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La
vida es una cosa muy rara. Uno a veces se despierta con ojos enrojecidos, asoma
la cabeza desde sueños imposibles de entender en la vigilia y vuelve a
formularse las preguntas sin respuesta, las de veras importantes: qué es esto
que llaman mundo, por qué estoy aquí y ahora, qué es esta cosa tan rara a la
que estoy apegado -este cuerpo, esta voz que farfulla desde adentro-, de dónde
vine a este sitio, qué me espera cuando esta bolsa de órganos esté tendida y
sin vida.
El
niño que apenas se está asomando a la pubertad aún no regresa del asombro que
le ha dado la noticia. No importa cuántas muertes haya visto en las películas,
ni los muertos que lleva encima por los juegos de video. No cuentan para nada
las historias que ha escuchado o ha leído (el libro que está al lado de su cama
habla de las muertes accidentales más comunes). La primera muerte suya, propia,
cercana, lo ha dejado tan pasmado como si nunca nadie hubiera tenido la
delicadeza de informarle que la vida es un asunto que termina.
La
inmortalidad termina el día que tenemos el primer muerto cercano. Una de las
razones por las que la infancia suele ser vista como un paraíso es el hecho
simple de que entonces no tenemos la conciencia arraigada de la muerte.
Animales o vecinos o parientes remotos no cuentan. Hasta ese momento nos
sentimos inmunes, eternos, instalados para siempre en un paraíso inabarcable.
Entonces llega la verdad contundente, aterradora, del primer muerto inoportuno
con quien teníamos un vínculo cercano. Ya no le diremos nunca lo que pensábamos
decirle. Ya nunca haremos juntos aquello que estábamos planeando. Su voz no
sonara ya nunca más. Sus gestos se esfumaron. Su manera de pensar.
Al
casi niño la noticia lo tiene pasmado. Tiene dolor de cabeza. Llora y se
detiene a preguntarse de qué sirve llorar. Siente que el estómago da vueltas.
Vuelve y se repite la noticia que su incredulidad no termina de aceptar.
Descubre otro aspecto minúsculo de su pérdida. Empieza a construir altares con
objetos que alguna vez estuvieron en las manos de ese…, de eso, de aquello
misterioso que un día estaba aquí y que ahora ya no está.
Y con
nuestro primer muerto nuestro va llegando esa certeza que nunca va
abandonarnos: “Nadie sale vivo de esta fiesta a la que fuimos invitados. Todos,
sin excepción, llegaremos a ese día en que yacemos como piedras”. El resto de
la vida está marcado por la impresión de ese momento. Recibimos periódicas
visitas de la curiosa lucidez que nos aborda en ese instante. Dedicamos la vida
a evadirla. Nos llenamos de ruido, de distracciones, de gente, de televisores y
de computadores, de videos y de redes virtuales. Conseguimos
aturdirnos por meses y por años. Por momentos creemos haber recuperado el
paraíso de la infancia. Y así nuestra propia muerte nos encuentra muy poco
preparados.
Después
de darle muchas vueltas al asunto, el niño se da cuenta de que la vida sigue.
En algún momento hay que comer. Descubre que ha pasado un largo rato sin pensar
en su muerto. Llega un momento en que ríe y no se siente culpable de reír.
Logra poner a su muerto en un lugar que le permita recordarlo sin que la vida
toda sea una constante pesadilla. Al final cae rendido y en medio del sueño
pregunta en voz alta: “¿Dónde está? ¿Adónde fue?” Entonces se despierta horas
más tarde con ojos enrojecidos, asoma la cabeza desde sueños imposibles de
entender en la vigilia, vuelve a formularse las preguntas sin respuesta, las de
veras importantes, y se sabe mortal.
Oneonta,
Nueva York, Julio de 2011.
Texto publicado originalmente
en el periódico Centrópolis, de Medellín.
Querido compadre: acabo de encontrar una variante de esa certeza en Un armiño en Chernopol, novela del escritor alemán Gregor von Razzori. " Un borracho sale de la taberna. Dando tumbos empieza a caminar por la vía del tren. Lejana, muy lejana, suena una sirena en sordina. Así es la historia de los seres humanos: distraídos, olvidamos que vivir no es otra cosa que ir al encuentro de la propia muerte."
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