domingo, 31 de agosto de 2014

La patria del lenguaje

 Texto leído en el homenaje recibido durante la 
Séptima Feria Hispana/Latina de Nueva York, Octubre de 2013.

El evento tendrá su octava versión del 10 al 12 de octubre, 
con un homenaje a la escritora Carmen Boullosa, de México.


Quiero agradecer al Centro Cultural Hispano/Latino de Nueva York, a su presidente Fausto Rodríguez, al comité organizador de la Feria y, muy especialmente, a Juan Nicolás Tineo, por el honor que hoy me conceden. Agradezco también a senador José Peralta y al concejal Danny Dromm por la distinción que me hacen. Llevaré con orgullo toda la vida este homenaje que me hace la Feria Hispana Latina de Nueva York. Sé que nace de una generosidad y un aprecio genuinos. Lo recibo porque creo que lo merece esta multitud que me acompaña, la que habla cuando hablo, la que escribe cuando escribo: miles de seres vivos y muertos, visibles e invisibles.
Gracias a los que han creído en mi trabajo literario, a quienes lo han apoyado, a todos los que con gestos y palabras han asumido como suya esta empresa loca de un tipo empeñado en dejar su testimonio. Gracias, también, a los que hoy están aquí: a los autores y a los editores que van a presentar sus libros en estos días, a los académicos que contribuirán a dar profundidad a la reflexión, a los lectores, a todos los que piensan que la literatura es una de las manifestaciones más sublimes de la vida.

Me han sugerido que esta noche hable un poco de mis libros y que cuente mi historia. Puedo empezar por el final y decirles que mi patria es el lenguaje. He vivido el desarraigo, he habitado en las palabras y, para llegar aquí, he tenido, como todos ustedes, un largo y misterioso recorrido.
Mi nombre es Gustavo Arango. Soy el segundo de los tres hijos de Félix Arango, un vendedor de fantasías a quien mataron por saber demasiado, y de Nubia Toro, una mujer valiente que me enseñó desde niño a jugar con las palabras.
Nací y crecí en un pueblo esforzado y soberbio donde el dinero consiguió corromper a muchos. Soy de Medellín, el principal proveedor mundial de cocaína a finales del siglo pasado. De allí salía, con destino a este País del Sueño, el veneno que destruía voluntades y vidas. He cargado con el estigma de haber nacido en esa ciudad, y he vivido preguntándome, con mi querida Sor Juana, quién es más de culpar: “el que peca por la paga o el que paga por pecar”.
En esa ciudad donde el amor excesivo por la vida se transformó en desprecio por la vida ocurrió lo mejor que ha podido ocurrirme: descubrí desde niño mi inclinación por la literatura.
Los viernes de cada semana, el vendedor de fantasías llegaba a casa con un libro nuevo bajo el brazo. Yo lo veía llegar, orgulloso con su nueva adquisición, lo veía ponerla junto a otros libros en un estante de la sala, lo veía alejarse sin decir una palabra. Nunca me dijo que leyera. Sólo traía los libros a casa y los dejaba en el estante.
Dos consejos del vendedor de fantasías formaron mi carácter. Siempre me dijo que fuera “alguien en la vida” y que buscara la sabiduría. Yo ignoraba que me estaba poniendo tareas tan difíciles que una vida no alcanza para completarlas.
Tardé poco en morder el anzuelo de los libros que el vendedor de fantasías dejaba en el estante de la sala. La primera novela completa que leí fue Las aventuras de Tom Sawyer. Luego encontré a Julio Verne y la pasión por la lectura me abrasó. El mundo entero vino a visitarme. Ni la muerte, ni el tiempo ni la distancia eran obstáculos para escuchar con los ojos esas voces fascinantes, para escapar a otros mundos, para volver transformado.
A los veinticuatro años de edad–poco después de la muerte de mi padre– me fui de Medellín porque el desprecio por la vida me resultaba intolerable. Yo mismo llegué a sentir que mi vida carecía de sentido. Consideré la posibilidad del suicidio, pero al final escapé de la trampa. Los libros me habían enseñado que el mundo es más grande de lo que parece, que un muerto no cabe en el mundo, y que la mayor soberbia es creer que merecemos una estrella o una flor. Entre quitarme la vida y ser otro en otro lado, elegí lo segundo.
Encontré en Cartagena de Indias la dulzura del Caribe. Allí mi lengua se curó de aristas, se volvió melodía. En la vieja ciudad de los virreyes me propuse aprender a escribir. A la sombra de una arquitectura cargada de historias, respirando un aire que embriagaba, me di a la tarea de encontrar una voz propia.
Con el tiempo he pensado que los casi diez años que viví en Cartagena han sido los más felices de mi vida. Allí volví a amar la vida. Allí nacieron mis hijos. Allí fui profesor por primera vez. Allí escribí libros decisivos: mi primera novela y un libro biográfico sobre Gabriel García Márquez. Como periodista pude conocer con lujo de detalles las intrigas, los tejemanejes, de la vieja ciudad cortesana. Tuve contacto con todas las esferas sociales, fui testigo privilegiado de la historia. Pero también llegó el momento de dejar Cartagena de Indias. El ritmo del Caribe empezaba a arrullarme, a adormecerme y, si quería hacer una obra literaria digna de mis maestros, era preciso buscar nuevos horizontes.
Llegué al aeropuerto de Newark en la madrugada del 27 de diciembre de 1998, con una mujer, dos niños pequeños y una casa que había sido reducida a tres maletas. Recuerdo que, al salir a la noche de invierno, mi hija Valentina exclamó con su acento cartagenero: “Eerrda, qué frío”. Tenía seis años de edad y estaba entrando a su patria, recibía el helado saludo de un mundo que sería más suyo que el mundo que acababa de dejar. Por mi parte, después de haber sido periodista y profesor en Cartagena, volví a ser estudiante aquí en el País del Sueño. Volví a hacer tareas y a presentar exámenes; pasé noches enteras estudiando y haciendo largos viajes en tren y en auto.
Vine a este país por una suma de factores. Mi libro sobre García Márquez me ayudó a abrirme camino y encontré amigos generosos. La profesora Margarita Sánchez –quien hoy me acompaña– fue la primera en tenderme la mano. Nunca ha dejado de ayudarme. Con ella, mi deuda de gratitud es impagable. Susana Rotker y el escritor argentino Tomás Eloy Martínez también me ayudaron a encontrar un lugar en la academia. Gracias a ellos, la Universidad de Rutgers me dio una beca generosa para hacer mis estudios de maestría y doctorado. Así pude seguir creciendo como escritor y tener, además, el privilegio de enseñar mi lengua y las literaturas que se expresan a través de ella.
La tuve fácil y, sin embargo, no fue fácil. Después de haber sido editor de un periódico en Colombia, recorrí aquí las calles desiertas de la madrugada repartiendo periódicos para redondear el sueldo. “Eerrda, qué frío”. Estudiaba, trabajaba, era padre de dos hijos y en los segundos que me quedaban libres hacía literatura. Muchas veces me he caído del sueño en este País del Sueño.
No me quejo por las experiencias que he tenido. Todas, las buenas y las malas, me han hecho lo que soy. Sé que aquí mismo, en esta curiosa multitud de viernes por la noche, cada uno de ustedes podría contar una historia de coraje, de dificultades superadas, de grandes triunfos morales. Pero las estrecheces que he vivido me permiten entender el valor y los méritos de la comunidad que hoy me hace este reconocimiento.
Pocos meses después de llegar descubrí que mi voz había cambiado, que empezaba a recibir nuevos influjos: de las distintas variedades del español, de la proximidad beneficiosa del inglés, del ritmo del mundo, con sus gestos y estaciones. Fue aquí donde adquirí la conciencia de que mi voz es la suma de muchas voces. Me expreso en latín y griego, en árabe, hebreo y cartaginés, en cientos de otras lenguas africanas e indígenas, en fenicio y en inglés.
Vivir en el País del Sueño me ha permitido por fin verme a mí mismo como hispanoamericano. He empezado a sentir como propias las culturas mexicanas, caribeñas, ibéricas, andinas o las del cono sur. El contacto con lenguas y culturas ha enriquecido mi lenguaje. Soy las vidas de millones hilvanando palabras. Soy la nota de una canción milenaria que exalta la vida, que agradece el milagro del instante y se diluye en alegría.
No he perseguido la fama ni el éxito de ventas, pero soy  ambicioso. Aspiro a que mis libros se publiquen, se divulguen, puedan llegar a las manos de lectores capaces de apreciarlos. Y, como si eso fuera poco, aspiro a derrotar a la muerte convirtiéndome en lenguaje.
Hoy tengo el honor de recibir este homenaje que además está expresado en forma de metáfora. Cuando era muy niño, mi hijo Mateo me dijo algo maravilloso. Yo le había preguntado qué quería ser cuando grande y me respondió, sin pensar demasiado: “Quiero ser una puerta, para ver a la gente acercarse y entonces abrir”.
Las personas realmente libres aman los límites. Las puertas son la frontera entre dos espacios, son el símbolo de un encuentro y no debemos olvidar que cada encuentro nos transforma. Es un privilegio estar aquí, en los Estados Unidos, en este momento, los inicios del siglo XXI, abriendo puertas. Estamos en el centro de una historia de proporciones épicas. Hoy somos el segundo país del mundo con más hispanohablantes y en pocas décadas seremos el primero. Y es preciso que estemos a la altura de ese reto.
Hay mucho por hacer en muchos terrenos: en la educación –formando personas responsables y con criterio–, en los medios de comunicación –creando contenidos que respeten la inteligencia de la gente–, en la academia y en el sector editorial –promoviendo el aprecio por todas las literaturas, no sólo por las que tienen éxitos de ventas. Cada exponente de las distintas artes tiene un papel importante. Como escritores tenemos el deber de escribir bien y el de hacer una literatura que refleje la riqueza del encuentro. Hay que pensar en todo, trabajar mucho y hacer cada uno su tarea de la mejor manera.
Quiero aprovechar esta oportunidad para recordar que las puertas se abren siempre en dos direcciones. Toda búsqueda de aceptación y de reconocimiento implica también la aceptación y el reconocimiento de los otros. La defensa del español y de nuestras culturas no debe significar nunca un rechazo del inglés y de las muchas otras lenguas y culturas que conviven con nosotros aquí en el País del Sueño. Respetemos al otro, aprendamos del otro, y enseñémosle a apreciar nuestro valor y nuestra dignidad.
Cada nuevo idioma que aprendemos, cada cultura que acogemos en nuestro corazón, enriquecen nuestra vida, nos dan valores nuevos y amplían nuestra perspectiva. Amemos nuestras banderas, nuestros símbolos, nuestra literatura, pero no permitamos que nos separen de otros. No olvidemos que –antes de ser hispanos o latinos– somos seres humanos: misterios que miran el universo con ojos sorprendidos.
Hace veinticinco años dejé una ciudad donde la gente se había vuelto “desechable”. La violencia, el dolor y el desaliento habían estado a punto de destruirme. Pero el amor por la literatura me salvó.
También me salvó una multitud de seres que me han ayudado en el camino, que se han unido al coro con que expreso mi mensaje.
La lista completa sería enorme, ya he mencionado algunos, pero no quiero dejar de mencionar a otros que me han ayudado desde que vine al País del Sueño. Gracias a María Cristina Montoya, a Jacqueline Donado, a Susan Byrne, a Nadia Celis, a Carlos Raúl Narváez, a Luz Merlin Alzate, a Héctor Hernández Ayazo, a Miguel Falquez-Certain, a Nereo López Meza, a mi amada Gloria Virginia y a mi otra amada, en el más allá, Marilla Waite Freeman.
Gracias también a Tony Bedoya y a Rosita y Ofelia, mis tías abuelas.
El fin de semana pasado estuve visitando ésa que es la rama más antigua de mi tronco familiar.  Viven a pocas cuadras de aquí, vinieron al País del Sueño hace medio siglo y no sólo abrieron puertas, sino que las construyeron. Hablaba con ellos del homenaje que recibiría esta noche cuando Ofelia –una de las mujeres más hermosas e inteligentes que he conocido– lanzó al aire una pregunta que yo también me he hecho muchas veces:
“Cómo estaría Félix de contento”.
Mi padre, Félix Arango, el vendedor de fantasías, pagó por la publicación de mi primer libro de cuentos, cuando yo apenas tenía dieciocho años. Andaba con el libro por todos lados, se lo mostraba a todo aquel con quien se cruzaba, y era el ser más orgulloso de la tierra.
Ese fue mi único libro que mi padre conoció.
Desde entonces, cada vez que han salido publicados los otros libros –o cada vez que he recibido una distinción– me he venido haciendo la misma pregunta:
“Cómo estaría de contento”.
Ahora sé la respuesta a esa pregunta.
Está feliz. Está saltando de la dicha.
El vendedor de fantasías está vivo y yo soy su alegría.







jueves, 28 de agosto de 2014

Los pasillos de la libertad - La columna de Vivir en El Poblado



El vendedor de fantasías sabía lo que hacía. Cada semana llegaba con el nuevo tomo de la Biblioteca Básica Salvat, lo ponía en los estantes del multimueble y se ocupaba de otras cosas. Nunca me dijo que leyera, pero caí en la trampa. El primer libro que leí porque me dio la gana, sin que fuera una recomendación o una tarea, fue Las aventuras de Tom Sawyer. Elegir ese libro y recorrerlo ha sido uno de los actos más libres y decisivos de mi vida.

Estaba en quinto de primaria cuando intenté leer El otoño del patriarca. No llegué lejos en la lectura. Sólo entendí que unas vacas se comieron unas cortinas y se metieron a un balcón. Pero encontrar ese libro en la biblioteca, prestarlo y tratar de leerlo me hizo sentir libre, poderoso, conectado con las cosas de veras importantes que pasan en este mundo.

La bibliotecaria del bachillerato era joven, simpática, tenía un cuerpo y un rostro hermosos que me alborotaban las hor­mo­nas ya de por sí muy alborotadas. Me encantaba ir a leer a la biblioteca, atender sus sugerencias, mirarle más allá del escote esas pecosas preciosuras. Recuerdo que estaba rojo como un tomate cuando presté Todo lo que usted quería saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar. Pero ella fue compasiva y ese día me facilitó aquel duro trance.

La Biblioteca Pública Piloto era el cielo de los libros. Mi sección preferida era la 863, la de los libros de ficción. Algunos estantes los agoté metódico, como el de Julio Verne. Pero siempre me tomaba el tiempo para explorar por otros lados, para considerar títulos, para refinar el arte de saber con una hojeada si un libro es para mí. Si no quería que alguien supiera de mis intereses, leía el libro en la biblioteca. Pero, los llevara o no a casa, todos los libros eran míos y podía leerlos si quisiera y la vida me alcanzara.

Puedo escribir mi vida a partir de las bibliotecas en que “he vivido”. La Bartolomé Calvo, en Cartagena, donde encontré joyitas cuyo recuerdo aún me persigue. La Biblio­teca de Dou­glas, en Rutgers, donde la soledad era menos sola y dejaba de leer para contemplar en el ventanal la nieve que imponía su blancura copo a copo. La biblioteca de Firestone, en Princeton, con pasillos de anaqueles donde había libros que nadie había hojeado en siglos.

En la biblioteca de la universidad donde trabajo empie­zan a consultar a los profesores sobre la posibilidad de renunciar a los libros de papel y mudarse por completo a lo digital. Yo puse el grito en el cielo. Con mi inglés acentuoso me dediqué a hacer la defensa de uno de los pocos actos libres que nos quedan: recorrer los estantes de una biblioteca, dejarse inte­resar por un hallazgo. Algunos alegaron que lo mismo podía hacerse en los archivos electrónicos, pero el descubri­miento afortunado es menos mágico en esas redes donde cada click que damos nos encierra en perfiles y estadísticas. 

La Universidad Politécnica de la Florida acaba de inau­gurar la biblioteca sin libros de papel. Tiene bibliotecarios. Tiene catálogo electrónico. Su colección la componen 135 mil libros electrónicos. Pero su moderna arquitectura no ha desti­nado espacio para anaqueles. Para los que tardan en resignarse o adaptarse, la biblioteca tiene impresoras disponibles, pero recomiendan a los usuarios habituarse a leer en las pantallas. Los promotores de la idea están convencidos de que son unos pioneros. A mí me parece que son unos criminales.


Publicado en Vivir en El Poblado el 28 de agosto de 2014.




martes, 26 de agosto de 2014

Florencio en la pradera



   Nació en Bélgica porque sus padres andaban por esos lados. El señor Cortázar trabajaba con una misión comercial adscrita a la embajada argentina en Bruselas y allá fue a asomar la cabeza el escritor del que este año se celebra el centenario. Fue el 26 de agosto a las tres de la tarde. Llamarlo Julio, como su padre, habría sido suficiente; pero sus padres estaban tan contentos con esos ojos azules y eso cachetes sonrosados y esa boquita de sonrisa fácil que decidieron endilgarle el Florencio adicional. Pasó casi toda la vida queriendo borrar ese exceso de entusiasmo. Pero, como no hay nada oculto bajo el sol, el Florencio lo seguiría hasta el más allá.

   Con papá, mamá y hermanita estuvo en Suiza mientras pasaba el alboroto de la guerra. Si aceptamos creer la leyenda familiar, Florencio tenía dos años y medio cuando aprendió a leer con un juego de cubos. Casi ni sabía caminar cuando le leyó a su madre los titulares del periódico y a doña María Herminia Scott casi le da un infarto. Llevó al niño de inmediato donde el médico pensando cómo haría para criar un engendro tan ilustrado.

  Florencio tenía cuatro años cuando volvieron a la Argentina y su padre tomó las de Villadiego. Fue consciente del mundo en una casona de Banfield. Era el único hombrecito en un pequeño paraíso habitado por mujeres: su abuela, su madre, sus tías, su hermana, sus primas. Todo indica que los chicos solían divertirse viendo pasar los trenes y saludando a los fugaces pasajeros que se dignaban mirarlos. Florencio era un niño solitario. Hojeaba los libros de la biblioteca que había sido de su abuelo. Le gustaba esconderse debajo de las matas del jardín a mirar durante horas los insectos, a imaginar que por mirarlos se convertía en uno de ellos. También se subía en las ramas del sauce a leer y escribir poesías. En las noches se perdía en pensamientos con los ojos en la luna y las estrellas.

  A los nueve sufrió su primera decepción amorosa. Se las había arreglado para llegar temprano a la escuela y escribirle un poema en el pupitre a la niña de las trenzas. Pero la ingrata no le vio la gracia a ese gesto y lo denunció. Florencio lloró de humillación mientras borraba lo escrito y se propuso ahogarla en una novela cuando fuera escritor. Ignoraba que aquellos no serían los únicos problemas en que lo meterían sus palabras. En un futuro lejano no podría ni siquiera entrar a la Argentina por escribir lo que pensaba.

  Tuvo amigos, jugó fútbol, pero pronto comprendió que su afición por los libros lo separaba de ellos. No faltaba el que quisiera matonearlo por usar palabras raras. A los once había leído los ensayos de Montaigne, era un experto en Verne y con Poe había sentido unos horrores demenciales. Su madre le había dicho que no leyera a Edgar Allan, pero la prohibición lo alentó para buscar esos estímulos quizá demasiado fuertes para su imaginación. En las noches sufría pensando en lo que haría si lo enterraran vivo. Observando la ventana imaginaba las visitas de cuervos reiterativos. Mucho tiempo después traduciría al castellano esas historias que le abrieron las puertas del abismo.

  A los catorce escribió una novela como de treinta páginas. Es probable que aquella precursora de Rayuela hablara de mujeres imposibles y de caballeros despistados. Su madre guardó el cuaderno y nunca quiso entregárselo: temía que el muy autocrítico lo quemara. Doña María Herminia guardó tan bien esa joya que casi un siglo después todavía no ha sido encontrada. Aunque nada raro sería que un día nos dijeran que apareció.

   Por moda, por explotación mercantil de sus niveles superficiales, porque las dimensiones misteriosas de “sus figuras” están a salvo de lectores sin criterio, ha surgido toda una industria alrededor de sus cronopios y de su “toco tu boca...” (a propósito, si todos somos cronopios, ¿por qué el mundo está en manos de famas y de esperanzas?). Florencio es hoy en día el autor póstumo más prolífico de la literatura latinoamericana. Uno podría aventurar que tal vez estaba vivo cuando lo enterraron. Se han publicado más cosas suyas en los treinta años transcurridos desde su muerte que en sus casi setenta de vida. Es de suponer que lo primero que salió, después del 12 de febrero de 1984, lo dejó listo el difunto: El examen, Divertimento, Imagen de John Keats, Diario de Andrés Fava. Lo otro –cartas, clases, fotos, papeles inesperados– ha sido el fruto de la recursividad de sus albaceas: un amigo, la esposa del amigo y la primera esposa de Florencio, la que lo acompañó en la aventura de radicarse en París, la que estuvo a su lado cuando dijo: “Que me den un calmante” y al momento dejó de necesitarlo. Pero bueno, esas son críticas maliciosas y no hay que murmurar sobre los muertos ni especular sobre lo que habrían dicho si les hubieran preguntado. Mejor regresemos a la infancia.

  Tal era su obsesión con las palabras que cuando tenía fiebre –y Florencio era enfermizo, no por nada en sus libros abundan los hospitales– veía las palabras proyectadas contra el techo y las paredes. En medio del delirio las veía elevarse y perderse en el otro lado del otro lado de ningún lado. Pero Verne venía a rescatarlo, le hablaba del rayo verde, le quitaba la ceguera a la Strogoff y le mostraba el horizonte: lo invitaba a aventurarse en este mundo.

  Su primera aventura inolvidable, más allá de ese extra muro que era Banfield, fue un viaje a Buenos Aires. Desde el balcón de un décimo piso vio la noche apoderarse de todo, vio las luces encenderse como ascuas que despiertan con el viento. Aquel instante lo arrobó por un rato y se condensó en un poema:

Y la ciudad parece así, dormida
Una pradera nocturnal, florida
Por un millón de blancas margaritas

    Viviría otros cincuenta y cinco años. Sería profesor, traductor, axolotl, dibujante, fotógrafo, saboteador de la Gran Costumbre, casanova, gigante, pedante, vampiro, burgués, místico, francés, amante de los gatos, arrastrador de erres, experto en pasadizos y vehículos, comunista, cuentista, patafísico, activista, poeta, melómano, candidato al Nobel, habitante de hoteles, autonauta, dramaturgo y novelista. Llegaría a ser famoso y hasta símbolo de aquellos que no quieren que los sueños se les mueran con los años. Mucha gente lo amaría como si fuera cercano. Pero lo cierto es que muy poco de interés llegó a pasarle al buen Florencio tras aquella breve infancia de extrañas contemplaciones, de lecturas y de escritos atrevidos, de ilusiones y de enormes decepciones, de pavores y de dichas exaltadas, de praderas nocturnales y floridas.


jueves, 21 de agosto de 2014

La primera vez es para siempre


Por Wenceslao Triana
Uno podría contar la historia de su vida, y no omitir pasajes sustanciales, si sólo se ocupara de las primeras veces. No digo que las segundas o terceras sean insulsas; a veces resultan necesarias para extraer la esencia más profunda de ciertas experiencias. Es preciso volver una y otra vez sobre lo mismo para encontrar su forma más sublime y elevada. Pero hay en toda primera vez una mezcla de candor y de sorpresa, de miedo, intensidad y regocijo, que imprime en la memoria esos momentos, de manera que resulta muy difícil olvidarlos.
Tampoco pretendo decir que uno va por los días recordando a toda hora su bagaje de primicias. A veces pasan años, en ocasión se escurren vidas sin volver a esos momentos iniciales en que todo es más vivo, más urgente.
De hecho, la memoria tiende trampas y a veces se propone escamotearnos la emoción, nos ofrece un bosquejo rutinario de lo que ocurrió hace mucho. Pero a pesar de esas desgracias del tiempo y el olvido, creo que casi todo el mundo está de acuerdo en que las primeras veces son las que hacen de nosotros lo que finalmente vamos siendo.
 Hace muchos años vi una película que hablaba de ese tema. Era la historia de un detective de muchísima experiencia que recuerda, de repente, el momento en que por primera vez tuvo que matar a alguien. Jamás he olvidado el título de esa película: “First time is forever”. En español se llamaría más o menos: “La primera vez es para siempre” y, a pesar de que espero no llegar a vivir una primera vez como esa (quiero irme de este mundo sin saber lo que es matar), siento que esa película atrapó con poesía la importancia de esos hechos que marcan nuestras vidas de una vez y “para siempre”.
Sé que no sería lo que soy si el primer beso que di hubiera sido de otro modo. Creo que sería una persona muy distinta si mi primer gran amor hubiera sido otro, si hubiera conocido la muerte en otro rostro, si me hubiera perdido en los abismos del deseo abrazando a otra mujer.
Las primicias nos llegan en tamaños tan diversos que algunas veces requieren de nosotros una atención especial. Es difícil recordar, por ejemplo, trivialidades como el día que por primera vez bailamos o cantamos bajo la lluvia, o la noche que descubrimos que ya nada en el mundo podría asustarnos demasiado. Pero estoy casi seguro de que existe un lugar del corazón donde reposan, vivas e inevocables, todas esas primeras veces.
Es posible que muchos no presten atención a sus primeras veces. Yo mismo he notado que algunos pasajes de mi vida los viví en forma tan distraída que ni siquiera observé su carga de novedad. Pero hay algo que he podido comprender, al llegar a esta senectud escandalosa: que la novedad nunca termina, que uno es el que deja de apreciarla. Cuando creemos que ya no puede haber nada nuevo, nada que pueda sorprendernos, nada que nos devuelva la sensación de intensidad, lo que ha cambiado no es el mundo sino nosotros.
Aquel que ha dejado de notar la novedad que le ofrece cada día, es alguien que ha empezado a morir un poco. Este mismo día de lluvia en el que escribo me regala, tal vez sin que yo pueda discernirlo, algunos hechos que jamás había vivido.





jueves, 14 de agosto de 2014

Pensándolo bien - La columna de Vivir en El Poblado.



Pensamos que pensamos, pero pensándolo bien es muy poco lo que de veras pensamos. La vida se nos escapa en actos irracionales. Viajamos por el mundo enceguecidos por pre­jui­cios, por creencias infundadas, por supersticiones primitivas y por todas las mentiras que nos han inoculado.

Creemos, por ejemplo, en las estadísticas. Si alguien nos dice que en un restaurante hay un grupo de personas cuya fortuna promedio es de mil millones de dólares, imaginamos las mansiones de ese montón de magnates. A nadie se le ocurre que Bill Gates pueda comerse una empanada. Lo mismo ocurre con las encuestas. Tenemos la tendencia a creer que las encues­tas reflejan la realidad y acomodamos nuestras decisio­nes para no quedar fuera de las mayorías.

Porque somos animales muy gregarios. Nada altera tanto nuestro juicio como lo que “todos” dicen. Por eso es que los medios son tan ubicuos y prósperos. Su función consiste en manipular hechos y datos para inventar la “verdad absoluta” de las mayorías. Olvidamos que, si cien millones de personas dicen una estupidez, no por eso deja de ser una estupidez.

Creemos con reverencia en el sofisma del éxito. Pensamos que, si ponemos a los bebés a dar pataditas desde el vientre, si les enseñamos a caminar a los tres días y a cabecear a los seis, llegarán de manera inevitable al Barcelona o al Real Madrid (y podremos vivir de su fortuna). Se nos olvida que por cada James o Messi que llega a esas alturas hay miles de descala­brados, frustrados, explotados o vendiéndoles empana­das a los magnates.

Sobrestimamos lo que somos. Vamos por el mundo narrando un poema épico en el que somos protagonistas. Las estrellas se alinean para nosotros. El mundo entero nos está observando. Nuestra vida parece una coherente narrativa en la que cada hecho está predestinado.

Somos expertos en hacer predicciones del pasado. Cuando todo ha ocurrido, nos fascina esgrimir el “se los dije”. “Les dije que nos iban a robar el partido”. “Les dije que iba a ocurrir esa catástrofe”. Pero si nos preguntan lo que ocurrirá mañana, pre­fe­­rimos esperar hasta la próxima semana para manifes­tarnos.
Vivimos apegados a basuras. Nos cuesta deshacernos de esa relación, de esa carrera, de armatostes que nunca usamos, porque invertimos tanto tiempo, energía, dinero, emociones, que nos parece preferible seguir con ese lastre.

Somos peces que mueren por la boca. Mordemos día a día los anzuelos que nos ponen. Creemos en políticos. Pensamos que el vestido rebajado está de verdad barato. Creemos que el best seller es buen libro. Corremos a comprar la mercancía que, según dice el aviso, “se está agotando”.

Somos esclavos de nuestras emociones. Nos da pavor quemar las naves. Somos caballos cocheros y casi nunca vemos las opciones que tenemos. Nos entregamos dóciles a manipu­ladores expertos. Somos animales atontados por colores vistosos y por cortinas de humo. Las formas del calendario nos hacen creer en la mentira de que podemos reco­menzar. Cree­mos que planear de manera exhaustiva asegura resul­tados. Atribuimos lo que ocurre a una sola causa.


La lista de nuestros errores de juicio parece intermi­nable. La escribió Rolf Dobelli en su libro, The Art of Thinking Clearly. En resumen, la idea es que controlamos poco y estamos some­tidos al capricho del azar. Nuestra esperanza consiste en conocer las ligerezas a las que somos propensos. Pero algo me dice que en el libro hay un gato encerrado. Tendré que pensar en el asunto para acabar de entender.



Publicado en Vivir en El Poblado el 14 de agosto de 2014.





domingo, 3 de agosto de 2014

La mantis religiosa


La vida admite definiciones variadas: es un sueño, una sala de espera, un infierno, un regalo, una trampa. Si a eso le sumamos que cada vida es distinta, las posibilidades son infinitas. Para mí, por ejemplo, la vida ha sido encontrar en el mundo las imágenes del álbum de chocolatinas. Buena parte del conocimiento que tengo del mundo se lo debo a ese álbum. Gracias a la aspiración de llenarlo viajé por las eras geológicas, conozco lo trivial y extravagante de los reinos de la naturaleza, y hasta me muevo con soltura por el sistema solar. Pensaba que ese álbum sería eterno, que acompañaría a la humanidad hasta su extinción, que siempre habría niños tratando de llenarlo; pero hace poco descubrí que el álbum había sido suplantado por un mediocre compendio de animales. Nunca llené el álbum. Cuando lo estaban terminando, las láminas más difíciles empezaron a hacerse disponibles. Recuerdo haber tenido en mis manos el jabalí y la rana marsupial, después de haberlas esperado tanto, y el final de la espera resultó deprimente.




Pero la muerte del álbum de chocolatinas no le quita sus méritos, su capacidad para marcar vidas. Recuerdo que en segundo de primaria sorprendí a mi profesor de ciencias con mi erudición cuando pidió un ejemplo de piedra preciosa y levanté la mano y le dije: “Lapislázuli”. Debió preguntarse de qué planeta venía ese pequeño monstruo sabihondo, disimuló el desconcierto y pasó a otro tema. Después supe que el lapislázuli era una piedra semipreciosa, pero no he dejado de pensar que su nombre es una preciosidad. Con el tiempo me fueron llegando ocasiones de encontrar otras láminas. He visto lluvias de estrellas y estegosaurios, he visitado las cataratas del Niágara y he creído entender las peculiaridades del Pleistoceno. En el traspatio de mi casa hay castores y ciervos y pájaros carpinteros. Otras láminas me faltan. Espero, por ejemplo, no morirme sin haber visto las milenarias sequoias, esos árboles gigantes que viven miles de años.

Pero lo cierto es que no podría explicar mi perspectiva de la vida sin la ayuda de algunas láminas del álbum. La mantis religiosa me intrigó desde el primer instante. Fue amor a primera vista. Esa ramita escuálida, entregada a la oración, me ha parecido una de las cosas más raras que hay en el mundo. Con los años me he convertido en algo así como un experto. He sabido que en el momento de copular, la mantis hembra se come la cabeza del macho para obligarlo a quedarse. Superado el desconcierto con la noticia, pensé que esa rareza del reino animal explicaba muy bien la metáfora común al hablar de enamorados que pierden la cabeza. He conocido también las distintas variedades, desde la oscura y sórdida mantis rastrojo hasta la mantis orquídea, tan hermosa que da ganas de llorar.

 


Hace poco, en el insectario de Piedras Blancas, pude saber algo nuevo sobre la mantis. Con gesto inexpresivo y rutinario, la guía del lugar dijo que la mantis religiosa se come a las mariposas, las devora lentamente y las disfruta, pero sólo mientras su alimento tiene vida.  Cuando la mariposa muere, le deja de interesar. Al principio me sentí escandalizado. Pensé que ese hecho era una nueva ironía que rodeaba a la más cruel de las criaturas de este mundo. Volví a dudar de la justeza de su nombre. Pero luego, después de unos minutos, pude al fin sosegarme y pensar que, quizá, después de todo, la mantis religiosa tiene muy bien puesto el nombre, pues de todas las criaturas de este mundo es aquella que más aprecia la vida.


Medellín, agosto de 2011

Texto publicado originalmente en el periódico Centrópolis