La historia transcurre en un sitio desolado: la propiedad
rural del juez Adam Weir, un hombre “adamante”, severo e implacable, por encima
de cuyo dictamen y autoridad solo parece estar la voluntad de Dios. A Weir lo
llaman “el colgador”, porque no vacila en condenar a la gente a la horca si
las leyes lo establecen y el delito lo amerita. Su esposa, Jean Rutheford, es
una mujer sin gracia, hija de una estirpe largamente arraigada en la región.
El suyo es un matrimonio sin amor. La esposa siembra en Archibald, el hijo, una
mezcla de desprecio y reverencia hacia su padre. El juez es rara vez amable con
Jean o con su hijo; solo muy pocas veces condesciende a conversar con Kirstie,
la criada, dueña en espíritu de aquella casa.
La muerte de Jean parece no afectar el ánimo de su esposo
y de su hijo. Se mudan a Glasgow, donde el juez sigue cumpliendo con su deber
de colgar criminales y el hijo decide estudiar para ejercer la misma profesión.
Desayunan, cenan y callan juntos, en medio de la indiferencia del padre y del
resentimiento del muchacho. Un día, Archie es testigo de la crueldad burlona
con que su padre envía a la horca a un ladronzuelo, y la ira contenida se
desborda. En la plaza, en el momento de la ejecución, cuestiona a gritos la
autoridad de esa justicia que comete crímenes peores que los que está juzgando.
La reacción de su padre no se deja esperar. Esa misma
noche se decide que su castigo sea el destierro en la propiedad rural de
Hermiston. Kirsten, la criada, ahora una mujer de cincuenta años, observa con
misteriosa dicha la llegada de un Archie ya hombre, de diecinueve años. No es
difícil para ella adueñarse de las veladas nocturnas, con historias de familia
y leyendas locales. Todas sus emociones de mujer incompleta se vuelcan a esas
horas compartidas con el chico que la escucha con atención resignada. Todo
parece perfecto. El castigo no parece tan severo. “El recluso”, como lo llaman
en el pueblo, disfruta del silencio y de la soledad. Hasta el día en que conoce
a la sobrina de Kirstie, también llamada Kirstie, y todo cambia de manera
radical.
Es certera, sin sentimentalismos, la descripción del
encuentro de Archie con la chica, del enamoramiento, de sus reuniones secretas
—sobre la piedra de una tumba legendaria— a pesar de que la relación es
imposible. La visita nocturna de la vieja criada, al cuarto de Archie, con su
delirio de mujer contrariada, es una escena sublime y aterradora. En el llanto
de la chica con que termina la novela, la tierra toda y hasta Dios mismo
parecen estar llorando. El texto se interrumpe en pleno llanto, en el justo
momento en que Archie la sostiene en sus brazos y observa “el rostro ambiguo de
la mujer sin adornos”. La última frase es intraducible sin que se pierda su
fuerza: “It seemed unprovoked, a wilful convulsion of brute nature”.
Es de entender que el autor de esa frase perfecta
sintiera que el día de trabajo estaba más que bien librado. Es razonable que
estuviera de buen humor y que se ofreciera a ayudar a su esposa a preparar la
ensalada. Estaba casi escrito en las estrellas que se llevara las manos a la
cabeza y que gritara de dolor, poco antes de caer al suelo. No podía tener otro
final el “contador de cuentos” de Vailimia.
Samoa lloró su muerte y le rindió emotivos homenajes.
Quizá esa muerte fuera necesaria para dejar en el punto culminante la que
muchos consideran su mejor novela; en lugar de cerrarla con capítulos
desganados. Es dudoso que el título —Weir,
el de Hermiston— fuera definitivo. Hay años de razones para creer que la
dedicatoria a su esposa es de naturaleza apócrifa o por lo menos irónica. Pues
hay pocas novelas tan lúcidas y agudas sobre lo que es y significa una mujer.
Publicado en Vivir en El
Poblado el 10 de septiembre de 2015.
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