Todo es cortezas
y engaños. Desnudos vinimos y desnudos nos vamos. Nada trajimos a este mundo y
de él nada nos llevamos. Falsamente diremos que algo es nuestro mientras aquí
nos estamos. Pero hasta los que dicen o creen estar cerca de Dios sucumben a la
codicia. Hace apenas unos años, durante mi último viaje a España, estando ya
radicado en Santo Domingo, conocí a un clérigo que venía del Perú. Allí alcanzó,
o hubo, ciertas esmeraldas, entre las cuales había una que estimaba de manera
especial. De verdad era una esmeralda lindísima, rica y limpia y en toda
perfección y tamaño como de gruesa avellana con su cáscara. El clérigo decía
que no la daría por doce o quince mil ducados, que a darla por tan poco
prefería llevarla a Europa, para servir con ella a un gran príncipe o hasta al
mismísimo Papa. Estaba flaco y enfermo y, no obstante, se puso en camino. Nos
encontramos en la villa de Aranda del Duero, en el año de mil quinientos
cuarenta y ocho. Hablamos y me hizo el favor de mostrarme, como amigo y en
secreto, la deslumbrante esmeralda. Me rogó que le diera mi parecer. Yo le dije
que pensara bien lo que hacía y que cuidase de su persona y salud. También le
dije que encomendara todo aquello a nuestro Señor.
Lo veía tan débil
que pensé que la salud no le alcanzaba para el camino que quería emprender.
Traté de alejarlo de su obsesión. Pero como él estaba determinado a seguir su
propósito, puso por obra aquel viaje. Hace poco me enteré de que llegando a
Zaragoza de Aragón le tomó la muerte sin conseguir el capelo. En un mesón de
camino se acabaron sus desvelos y vanos deseos. Las esmeraldas pararían en
manos de alguno de los mozos o del mismo mesonero, que no trabajó para venirlas
a buscar allende la equinoccial zona, o zona tórrida, donde el padre ya dicho
estuvo granjeando el fin que cultivó. No me creyó. Se pasó la advertencia por
la faja. No hizo caso. Partió de Aranda falto de seso y de salud, y su
codicia concluyó aquella traza de deseos fundada en esmeraldas y piedras
preciosas y vano propósito.
Cuarenta y tres
años ha que ando y curso en estas Indias occidentales, y son pocos los hombres
que he visto conducirse con provecho de su alma. Aquí los buenos corren
peligro. Los más de ellos pierden el decoro, van cediendo y entregan su
voluntad a los ministros de Satanás. Obediencia y servicio al Diablo parecen
aquí la norma.
Estando en Santa
María de la Antigua fui testigo y también supe de infinitos atropellos. En una
de las muchas entradas que se hicieron a saquear y a despoblar poblados, un
devoto clérigo que cierto capitán Badajoz llevaba consigo (porque era costumbre
que con los más de los capitanes que salían a entrar iba un clérigo), una
noche, hizo echar a un cacique debajo de su hamaca y, a vista de su marido,
tomó a su mujer y durmió con ella o, mejor diciendo, no la dejó dormir ni estar
sin entender en su adulterio. Por cierto, este tal clérigo mejor se pudiera
llamar onocentauro, porque en griego onos quiere decir asno, y por este nombre
es figurada la lujuria, según da testimonio el profeta Ezequiel, diciendo: “las
carnes dellos serán así como carnes de asnos”. Si este clérigo tuvo alguna
noticia de San Pablo, oído habría que ni los fornicarios, ni los que sirven a
los ídolos, ni los adúlteros, poseerán el reino de Dios.
Fragmento de Santa María del Diablo.
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