Con los zancudos era distinto, gozaban de una
extraña inmaterialidad, de una fragilidad difícil de considerar: bolsitas
flotantes de vida ahítas con nuestra sangre, incapaces de evitar –en medio de su
llenura y su ebriedad– que una mano veloz las aplastara.
En cambio las moscas eran seres de mayor
entidad. Había en ellas una luctuosa seriedad, un resplandor metálico que
parecía burlarse de su torpeza. Cuando quería aplastarlas ya ellas lo sabían
(parecían saberlo desde antes de que tomara la decisión) y se marchaban del
sitio del impacto con una despreocupación desconcertante. Había que ser más
veloz que una mosca para matarla.
Pero había algo todavía más refinado, más
heroico que aquella muerte siempre lamentable y repugnante: capturar una con
vida. Para conseguirlo resultaba necesario dominar el mundo y sus elementos.
Horas de práctica en el piso del patio, golpes y moretones en el meñique y la
base del pulgar, cientos de intentos en las largas tardes para fabricar la
cápsula perfecta que atraparía la mosca, aquel justo equilibrio entre el
aplastamiento y la mano virtuosamente combada y sin fisuras.
La euforia del guerrero se elevaba en el momento
de sentir el corrientazo lastimero que tanteaba en la palma de la mano o entre
los dedos en busca de algún breve camino hacia la luz.
Entonces había que ir apoyando lentamente la
mano, cuidándose de no aplastar la alteración tibia y viscosa, su desconcierto,
su risa interrumpida, su frenético considerar alternativas, para después
conducirla atontada hasta unas pinzas formadas por el índice y el pulgar, y
mirarla, verla batir inútilmente sus alas venosas y nacaradas, ver el horror
polifónico de sus ojos y consolarla, hablarle con cariño mientras la pinza de la
otra mano arranca cada una de las alas, cerciorándose a cada movimiento de que
el daño no es fatal, y ponerla luego en el piso enternecidos, como un dios que
acaba de crear una nueva criatura, y verla caminar unos pocos pasos,
desconcertada, perdida, considerando rumbos, y verla luego correr por el piso
del patio.
Verla correr y correr y correr y no poder volar.
Verla correr y correr y correr y no poder volar.
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