Quince años antes de recibir la Medalla de Honor,
ya Stephen King había recibido el Premio Wenceslao Triana.
Un texto publicado en El Universal de Cartagena, el 15 de noviembre de 2000.
ya Stephen King había recibido el Premio Wenceslao Triana.
Un texto publicado en El Universal de Cartagena, el 15 de noviembre de 2000.
Stephen King recibe la Medellla de Honor en las Artes (Septiembre 10, 2015)
Dos
placeres ocuparon mis días en las fiestas pasadas. El primero tiene que ver con
las señoritas, tan lindas ellas, que nos visitaron. Pero me temo que no sea
conveniente andar publicándolo. El otro, más tranquilo, menos disparatado, fue
la lectura de un libro de Stephen King sobre la escritura.
De King
empecé a tener noticias hace más de dos decenios, a través de una película que
contaba la historia de una joven con poderes telekinéticos. Desde entonces,
desde la lejana “Carrie”, he seguido sus historias, disfrutándolas con una
mezcla de placer y miedo semejante a la que se siente cuando la vida está en
juego. Luego vino “El resplandor”, la historia de ese escritor “bloqueado” que
se fue con su familia a cuidar un hotel vacío y que terminó enloqueciendo. No
se qué fue lo mejor de la película basada en ese libro, si la actuación de Jack
Nicholson, que le reportó la consagración definitiva, o esa historia encantada
sobre la memoria de los lugares desiertos. La verdad es que a partir de ese
momento, el nombre de Stephen King empezó a deambular en mi memoria como una
aparición.
Los años
me han demostrado que King es un genio contando historias. “It”, la historia de
un payaso aterrador; “Dolores Clairbone”, la historia de una asesina llena de
inocencia; “The Shawsank Redemption”, una de las más asombrosas apologías de la
libertad que he visto o leído en los últimos tiempos, o “The Green Mile”, esa
obra que pone en evidencia la tendencia al prejuicio que tenemos los lectores,
son algunas de las obras memorables de ese hombre que ha escrito cerca de
cuarenta libros, casi todos ellos mamotréticos, en menos de treinta años.
Durante
mucho tiempo sospeché que había algo de prejuicio en la manera como
intelectuales y académicos descalifican la obra de Stephen King. Entre los
estudiosos de la literatura existe una frontera que separa los libros malos de
los buenos. Para ellos, los libros que se venden demasiado, aquellos que les gustan a millones y producen dinero a sus autores, pertenecen, sin apelación
posible, al bando de los malos. Hay muy pocas excepciones a esa norma, las
obras de García Márquez son una de ellas. Pero ni el mismo García Márquez –me
atrevo a vaticinar– gozará en el futuro del prestigio, del incuestionable
reconocimiento literario que le espera al hoy denigrado maestro del terror.
Corriendo
el riesgo de que me ahorquen mis amigos intelectuales, me atrevo a asegurar que
King es el Cervantes o el Shakespeare de estos tiempos de miedo. En su libro
sobre la escritura, encontramos la ironía y el descreimiento que mostraba
Cervantes frente a las academias y centros de poder intelectual. Vemos también
en él ese conocimiento del corazón humano que le permitió a Shakespeare
reflejarnos.
A lo largo de las casi trescientas páginas que comprenden “On
writing”, vemos la pasión por el lenguaje de un Joyce, el sentido de absurdo de
un Kafka o la furia de un Celine, pero más importante que todo eso, vemos su fe
en el viejo oficio de contar historias.
Muchas
cosas enseña King en su nuevo libro. La mayoría, como suelen ser las cosas
importantes, parecen obvias: que la literatura es magia, que es una forma de la
telepatía, que en la verdad y la pasión está la clave, que escritor que no lee
está jodido. Pero, además de todo eso, al mantenernos en vilo con la historia
de un hombre que se ha pasado todo el tiempo sentado escribiendo, puso en
escena un principio básico de la literatura: que no hay malas historias, que el
arte verdadero está en saber contarlas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario