A propósito de lo que se recuerda el 12 de octubre, aquí va un abrebocas de Santa María del Diablo: La delirante y triste historia de la primera ciudad española en Tierra Firme.
Publicada por Ediciones B, en su colección de Novela Histórica, Santa María del Diablo estará en librerías la primera semana de noviembre.
Escudo de armas de Santa María de la Antigua del Darién.
Jerónimo de Aguilar
Por Gustavo Arango
A principios de
1519, llegó a la isla de Cozumel, cerca de Yucatán, una expedición al comando de
don Hernán Cortés. Por las conversaciones con los indios, Cortés pudo entender
que en Tierra Firme, no lejos de allí, había hombres extranjeros de piel pálida
y barbas largas. Conjeturó que aquellos hombres eran castellanos perdidos, y
les escribió una carta en la que les decía quién era, qué buscaba y a dónde
iba. Agregó que quería ponerlos en libertad pero que, por la costa tan mala, no
podía hacerlo con toda la armada. Les pidió que regresaran con los indios
mensajeros a Cozumel, en un navío que les enviaría hasta la costa. Para que los
otros indios no vieran la carta, la escondió entre los cabellos de uno de los
mensajeros que tenía trenzas largas.
El capitán Diego
de Ordaz partió con veinte ballesteros, llevó a los emisarios hasta la costa y
les dijo que esperaría allí ocho días a que volvieran con los extranjeros. Al
cumplirse el plazo, nadie había aparecido, y Ordaz ordenó que regresaran a
Cozumel. Pocos días después llegaron al campamento en una canoa cuatro hombres
en carnes, los cabellos trenzados y revueltos, y con arcos y flechas. Uno de
los capitanes de Cortés acometió a los recién llegados, y tres de los indios
intentaron regresar a la costa, pero el cuarto los tranquilizó y habló luego a
los castellanos en su lengua.
“Señores,
cristiano soy”.
Cuando los hombres
de Cortés lo reconocieron como uno de los suyos, el hombre blanco, ataviado
como indio, cayó de rodillas y se echó a llorar. Preguntó si era miércoles y,
cuando se lo confirmaron, soltó una carcajada sin interrumpir el llanto. Les
rogó a los que allí estaban que dieran gracias a Dios porque le había puesto de
nuevo entre los cristianos. Andrés de la Tapia lo abrazó, y todos los demás
hicieron lo mismo y lo consolaron. Llegados los indios a la presencia de
Cortes, éste tardó en saber cuál era el castellano, porque su piel quemada no
era distinta de la piel de los otros e iba trasquilado a manera de esclavo.
Llevaba en la mano un arco y, en los hombros, un carcaj con flechas y una red
con comida. Él y sus compañeros untaron de saliva la mano derecha, la pusieron
en el suelo y luego en el corazón. Era el signo de reverencia y acatamiento que
usaban en esas tierras con los príncipes y señores, dando a entender que se
humillaban ante ellos como la tierra que pisaban.
Cortés estaba
ansioso por conocer la historia del indio castellano. Quiso abrigarlo con una
capa, pero él la rechazó amable. Dijo llamarse Jerónimo de Aguilar, natural de
Elcija, en Andalucía. Descubrieron que era pariente del licenciado Marco de
Aguilar, a quien Cortés había conocido en La Española. Le preguntaron si sabía
leer y escribir, y él respondió que sí. Extrajo un viejo breviario, y explicó
que con él había llevado la cuenta de los días. Cortés mandó darle de comer y de beber, pero él rechazó el
ofrecimiento. Explicó que ya había perdido la costumbre de la comida de los
españoles, y que le estragaría el estómago. Contó que era ordenado de evangelio,
y que por eso nunca quiso casarse, a pesar de que los indios le insistieron en
que tomara esposa.
Cortés mandó que
lo vistiesen, pero Aguilar dijo que ya estaba habituado a andar desnudo. Contó
que había venido a las Indias en uno de los viajes de Colón y que después
acompañó a Diego de Nicuesa en su expedición a Tierra Firme. En febrero de
1511, después de haber pasado muchas penurias en Veragua, los pocos
sobrevivientes de la expedición de Nicuesa habían terminado en Santa María.
Describió la ciudad del Darién como un hermoso caserío entre colinas fértiles,
al lado de un río de aguas diáfanas. Allí los castellanos y los indios habían
aprendido a convivir en armonía y cordialidad. Salvo por algunas diferencias
entre las gentes del pueblo, todos vivían contentos. Los colonos trabajaban en
las minas y en las granjas, y en las noches departían entre juegos y música. Todos
los domingos iban a misa. Al lado de los padres Andrés de Vera y Pedro Sánchez,
había ayudado a levantar la iglesia y había catequizado y bautizado a muchos
indios. Cuando Aguilar estaba en Santa María, se tuvieron por primera vez
noticias de la existencia del Mar del Sur y de los reinos dorados junto a sus
costas. Los colonos vivían bien, soñando con las riquezas que los estaban
esperando. Lo único que necesitaban era más hombres, para emprender la
expedición. Aguilar salió de Santa María en el viaje de Juan de Valdivia a La
Española. Partieron el 11 de enero de 1512, pero jamás llegaron a su destino.
Siete años más
tarde, con el testimonio de Aguilar, se tenía por fin noticia cierta de lo que
había ocurrido. En Santa María pensaron que Valdivia había escapado con el oro
que Balboa y otros colonos le enviaron al Rey. Habían naufragado cerca de Cuba.
Los pocos que sobrevivieron fueron a dar a las costas que quedaban al Norte de
Veragua, en una zona rica en yucas, llamada Yucatán. Allí los indios los habían
engordado para comérselos. Jerónimo de Aguilar y Gonzalo de Guerrero huyeron en
una noche oscura, estando ya la tribu sosegada, y encontraron refugio en una poblado
rival de los caníbales.
Aguilar contó que
el cacique Taxmar lo tuvo como esclavo por tres años. Fue obligado a cargar
leña, agua y pescado, y tenía que obedecer lo que cualquier indio del pueblo le
ordenara. Aun si estaba comiendo, debía interrumpirse para hacer lo que pedían.
Por su obediencia y diligencia, se ganó la simpatía de todos. Taxmar decidió
mejorar la posición de Aguilar en la tribu, y trató de que tomara esposa entre
sus hijas. Pero Aguilar se negaba, procurando no ofender. Una vez lo habían
enviado a pescar a un río cercano, en compañía de una india hermosa, de catorce
años, quien tenía instrucciones de seducirlo. Como debían esperar al amanecer,
que era el mejor momento para la pesca, la india colgó la única hamaca que les
asignaron, se echó con una manta y empezó a llamar a Aguilar y a pedirle que se
acostara con ella. Habló con voz dulce y quejumbrosa. Dijo que tenía frío, y le
pidió que la abrazara. Pero Aguilar estaba decidido a cumplir con su voto de
castidad. Se puso de rodillas y empezó a combatir con oraciones la terrible
tentación. La impúdica damisela siguió empleando ardides y zalamerías
luciferinas para quebrantar la voluntad de su acompañante. Cuando vio que no
podía vencerlo con cantos de sirena e incitaciones cordiales, se dedicó a
insultarlo irritada, a hacer burla de su hombría, a herir su amor propio y sus
sentimientos. Pero Aguilar siguió orando de rodillas en la arena. Al otro día,
completada la pesca, regresaron al poblado. La muchacha refirió lo ocurrido, y
el jefe de la tribu desistió de la idea de casarlo. Pero, como le tenía mucha
estima, le confió la guardia de su casa y de sus esposas, sus hijas y toda la
servidumbre.
Todos amaban y
respetaban a Aguilar. En una ocasión, había un grupo de indios practicando tiro
con flechas y uno de ellos le dijo:
“Aguilar, ponte
ahí, que queremos ver si podemos atinarte en los ojos”.
“Soy tu esclavo”,
respondió. “Puedes hacer conmigo lo que quieras. Pero no creo que quieras
perder un esclavo como yo, que tan bien te servirá en lo que mandares”.
El indio soltó
una risotada. Le dijo que aquello era otra prueba que Taxmar había pedido que
le hicieran. Como su amo estaba enemistado con otros caciques de la comarca, un
día Aguilar se ofreció para participar en los combates. El cacique mandó darle
rodelas y macanas, arcos y flechas. Al ver la fuerza y determinación del
gigante blanco, los adversarios se llenaron de miedo. Era tan exitoso en la
batalla que ningún indio se atrevía a enfrentarlo. Uno de los vecinos de Taxmar
le dijo al cacique que los dioses estaban enojados con él, por albergar a
Aguilar, y que debía sacrificarlo. Taxmar dijo que no pensaba pagar mal a quien
tan bien le servía, y que no creía que los dioses miraran con malos ojos a
quien tanto favorecían.
Por esos días la
carta de Cortés llegó a manos de Jerónimo de Aguilar, quien sintió una enorme
alegría. El diácono leyó la carta al jefe de la tribu y le ponderó el poderío
de los españoles que estaban cerca y querían llegarse a esas tierras. El
cacique quedó espantado y admirado del modo en que se entendían los ausentes.
Aguilar hizo seguir el mensaje de Cortés a Gonzalo Guerrero, quien estaba en la
vecina población de Chetemal, donde ya era jefe indio y tenía varias mujeres y
muchos hijos. Guerrero tenía la piel tatuada y la nariz perforada. Se sentía
satisfecho con la vida que llevaba, y declinó la invitación a seguir a las
toldas de Cortés. Como Guerrero no aparecía, Aguilar pidió permiso a Taxmar
para marcharse. El cacique se llenó de tristeza, pero él y todos en la tribu
estuvieron de acuerdo en respetar su decisión. Fue entonces cuando Aguilar
salió con los otros tres indios hacia Cozumel.
Cortés decidió
ponerlo al tanto de lo acontecido desde su naufragio. Le contó que él mismo
pudo haber sido parte de la historia de Santa María, pues estuvo a punto de
embarcarse con la expedición de Alonso de Ojeda que partió de La Española, en
noviembre de 1509, a tomar posesión de la gobernación de Nueva Andalucía.
Cortés no pudo viajar, a causa de una dolencia en una pierna, que lo tenía
inutilizado. Entre los hombres de Cortés que recibieron a Jerónimo de Aguilar
en Cozumel había uno que vivió cuatro años en la capital del Darién. Su nombre
era Bernal Díaz del Castillo, y era natural de Medina del Campo. Bernal Díaz
contó a Aguilar detalles de lo acaecido en aquella villa, después de su partida
con Valdivia. Le dio noticias de la enorme expedición, comandada por Pedrarias
Dávila, que llegó a Santa María en junio de 1514. Le habló de las expectativas
de los viajeros y de la decepción cuando no encontraron los castillos, ni los
reinos de esplendor que habían imaginado, sino incomodidades y trabajos, y un
clima difícil de sobrellevar. Contó cómo las pestilencias dieron cuenta de
muchos de los recién llegados. Describió aquel tormento alucinante de la peste
de modorra. Habló de la tortura de los mosquitos y de las llagas que se
formaban en todas partes del cuerpo. También reveló detalles de las diferencias
entre el gobernador Pedrarias y el hidalgo Vasco Núñez de Balboa, hombre rico y
antiguo líder de Santa María. Dijo Bernal Díaz que Pedrarias casó a Balboa con
una hija suya que se decía doña Fulana Arias de Peñalosa, y luego mandó
degollar a su yerno por sospechas de que se quería alzar con unos soldados para
irse por la Mar del Sur. Las arbitrariedades de Pedrarias y los enfrentamientos
entre sus capitanes hicieron que muchos procuraran marcharse. A eso se sumaba
que los soldados llegados con Pedrarias habían arrasado en poco tiempo con
aquellas regiones, y no quedaba nada por conquistar. Santa María estaba
moribunda cuando Bernal Díaz decidió probar suerte en Cuba, que estaba
nuevamente ganada y poblada, bajo el mando de Diego Velásquez. Allí se había
unido a la expedición de Hernán Cortés, quien ahora se arrimaba a la región de
Yucatán y muy pronto dejaría a Velásquez soplándose las manos.
Jerónimo de
Aguilar lamentó la suerte de Santa María y se sumó gustoso a la conquista de lo
que en pocos años se conocería como Nueva España. Los caciques se sorprendían y
se mostraban más amables cuando descubrían que uno de los blancos hablaba su
lengua. Cuentan que la madre de Aguilar había
enloquecido años atrás, cuando creyó que su hijo fue almorzado por caníbales.
Cada vez que veía carne en el asador, lanzaba alaridos de dolor y decía que
aquella carne era la de su hijo.