Dos columnas publicadas en El Universal, de Cartagena, en octubre de 1995, con el seudónimo de Wenceslao Triana. Diecisiete años después, el sueño de visitar Sri Lanka se encuentra a sólo unas horas. La ayuda de Kashyapa ha sido fundamental para la materialización de este viaje.
Carta a Chandrika
Mi muy querida Chandrika:
Es bastante probable que las medidas de seguridad que imperan con motivo de la cumbre de países No Alineados (iba a poner no alienados), me impidan cumplir con uno de mis sueños: darle un abrazo emocionado a la persona que dirige los destinos del lugar de la tierra que más me ha apasionado desde el momento en que supe que la tierra era más grande que el patio de mi casa.
Supe de la amada Taprobana gracias a un viejo amigo llamado Marco Polo, quien pasó por esa isla de misterio y maravilla durante su periplo por lugares que nadie de este lado de la tierra había recorrido.
Aprendí a amar a la bella y misteriosa Serendib, siguiendo al osado Simbad a través de sus viajes demenciales.
Poco a poco comprendí que un destino secreto e inexplicable me unía a esa lágrima de tierra en la que podía resumirse la historia de la naturaleza humana: un extraordinario compendio de belleza y de pasiones desatadas.
Podría, Chandrika, contarle muchas cosas de lo que ha sido mi amor por esa tierra.
Podría mostrarle las páginas de un libro, que aún no he terminado, en el que un hombre observa el sueño de viento y arena del que fue el puerto más importante de la tierra, la insuperable Tarsis Orientalis.
Podría hablarle de la tarde en que encontré, mágicamente, un libro de viajes en el que alguien hablaba de la palabra ‘serendipity', justamente el raro don de hacer hallazgos inusuales.
Podría, en fin, contarle las peripecias que he debido sortear para lograr hallar información sobre el viajero chino Fa Hsien –que pasó por su isla hace diecisiete siglos–, o mis inútiles intentos para poder leer el Mahavamsa.
Pero por mucho que dijera siempre me quedaría faltando.
Mejor será que baste con decir que hay algo de misterio inabarcable, de fantasía deambulante, en el hecho de saber que la persona que hoy dirige a Sri Lanka se pasea por las calles que yo suelo recorrer y que es posible que esta nota pueda ir hasta sus manos.
Entonces, si eso pasa, el sueño de abrazarla se habrá cumplido de algún modo y sólo me quedará otro: el de morir en esa isla en la que –como aquí– tanto se muere, por el simple y testarudo deseo de vivir.
Octubre 18 de 1995
Kashapa Yapa
Siempre me han Intrigado las extrañas consecuencias que tiene el simple acto de escribir.
A propósito de las historias de escritores que he venido publicando, se me ocurre que un buen tema sería las respuestas que obtienen los escritores por lo que hacen.
Algunos (pienso en Melville) se mueren convencidos de que todos los esfuerzos de su vida fueron inútiles. Ignoran que décadas o siglos más tarde les llegará un reconocimiento que por lo distante tiene algo de cínico y burlón.
Otros, por el contrario, reciben un baño de gloria por lo que escriben que a veces los pone a levitar como a sus personajes.
Entre esos extremos se mueven la mayoría de los escritores, recibiendo reconocimientos ocasionales, carticas furtivas, miradas de admiración, confesiones apresuradas y nerviosas de lectores incapaces de expresarle al escritor lo que sintieron al leer lo que escribió.
Pero hay un tipo especial de reconocimiento, el que emparenta a la escritura con la magia, el que pone al escritor a cavilar sobre el misterio que se oculta detrás de las palabras.
Algo así me sucedió hace una semana.
Si alguien me lee y —lo que es menos probable— recuerda mi columna de hace una semana, tendrá presente que se trataba de un saludo a la presidenta de Sri Lanka, la señora Chandrika Bandaranaike Kamaratunga.
Bueno, lo cierto es que con tantos problemas que tiene en su país, la señora Chandrika no vino a Cartagena y tal vez nunca reciba mi saludo.
Pero aquí viene el misterio: ese día por la tarde un hombre de acento extraño llamó por teléfono a mi casa y preguntó por el señor Triana. Dijo que estaba de paso por Cartagena y que —como suele leer periódicos para practicar el español— se había encontrado con un artículo en el que se hablaba de su país, cuando estaba convencido de que por este lado del planeta nadie tenía idea de dónde quedaba y cómo era su país.
Hablamos un par de veces. Así pude saber que su nombre era Kashyapa —el mismo de un discípulo de Buda—, que llevaba dos años recorriendo a Latinoamérica —para adquirir experiencia— y que su sueño, reticentemente confesado, era el de ser un día presidente de su país: “para no tener encima a nadie que me mande”.
Nos despedimos con el deseo de volver a encontrarnos algún día. Sabe que va hacia el sur pero no tiene un rumbo fijo. Cuando llegue a la Patagonia tendrá que pensar en algo, pero por lo pronto eso no le preocupa.
Al decirle adiós, frente a su hotel en la Media Luna, me alejé pensando que, gracias a las palabras, me había sido dado conocer a uno de los seres más libres de la tierra.
Octubre 25 de 1995
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