las supersticiones:
“Pienso que las casualidades son menos casuales
de lo que uno piensa. Cuando escribes hay que estar atento a los presagios.
Algo te están diciendo. No es magia o superstición, pero es como si algo se te
anticipara. Una tarde en México se me cayó una galletica. Recordé el refrán que
decía: ‘Cuando se te caiga el pan de la boca, acuérdate de que tu madre tiene
hambre’. Llamé a Cartagena y me dijeron que mis hermanas acababan de llevar a
mi madre a un restaurante porque tenía mucha hambre. Son loterías que uno se va
ganando. Escribo con todos los sentidos abiertos. Cualquier cosa puede entrar
en lo que escribo. Yo necesito de los ruidos, de las voces; a veces los atrapo
si los necesito”.
Era inconcebible usar una grabadora en ese
momento. Todos los participantes del taller conocíamos su aversión por las
grabadoras, porque alentaban la distracción y convertían la charla en un gesto
mecánico. La única opción era multiplicarse, no dejar escapar ni un detalle y
consignarlo todo en un cuaderno, sentir su presencia ahí al lado, manifestándose
con gestos y palabras, convencido de que no quedarían olvidados.
“La mejor pregunta me la hicieron unos
estudiantes de una escuela que estaba al lado de mi casa: ‘¿Cómo puede escribir
al lado de una escuela?’”
Le pregunté por las marcas de agua en sus libros:
esos detalles que parecían dirigidos a lectores muy atentos o poseedores de
información privilegiada. Mencioné como ejemplo las mujeres secuestradas que
dormían en una misma cama y parecían el dibujo del signo Piscis. Cambió el tema
con elegancia: “Yo sufría mucho como Piscis. Como mi ascendiente es Tauro, me
dije: ‘Mejor me voy para Tauro’ ”.
El taller se fue desarrollando como una rueda de
prensa sobre el oficio. Las preguntas venían desde todos los extremos de la
mesa.
“La ortografía no la sé. Los correctores se
ocupan de eso. La gramática sí, porque es el producto de una larga tradición.
Uno no tiene que ser consciente de la gramática. Eso lo sabe uno. El escritor
tiene que ser un gran lector”.
“Uno siempre anda buscando pretextos para no escribir.
Uno piensa en llamar por teléfono o en hojear algún libro. Tengo una colección
de diccionarios que creo que nadie tiene. Tengo también muchos libros de
referencia: libros que enseñan cómo cometer asesinatos o cómo
desaparecer. En la biblioteca sólo conservo los libros que he leído
y que me gustaron. Drácula, por
ejemplo. Cada vez que me acuerdo lo vuelvo a releer. También regreso a las
novelas de Conan Doyle. De Chesterton lo que más me gusta son las historias del
padre Brown”.
Como vio que los periodistas no se molestaban con
la digresión, se acomodó y propuso: “Hablemos de literatura.
“En literatura debería haber divisiones, como en
el boxeo, porque es injusto lo que pasa con ciertos autores. Si no se es peso
pesado, lo demás es mierda.
“Somerset Maugham escribió el cuento que más me
gusta. Se titula ‘P.O.’ , que son las iniciales de una compañía de navegación
que hacía grandes cruceros al Oriente. Es el cuento de un magnate inglés que se
va a alguna de estas islas remotas, Sumatra, o algo así. Durante treinta años
había vivido con una especie de plan en el que cada detalle estaba
cuidadosamente calculado: ‘en tal momento hago esto, en tal otro momento debo
tener tanto dinero y no trabajo más y me voy a vivir a una isla’. Cuando el
magnate se retiró, se embarcó, tomó el mejor camarote de la P.O., se vistió,
fue al bar, pidió un whisky y al primer trago le empezó un ahogo. Al tercer día
el barco estaba comunicándose con todo el mundo, pidiendo remedios para el
viejo. Para mí, ese cuento es un peso pesado.
“Borges es una medida muy dura. En Estocolmo me
dijeron las razones de la Academia Sueca para no darle el Nobel. Cuando uno va
a recibir el Premio Nobel hay un programa muy duro, muy apretado. En Suecia no
sucede otra cosa que la entrega de los premios. El primer punto de la agenda
era la cena con los de la Academia. Allí se cuentan todos los secretos. Fue una
noche muy divertida. Como estaban pasados de tragos, empezaron a hablar y
llegamos a los ‘nobelizables’.
“La primera pepa que les solté fue que quienes no
lo recibieron eran mejores que quienes sí lo recibieron. Les hablé de Tolstoi,
Conrad, Proust, Joyce, Kafka. Les dije
que tenía una gran vergüenza con Borges. Me dijeron que habían discutido mucho
el tema de Borges y que la conclusión había sido que cada página de Borges es
una página maestra, pero que todas juntas no hacían una obra.
“Les hablé de Graham Greene, quien me enseñó a describir
el trópico. A propósito, con la modestia que me caracteriza, les cuento que yo
vendo más que Graham Greene. Luego les mencioné a Rulfo. Me dijeron que había
escrito poco y que era una réplica de Sófocles y del autor del Lazarillo. Al
final, cuando ya todos teníamos la lengua pesada por el whisky, les dije:
‘Ustedes no tienen la menor idea de literatura’. Uno de ellos me respondió:
‘Tiene razón. Nosotros no somos literatos. Somos los curadores de la lengua
sueca’.
“Para conceder el Nobel, la academia empieza con una
lista de cien candidatos. En mayo, la lista se reduce a veinte. Yo había
entrado en esa lista varias veces, pero como después de escribir El otoño del patriarca dije que no
volvería a escribir, me sacaron de la lista. Los de la academia le tienen
horror a que los Premios Nobel no vuelvan a escribir. También los preocupa
mucho la idea de que casi nadie vive más de cinco años después de recibir el
premio. Están muy pendientes de no equivocarse. Cuando supieron que había
terminado un nuevo libro, que era Crónica
de una muerte anunciada, la Academia pidió una copia y me volvieron a meter
en la lista. El proceso de selección termina en el verano, cuando los
académicos se dedican a leer la obra de cinco finalistas.
“Poco antes del anuncio oficial recibí una llamada de
Olof Palme, desde Estocolmo, para decirme que era inminente que me dieran el
Nobel. Me dijo: ‘Si dices que sí, los socialistas ganamos las elecciones’. Pase
una mala noche pensando en el asunto. Todavía no había recibido la notificación
y me acordé de Thomas Mann, el único escritor al que trataron de darle el
premio dos veces y nunca lo recibió. Doctor
Faustus, de Mann, es la mejor novela de un novelista. Cuando quisieron
darle el premio, vino la Segunda Guerra Mundial y después murió. No hay mejor
alivio que no ser candidato al Nobel.
“Aquella madrugada, el primero en llamarme fue un
periodista sueco que trabajaba para L’Express.
Le dije que no daría declaraciones mientras el anuncio no fuera oficial.
Entonces empezaron a llegar periodistas frente a la casa, vino el anuncio y
todo fue un caos. Al mediodía me acordé del sueco que me había llamado de
primero y lo llamé y le di la entrevista.
“Qué tal si no trabajamos”, dijo García Márquez con gesto
de picardía. Cuando los periodistas empezaban a salir del estado de hipnosis y
a entender el chiste, agregó divertido: “Ah, no. Este es el segundo día apenas”.
Como el tema central del taller era la narración
periodística, alguien le preguntó si sabía del famoso desembarco de armas del
movimiento revolucionario M19. La sospecha de que García Márquez colaboraba con
ese movimiento determinó su salida abrupta de Colombia, a comienzos de los años
ochenta, durante el gobierno de Turbay Ayala. Ante la posibilidad inminente de
que el ejército lo detuviera para interrogarlo, García Márquez había vuelto a
radicarse en México. Pensó por un momento y luego respondió: “Eso no lo cuento.
Ustedes son buenos periodistas y un buen periodista corre a publicarlo”.
Entonces se dedicó a hablar del proceso de escritura de Noticia de un secuestro:
“Noticia de un
secuestro me reconcilió con mucha gente. Volví a hablar con Hernando
Santos, con quien tenía una vieja amistad, desde que él comenzaba en El Tiempo y yo comenzaba en El Espectador. Nydia Quintero de
Turbay era amable, pero no aceptó que su
hija Diana no fuera el centro del relato. Con Turbay decidí hacer el acto
protocolario de mandarle una versión y me citó en Santo Domingo –no le convenía
venir a Colombia en ese momento, pero no supe por qué. Almorcé con él. Vimos
juntos el texto. Tuvo mucho cuidado de no alterar nada ni sugerir cambios.
Aprovechó para decirme que a él nunca le dijeron que había el propósito de
allanar mi casa y llevarme a las caballerizas del ejército. Escribir un libro
para reconciliarse con amigos siempre vale la pena. Pero escribir para pelearse
no vale la pena”.
Reconoció que con Noticia
de un secuestro fue la primera vez que utilizó la grabadora. Confesó que
había incluido en ese libro detalles inventados, como el gallo que Francisco
Santos escuchaba durante su cautiverio. Dijo que le parecía válido editar las
palabras de los entrevistados, hacer frases con cosas separadas, sin alterar la
esencia de lo que han dicho. “Un ingrediente muy importante es la buena fe”.
Pero la charla siempre tuvo la tendencia a derivar hacia
la ficción:
“Se me ocurren muchas ideas para cuentos y novelas, pero
nunca las anoto porque las que de veras me interesan no las olvido, se vuelven
recurrentes. Mientras hay unas que desaparecen, con otras uno dice: ‘carajo,
algo debe tener esta historia’. Hasta que me doy cuenta de que hay que
escribirla.
“A veces tomo apuntes, pero al final los miro poco. Lo
que importa se queda en la memoria. También anoto títulos. Tanto para lo que
estoy escribiendo, como para desarrollar después ideas. Hemingway anotaba
posibles títulos y al final se encontraba hasta con ochenta. Con Cien años de soledad el título sólo
apareció cuando escribí el último párrafo. El lector lo encuentra antes porque
después lo incorporé en otros lados. El primer tomo de las memorias se llamará
‘Vivir para contarlo’. También tengo otro título del que algo tiene que salir:
‘Pene cautivo’.
Hay en la charla de García Márquez una curiosa
coquetería. Meses después, en Buenos Aires, Jaime Abello daría una clave para
entender ese curioso estilo personal. Estábamos en el Café Tortoni con Darío
Gallo, un brillante y aguerrido periodista argentino, tratando de sacarle a
Jaime Abello algún secreto sobre su cercanía con García Márquez. Abello
clausuró amable el tema con una frase: “Le encanta fascinar; a hombres y
mujeres por igual”.
Pero volvamos al taller de narración periodística en
Barranquilla. Es el viernes 19 de diciembre de 1997. Es la segunda sesión del
taller:
“Cuando decido escribir una historia primero la pienso
sin escribir. Pienso en imágenes. A veces me despierto y, sin abrir los ojos,
veo el personaje. Cuando la tengo completa empiezo a contarla a los amigos, a
ver qué cara ponen. Por la cara que ponen la voy corrigiendo. Eso lo sigo
haciendo mientras escribo. Pero no me gusta contar exactamente lo escrito;
tengo una historia paralela.
“Cuando escribí Cien
años les contaba detalles a Álvaro Mutis y a María Luisa Elio –una de las
personas a quienes les dedico el libro. En esa época venía mucha gente a
visitarnos. Ya habíamos empeñado todo y entre los amigos, unos más
discretamente que otros, llevaban mercado. También llevaban whisky; nunca hubo
tanto whisky en nuestra casa. Álvaro Mutis iba todas las noches y yo le contaba
lo que había escrito en el día. Después Mutis lo contaba en reuniones y alguien
me lo volvía a contar con mejoras que yo adoptaba. Cuando terminé la primera
versión de la novela se la presté a Mutis. A los dos días me la devolvió y me
dijo: ‘Usted es un hijo de puta. Me ha hecho quedar mal con los amigos’.
“Contar lo que uno está escribiendo siempre es bueno.
Siempre se encuentran cosas que no se le ocurren a uno.
“Cuando leo un buen libro, me da una gran alegría. Me
pasó algo maravilloso con La casa de las
bellas durmientes, de Kawabata, el primer Premio Nobel japonés, quien se
suicidó con gas. Cuando leí ese libro sentí que tenía que volver a escribirlo.
Decidí ambientarlo en Barranquilla, donde en plena juventud yo había estado tan
cerca de esa vida. Bueno, con la diferencia de que en Barranquilla no estaban
dormidas. Ésa será mi próxima novela. Ya antes había escrito un cuento sobre el
tema, El avión de la bella durmiente. Ahí nada fue inventado.
Cuando la mujer subió al avión y se sentó a mi lado, me quedé pasmado. Yo no he
visto nada igual. Antes de que el avión despegara se tomó una pastilla, se
cubrió los ojos y durmió todo el viaje. Yo viaje sin moverme y casi sin
respirar. Sólo cambió de posición una vez. Es indescriptible la belleza de esa
mujer. Al llegar la estaba esperando un ejecutivo con unas rosas. Sólo supe su
apellido: Mrs Warren. Qué tal que haya leído ese cuento y nunca sepa que era ella”.
Pero siempre el periodismo llamada de regreso:
“No veo televisión. Los grandes periódicos son los que
cuentan el cuento completo. Los Angeles
Times decidió elegir la noticia más importante –a nivel local, nacional o
internacional– para desarrollarla a fondo. Ese es el periodismo ideal. Aquí
dejamos pasar historias. Aceptamos las noticias que se dan primero. No se
termina una noticia cuando ya viene otra. Hay un sistema oficial de echar una
por la tarde para tapar otra. A eso se le suma que a los periódicos les sale
muy caro tener un redactor dedicado por tres o más días a preparar un
reportaje. Entonces se siguen haciendo cagarrutitas de noticias”.
Como la ocasión era propicia, le pregunté por qué no
había escrito nunca el cuento completo del “Bogotazo”, a pesar de haberlo
vivido de primera mano. En aquel tiempo no había terminado su libro de
memorias.
“Yo no era periodista”, dijo. “No habría sabido contarlo.
Apenas llevaba dos cuentos publicados”.
Se apoyó en mi brazo y se inclinó confidencial:
“Pero no me hagas entrevista, que ya el libro está”.
Luego se dirigió a todos:
“Si quieren saber sobre aquellos tiempos, lean su libro.
Considérenlo un libro póstumo. Tiene el mérito de haber sido escrito sin hablar
conmigo.
“Yo quise ser escritor desde que nací. Creo que lo
hubiera sido de todas maneras. Sin el 9 de abril, de todas maneras sería el
escritor que soy. No había terminado derecho cuando me fui para Cartagena. En El Universal pedí trabajo como
dibujante, pero ya tenían uno, que era Rojas Herazo. Nunca he olvidado la
tertulia de las cinco de la tarde en el periódico. Cada día a esa hora nos
reuníamos a hacer justamente lo mismo que hacemos ahora”.
Cuando todos se dejaban arrastrar por el ambiente
evocador, se levantó y dijo: “Los dejo”, y desapareció.
Esa noche hubo una fiesta en una casa lujosa de las
afueras de Barranquilla. Para agasajar al invitado distinguido, el dueño de la
casa había contratado un grupo de danzas folclóricas. El tema de las danzas era
el Carnaval. Después de la presentación, García Márquez bromeó con los
participantes del taller, tomó whisky, jugó con su teléfono celular, que en
aquel tiempo todavía era un lujo que pocos podían darse. Los periodistas
extranjeros lo rodeaban, le hacían preguntas, se bebían cada segundo de aquella
noche con García Márquez. Yo preferí mirarlo de lejos. Guardar distancia.
Hundirme en una borrachera silenciosa.
Al día siguiente fui el último en llegar. Ocupé una silla
en el extremo opuesto al suyo en la mesa. Volvió a empezar a las nueve en punto
de la mañana.
“Lo más difícil es hacer creíble lo que uno escribe. Si
uno lo cree, el lector lo cree. La credibilidad la cuido mucho, cuesta mucho
trabajo conquistarla. Cuando escribí Noticia
nadie se atrevió a pedirme que cambiara algo. Uno de los hombres de Pablo
Escobar trató de contactarme, pero preferí no hablar con él. Pensé que podría
tratar de utilizarme. Nadie trató de comprarme. Saben que cuesto caro”.
Empecé a tomar apuntes con dificultad. Todavía la
borrachera de la noche anterior no se decidía a volverse guayabo.
“La humildad es lo más difícil del mundo, pero es útil
mientras se escribe. Cuando estoy escribiendo busco todas las opiniones de
gente con quien tengo confianza, de mi amigos, de aquellos que conozco desde
hace tiempo. Pero después hay que defender el libro. De los primeros cuentos
que publiqué en El Espectador hoy no
publicaría ninguno. Pero es como si le saliera a uno un hijo tonto. Uno los
defiende aunque no le parezcan buenos. Además ya no son de uno, son de los
lectores. Mi novela preferida es El amor
en los tiempos del cólera. Estoy contento porque le pisa los talones a Cien años de soledad.
“Cien años de
soledad tiene la carga mítica de toda la cultura del Caribe, que va desde
el Mississippi hasta el norte del Brasil. Un libro que pase de una generación a
otra prácticamente es un libro para siempre. Cien años ya va para la tercera generación. Si contamos las
ediciones piratas –en China, por ejemplo– se han publicado más de cien millones
de ejemplares. Figura entre los más robados”.
Como la realidad se me antojaba inestable, decidí
levantarme a buscar un café. Había una mesita con termos y vasos en una esquina
del salón. Todos lo escuchaban fascinados. Nadie quería perderse una palabra.
Comprendí que ese episodio de la vida llegaba a su final. Cuando volví a la
mesa, García Márquez recitaba los primeros versos de las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique:
“Recuerde el
alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo
se viene la muerte tan callando, cuán presto se va el placer, cómo, después de
acordado, da dolor; cómo, a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue
mejor”.
Forcejeó para seguir, pero se dio por vencido.
“Me las sabía de memoria”.
Decidí sacar la cámara y empezar a disparar. Noté un
gesto irritado, pero no me dijo nada.
“Hay que escribir para que la gente lo lea a uno. Al
lector le gusta empezar bien. El recuerdo que le queda de lo que leyó es el
final, la resonante cola”.
El ambiente empezó a dispersarse porque alguien anunció
la llegada de Liliana Cáceres, una chica humilde que había engañado a la prensa
del país con un embarazo de sextillizos fingido. La idea era que los
periodistas le hicieran preguntas y después escribieran en sus medios sobre el
tema. Antes de llamarla al salón, agregó:
“Estas conversaciones son para mí como una especie de
desahogo. He hablado sin cuidarme. Si le aplican ética al asunto, sabrán qué se
debe y qué no se debe publicar”.
Y concluyó diciendo:
“Uno escoge la clase de escritor que puede ser. Cuando
uno escribe está solo. En eso no hay quien te ayude. Cuando se hace una obra,
el gran problema es uno mismo. La vida es la que decide quién es y quién no
es”.
La entrevista con Liliana Cáceres fue dispersa, caótica.
Los participantes del taller estaban pensando en despedirse del maestro, en
rodearlo con libros para que los firmara. Algunos participantes del taller
habían aceptado la sugerencia de leer Un
ramo de nomeolvides; habían comprado el libro y me pidieron que lo firmara.
Katia D’artigues, la periodista mexicana, me hizo notar el lujo de estar
firmando libros en la misma mesa con García Márquez. Dirigí la mirada al
horizonte de la mesa. Me propuse no olvidar ese momento. Esa misma tarde
regresé a Cartagena en compañía de Darío Gallo. Darío trabajaba para la revista
Noticias, de Buenos Aires; quería
visitar Cartagena y conocer la familia de García Márquez. Al día siguiente, un
domingo, me fui a la redacción desierta de El
Universal a escribir una crónica sobre el taller. Tenía tantos apuntes que
me vi obligado a hacer una síntesis apretada y posponer el cuento completo para
un futuro tal vez remoto. Éste es ese futuro remoto.
La crónica apareció el lunes 22 de diciembre en la
primera página de El Universal. Su
título, ‘La lección del maestro’, era un guiño para García Márquez. Pensaba que
era muy probable que la leyera. Sabía de su interés en la obra de Henry James y
quise decirle que entendía lo ambiguas que eran las relaciones entre los
maestros y sus discípulos. Ese lunes en la noche acompañé a Darío Gallo a
visitar a la madre y las hermanas de García Márquez. La casa estaba al final
del callejón de los Nísperos, en Manga. Las hermanas nos acogieron amables y
nos invitaron a sentarnos en la terraza. Ayda aprovechó para decirnos que
necesitaba ayuda para crear la Cátedra García Márquez. También estaba Ligia de
visita. Todas hablaban al mismo tiempo. En medio del ruido y el movimiento,
Luis Santiaga parecía una muñequita. Había pasado de los noventa años y tenía
la mente en blanco. Sentada en un taburete, con labios apretados y gesto de
niña juiciosa, fingía interesarse en la conversación.
Tardamos en notar su llegada.
“Qué mundo tan grande”, dijo y se acercó a besar la
frente de su madre.
“Gabito”, dijeron en coro las hermanas, tratando de
arrancarle una emoción al gesto ausente de la madre. “Vino Gabito”.
“¿Quién?”, dijo Luisa Santiaga cuando aquel hombre se
alejó y ocupó una silla.
“Tu hijo, Gabito”, le repitieron.
“¿Gabito?”, repitió con lentitud y su mirada se perdió en
la oscuridad.
Pensé en la ironía. Aquello que acababa de ocurrir nos
dejó a todos con un nudo en la garganta. Él trató de aligerar las cosas con un
chiste: “Carajo, todo lo que uno se ha matado escribiendo para que la mamá no
se acuerde de uno”.
Luego agregó mirándola:
“Ahí están mis memorias. Pero no puedo entrar”.
Dijo que le había gustado la crónica sobre el taller. Nos
preguntó los planes que teníamos para esos días. Agregó que esa noche tenía una
invitación a cenar con un alto oficial del ejército. Tuve la tentación de
decirle que cancelara esa cena y que se fuera con nosotros, como en sus noches
remotas de reportero. Pero no le dije nada. Tardó poco en macharse. Se despidió
de su madre con otro beso.
Cuando se fue, el entusiasmo en la terraza se había
disipado. Darío y yo nos despedimos con la promesa de regresar pronto. Un par
de días después supe que aquella noche García Márquez llamó por teléfono y
pidió que me pasaran. Nunca sabré para qué.
He llegado a la conclusión de que Gabriel García Márquez
es un escritor incomprendido. Cuando hablo del contenido de sus libros,
encuentro pocas personas que de veras los hayan leído. Ahora mismo, cuando
escribo este epílogo al libro sobre sus inicios, las nuevas generaciones no
saben qué hacer con su legado. En las últimas semanas he visto al viejo
espíritu iconoclasta, siempre en manos de los jóvenes, atacando a ese ídolo
cuya sombra parece que no acaba.
Reconocer que se admira a García Márquez, admitir que los
pequeños encuentros que uno tuvo con él son significativos, equivale más o menos
a un suicidio intelectual. Por suerte nunca he querido ser un intelectual. Me
contento con ser una persona. Eso me permite preservar la emoción que me
produce haberme cruzado en la vida con un escritor como él.
Me hace feliz saber que uno de mis héroes de juventud,
uno de los escritores que influyeron en mis decisiones vitales, leyó varios de
mis libros, que no le parecieron malos y que llegó a robarle uno de ellos a un
tipo que andaba con guardaespaldas. También me divierte imaginarle
posibilidades a esa llamada telefónica que nunca recibí. Desconocer el motivo
de la llamada me permite inventar. A veces pienso que llamó para hablar de lo
ocurrido aquella noche en casa de sus hermanas, cuando el autor de la oda
inmortal habría querido regalarle a su madre un ramo de nomeolvides, para que
hiciera lo que dice el significado.
Oneonta (Nueva York), Noviembre de 2011.
Un ramo de nomeolvides
Segunda edición, a la venta en