Texto leído en el homenaje recibido durante la
Séptima Feria Hispana/Latina de Nueva York, Octubre de 2013.
El evento tendrá su octava versión del 10 al 12 de octubre,
con un homenaje a la escritora Carmen Boullosa, de México.
Quiero agradecer al Centro Cultural Hispano/Latino de
Nueva York, a su presidente Fausto Rodríguez, al comité organizador de la Feria
y, muy especialmente, a Juan Nicolás Tineo, por el honor que hoy me conceden.
Agradezco también a senador José Peralta y al concejal Danny Dromm por la
distinción que me hacen. Llevaré con orgullo toda la vida este homenaje que me
hace la Feria Hispana Latina de Nueva York. Sé que nace de una generosidad y un
aprecio genuinos. Lo recibo porque creo que lo merece esta multitud que me
acompaña, la que habla cuando hablo, la que escribe cuando escribo: miles de
seres vivos y muertos, visibles e invisibles.
Gracias a los que han creído en mi trabajo literario, a
quienes lo han apoyado, a todos los que con gestos y palabras han asumido como
suya esta empresa loca de un tipo empeñado en dejar su testimonio. Gracias,
también, a los que hoy están aquí: a los autores y a los editores que van a
presentar sus libros en estos días, a los académicos que contribuirán a dar
profundidad a la reflexión, a los lectores, a todos los que piensan que la
literatura es una de las manifestaciones más sublimes de la vida.
Me han sugerido que esta noche hable un poco de mis
libros y que cuente mi historia. Puedo empezar por el final y decirles que mi patria
es el lenguaje. He vivido el desarraigo, he habitado en las palabras y, para
llegar aquí, he tenido, como todos ustedes, un largo y misterioso recorrido.
Mi nombre es Gustavo Arango. Soy el segundo de los tres
hijos de Félix Arango, un vendedor de fantasías a quien mataron por saber
demasiado, y de Nubia Toro, una mujer valiente que me enseñó desde niño a jugar
con las palabras.
Nací y crecí en un pueblo esforzado y soberbio donde el
dinero consiguió corromper a muchos. Soy de Medellín, el principal proveedor
mundial de cocaína a finales del siglo pasado. De allí salía, con destino a
este País del Sueño, el veneno que destruía voluntades y vidas. He cargado con
el estigma de haber nacido en esa ciudad, y he vivido preguntándome, con mi
querida Sor Juana, quién es más de culpar: “el que peca por la paga o el que
paga por pecar”.
En esa ciudad donde el amor excesivo por la vida se
transformó en desprecio por la vida ocurrió lo mejor que ha podido ocurrirme:
descubrí desde niño mi inclinación por la literatura.
Los viernes de cada semana, el vendedor de fantasías
llegaba a casa con un libro nuevo bajo el brazo. Yo lo veía llegar, orgulloso
con su nueva adquisición, lo veía ponerla junto a otros libros en un estante de
la sala, lo veía alejarse sin decir una palabra. Nunca me dijo que leyera. Sólo
traía los libros a casa y los dejaba en el estante.
Dos consejos del vendedor de fantasías formaron mi
carácter. Siempre me dijo que fuera “alguien en la vida” y que buscara la
sabiduría. Yo ignoraba que me estaba poniendo tareas tan difíciles que una vida
no alcanza para completarlas.
Tardé poco en morder el anzuelo de los libros que el
vendedor de fantasías dejaba en el estante de la sala. La primera novela
completa que leí fue Las aventuras de Tom Sawyer. Luego encontré a Julio Verne
y la pasión por la lectura me abrasó. El mundo entero vino a visitarme. Ni la
muerte, ni el tiempo ni la distancia eran obstáculos para escuchar con los ojos
esas voces fascinantes, para escapar a otros mundos, para volver transformado.
A los veinticuatro años de edad–poco después de la muerte
de mi padre– me fui de Medellín porque el desprecio por la vida me resultaba
intolerable. Yo mismo llegué a sentir que mi vida carecía de sentido. Consideré
la posibilidad del suicidio, pero al final escapé de la trampa. Los libros me
habían enseñado que el mundo es más grande de lo que parece, que un muerto no
cabe en el mundo, y que la mayor soberbia es creer que merecemos una estrella o
una flor. Entre quitarme la vida y ser otro en otro lado, elegí lo segundo.
Encontré en Cartagena de Indias la dulzura del Caribe.
Allí mi lengua se curó de aristas, se volvió melodía. En la vieja ciudad de los
virreyes me propuse aprender a escribir. A la sombra de una arquitectura
cargada de historias, respirando un aire que embriagaba, me di a la tarea de
encontrar una voz propia.
Con el tiempo he pensado que los casi diez años que viví
en Cartagena han sido los más felices de mi vida. Allí volví a amar la vida.
Allí nacieron mis hijos. Allí fui profesor por primera vez. Allí escribí libros
decisivos: mi primera novela y un libro biográfico sobre Gabriel García
Márquez. Como periodista pude conocer con lujo de detalles las intrigas, los
tejemanejes, de la vieja ciudad cortesana. Tuve contacto con todas las esferas
sociales, fui testigo privilegiado de la historia. Pero también llegó el
momento de dejar Cartagena de Indias. El ritmo del Caribe empezaba a
arrullarme, a adormecerme y, si quería hacer una obra literaria digna de mis
maestros, era preciso buscar nuevos horizontes.
Llegué al aeropuerto de Newark en la madrugada del 27 de
diciembre de 1998, con una mujer, dos niños pequeños y una casa que había sido
reducida a tres maletas. Recuerdo que, al salir a la noche de invierno, mi hija
Valentina exclamó con su acento cartagenero: “Eerrda, qué frío”. Tenía seis
años de edad y estaba entrando a su patria, recibía el helado saludo de un
mundo que sería más suyo que el mundo que acababa de dejar. Por mi parte,
después de haber sido periodista y profesor en Cartagena, volví a ser
estudiante aquí en el País del Sueño. Volví a hacer tareas y a presentar
exámenes; pasé noches enteras estudiando y haciendo largos viajes en tren y en
auto.
Vine a este país por una suma de factores. Mi libro sobre
García Márquez me ayudó a abrirme camino y encontré amigos generosos. La
profesora Margarita Sánchez –quien hoy me acompaña– fue la primera en tenderme
la mano. Nunca ha dejado de ayudarme. Con ella, mi deuda de gratitud es
impagable. Susana Rotker y el escritor argentino Tomás Eloy Martínez también me
ayudaron a encontrar un lugar en la academia. Gracias a ellos, la Universidad
de Rutgers me dio una beca generosa para hacer mis estudios de maestría y
doctorado. Así pude seguir creciendo como escritor y tener, además, el
privilegio de enseñar mi lengua y las literaturas que se expresan a través de
ella.
La tuve fácil y, sin embargo, no fue fácil. Después de
haber sido editor de un periódico en Colombia, recorrí aquí las calles
desiertas de la madrugada repartiendo periódicos para redondear el sueldo.
“Eerrda, qué frío”. Estudiaba, trabajaba, era padre de dos hijos y en los
segundos que me quedaban libres hacía literatura. Muchas veces me he caído del
sueño en este País del Sueño.
No me quejo por las experiencias que he tenido. Todas, las
buenas y las malas, me han hecho lo que soy. Sé que aquí mismo, en esta curiosa
multitud de viernes por la noche, cada uno de ustedes podría contar una
historia de coraje, de dificultades superadas, de grandes triunfos morales.
Pero las estrecheces que he vivido me permiten entender el valor y los méritos
de la comunidad que hoy me hace este reconocimiento.
Pocos meses después de llegar descubrí que mi voz había
cambiado, que empezaba a recibir nuevos influjos: de las distintas variedades
del español, de la proximidad beneficiosa del inglés, del ritmo del mundo, con
sus gestos y estaciones. Fue aquí donde adquirí la conciencia de que mi voz es
la suma de muchas voces. Me expreso en latín y griego, en árabe, hebreo y
cartaginés, en cientos de otras lenguas africanas e indígenas, en fenicio y en
inglés.
Vivir en el País del Sueño me ha permitido por fin verme
a mí mismo como hispanoamericano. He empezado a sentir como propias las
culturas mexicanas, caribeñas, ibéricas, andinas o las del cono sur. El
contacto con lenguas y culturas ha enriquecido mi lenguaje. Soy las vidas de
millones hilvanando palabras. Soy la nota de una canción milenaria que exalta
la vida, que agradece el milagro del instante y se diluye en alegría.
No he perseguido la fama ni el éxito de ventas, pero
soy ambicioso. Aspiro a que mis libros
se publiquen, se divulguen, puedan llegar a las manos de lectores capaces de
apreciarlos. Y, como si eso fuera poco, aspiro a derrotar a la muerte
convirtiéndome en lenguaje.
Hoy tengo el honor de recibir este homenaje que además
está expresado en forma de metáfora. Cuando era muy niño, mi hijo Mateo me dijo
algo maravilloso. Yo le había preguntado qué quería ser cuando grande y me
respondió, sin pensar demasiado: “Quiero ser una puerta, para ver a la gente
acercarse y entonces abrir”.
Las personas realmente libres aman los límites. Las
puertas son la frontera entre dos espacios, son el símbolo de un encuentro y no
debemos olvidar que cada encuentro nos transforma. Es un privilegio estar aquí,
en los Estados Unidos, en este momento, los inicios del siglo XXI, abriendo
puertas. Estamos en el centro de una historia de proporciones épicas. Hoy somos
el segundo país del mundo con más hispanohablantes y en pocas décadas seremos
el primero. Y es preciso que estemos a la altura de ese reto.
Hay mucho por hacer en muchos terrenos: en la educación
–formando personas responsables y con criterio–, en los medios de comunicación
–creando contenidos que respeten la inteligencia de la gente–, en la academia y
en el sector editorial –promoviendo el aprecio por todas las literaturas, no
sólo por las que tienen éxitos de ventas. Cada exponente de las distintas artes
tiene un papel importante. Como escritores tenemos el deber de escribir bien y
el de hacer una literatura que refleje la riqueza del encuentro. Hay que pensar
en todo, trabajar mucho y hacer cada uno su tarea de la mejor manera.
Quiero aprovechar esta oportunidad para recordar que las
puertas se abren siempre en dos direcciones. Toda búsqueda de aceptación y de
reconocimiento implica también la aceptación y el reconocimiento de los otros.
La defensa del español y de nuestras culturas no debe significar nunca un
rechazo del inglés y de las muchas otras lenguas y culturas que conviven con
nosotros aquí en el País del Sueño. Respetemos al otro, aprendamos del otro, y
enseñémosle a apreciar nuestro valor y nuestra dignidad.
Cada nuevo idioma que aprendemos, cada cultura que
acogemos en nuestro corazón, enriquecen nuestra vida, nos dan valores nuevos y
amplían nuestra perspectiva. Amemos nuestras banderas, nuestros símbolos,
nuestra literatura, pero no permitamos que nos separen de otros. No olvidemos
que –antes de ser hispanos o latinos– somos seres humanos: misterios que miran
el universo con ojos sorprendidos.
Hace veinticinco años dejé una ciudad donde la gente se
había vuelto “desechable”. La violencia, el dolor y el desaliento habían estado
a punto de destruirme. Pero el amor por la literatura me salvó.
También me salvó una multitud de seres que me han ayudado
en el camino, que se han unido al coro con que expreso mi mensaje.
La lista completa sería enorme, ya he mencionado algunos,
pero no quiero dejar de mencionar a otros que me han ayudado desde que vine al
País del Sueño. Gracias a María Cristina Montoya, a Jacqueline Donado, a Susan
Byrne, a Nadia Celis, a Carlos Raúl Narváez, a Luz Merlin Alzate, a Héctor
Hernández Ayazo, a Miguel Falquez-Certain, a Nereo López Meza, a mi amada
Gloria Virginia y a mi otra amada, en el más allá, Marilla Waite Freeman.
Gracias también a Tony Bedoya y a Rosita y Ofelia, mis
tías abuelas.
El fin de semana pasado estuve visitando ésa que es la
rama más antigua de mi tronco familiar.
Viven a pocas cuadras de aquí, vinieron al País del Sueño hace medio
siglo y no sólo abrieron puertas, sino que las construyeron. Hablaba con ellos
del homenaje que recibiría esta noche cuando Ofelia –una de las mujeres más
hermosas e inteligentes que he conocido– lanzó al aire una pregunta que yo
también me he hecho muchas veces:
“Cómo estaría Félix de contento”.
Mi padre, Félix Arango, el vendedor de fantasías, pagó
por la publicación de mi primer libro de cuentos, cuando yo apenas tenía
dieciocho años. Andaba con el libro por todos lados, se lo mostraba a todo
aquel con quien se cruzaba, y era el ser más orgulloso de la tierra.
Ese fue mi único libro que mi padre conoció.
Desde entonces, cada vez que han salido publicados los
otros libros –o cada vez que he recibido una distinción– me he venido haciendo
la misma pregunta:
“Cómo estaría de contento”.
Ahora sé la respuesta a esa pregunta.
Está feliz. Está saltando de la dicha.
El vendedor de fantasías está vivo y yo soy su alegría.