domingo, 27 de octubre de 2013
Una lápida en blanco
Xavier Cocacolo
era un hombre de pocas palabras. Tenía tan pocas que casi ni hablaba. De hecho,
no hay nadie que pueda decir que lo hubiera escuchado. Ni a solas hablaba. Casi
ni pensaba. Cuando era un bebé no lloraba. Nunca pudo hacer la primera comunión
porque no confesó nada. Tampoco llegó a casarse, porque decir “Sí” habría sido necesario. Cuando se murió o –mejor– lo
mataron, todos decidimos que hacerle una lápida en blanco era un justo homenaje.
Incluido en El tamaño sí importa: cuentos desmesuradamente cortos.
viernes, 25 de octubre de 2013
La biblioteca del más allá
Si alguien me hubiera preguntado por Boecio hace diez días, me habría visto obligado a reconocer mi ignorancia o habría corrido a Wikipedia, para no admitir ese vacío lamentable. Es posible que me haya cruzado una o dos veces con el título de su libro más conocido: El consuelo de la filosofía, pero nunca tuve el propósito de leerlo. Era una de esas obras de nombre llamativo que nunca me tomaría la molestia de leer.
He llegado a los libros de maneras
diversas. A unos vecinos universitarios les debo la precocidad y los traumas de
haber leído a Nietzsche a los doce años y un novelón rumano horriblemente
hermoso titulado El defensor tiene la palabra. Mi padre puso en mis
manos el I ching y Calila y Dimna y, si no
hubiera tenido más libros, aquel par de tesoros habrían sido suficientes. Juan
Carlos, mi mejor amigo, siempre estaba descubriendo cosas nuevas,
compartiéndolas; a él le debo, entre otras cosas, haber llegado a La
rama dorada y La muerte de Virgilio.
Uno de los
objetos más queridos que tuve en la adolescencia fue mi carné de la Biblioteca
Pública Piloto. Me gustaba moverme entre los estantes leyendo los lomos de los
libros, deteniéndome a hojear, aprendiendo a saber en poco tiempo lo que podían
depararme. Mi pasión por la lectura se extendió como un rizoma. Un libro
conducía hacia otro libro. Una mención abría puertas hacia nuevos horizontes.
Muy pronto comprendí que por muy larga que fuera la vida no podría alcanzarme
para tanto libro interesante del que tenía noticias.
Podría
escribir toda mi vida a partir de las bibliotecas que he amado: la biblioteca
de Comfenalco, en la avenida la Playa; la Bartolomé Calvo, en Cartagena; la
biblioteca de East Pyne, en Princeton; la biblioteca Douglas, en la Universidad
de Rutgers, que tantas veces me acogió en sus silencios nocturnos, cuando me
sentía el hombre más solo de la tierra.
Hace unos
pocos días conocí otra biblioteca. He olvidado los detalles del día que
antecedió a ese sueño. Yo viajaba por el mundo más resignado que contento.
Empezaba a encontrarle su extraño placer al desapego. En el sueño había algo
como dos vagones de tren dispuestos como una letra ele. En uno de los vagones
estaba Marilla, la presencia que me ama y que me cuida, como asomada a un
cristal, incapaz de salir, diciéndome con gestos que entrara al otro vagón.
Entonces me vi en una biblioteca luminosa, amplia y acogedora; me vi buscando,
leyendo lomos de libros sin saber lo que buscaba. Después de un tiempo, el
sueño empezó a ser opresivo, porque ningún libro que miraba me interesaba.
Finalmente ascendí unas escalas de madera y me arrastré por un ático. Alcancé a
sentir claustrofobia por el techo tan bajo, pero el lugar se hizo más amplio y
un hombre cuyos rasgos he olvidado puso un libro frente a mis ojos: Arcana
celeste, de Boecio. Desde ese momento el sueño se detuvo y por más que
quise moverme lo único que veía era ese libro y la orden silenciosa de leerlo.
Salté de la cama a buscar noticias de
Boecio. Como no había escrito un libro con ese título, decidí empezar por El
consuelo de la filosofía, el libro que escribió pocas horas antes de ser
ejecutado, y creo no haberme equivocado. Después de dar el consuelo que
toda alma necesita, el libro se dedica a explicar la maquinaria divina, con
unos argumentos que hacen caber a Dios mismo en la cabeza del lector. No tengo
intención de hablar aquí de ese libro, porque creo que cada persona necesita un
libro distinto. Pero no quiero quedarme sin decir que El consuelo de la
filosofía me llegó dos días antes de un momento muy triste, y que al
llegar ese momento estaba preparado para que una cosa así no consiguiera
destruirme.
Oneonta, Noviembre de 2009.
martes, 22 de octubre de 2013
domingo, 20 de octubre de 2013
Los niños perdidos
Maté
la que me estaba matando. La maté con unos deliciosos champiñones en su salsa,
una carne en trocitos en otra salsa y unos trocitos de algo que jamás sabré qué
fue –también con su salsa peculiar. Todo eso lo combiné con un arroz que se
dejaba echar salsas de todo tipo y multiplicaba, prolongaba, los mejores
sabores del plato. Maté la que me estaba matando y aprendí una cosa nueva. Se
aprende mucho en esta ciudad a la que llegué hace como una hora, el problema es
que te cobran por el aprendizaje y te lo cobran caro y de contado. Lo que
aprendí es que todo lo que parece regalado, tarde o temprano te lo terminan
cobrando.
viernes, 18 de octubre de 2013
Erskine Caldwell
La columna de Vivir en el Poblado
Es tiempo de
caza. Por todos lados hay perros ansiosos, hombres armados, animales que huyen.
En medio de los ires y venires, escuchamos una voz ahogada. Un negro ha caído
en un pozo y pide nuestra ayuda. Es un conocido nuestro. Está herido, lleva
allí varias horas y empieza a desfallecer. El asunto es casi divertido. Sólo es
cuestión de arrojarle una cuerda y decirle que procure ser más cuidadoso.
Entonces recordamos que nos falta un perro para tener el número mágico. Uno más
y la caza será un placer sin límite. Así que decidimos prolongar la charla. Le
preguntamos al negro si retribuiría nuestra generosidad de sacarlo con la
generosidad de regalarnos uno de sus perros. El hombre intenta explicar que no
puede pagarnos de ese modo; propone otras formas de retribuirnos. Entonces
perdemos el entusiasmo por ayudarlo. Lo dejamos a solas en el pozo. Es probable
que su ausencia pase desapercibida por varios días. Al final, quizá tengamos
muchos más perros de caza.
Es medianoche. Nick ha dicho con voz resuelta que es hora de
marcharnos. Ha sido una larga jornada de juego y de licor. Nos movemos con
dificultad; tenemos que obedecer. Cuando ya nos dirigimos a la puerta, irrumpe
de la calle una mujer que parece estar huyéndole al demonio. Tiene un aire
vulnerable y decente. El bar de Nick no es un sitio apropiado para ella. Vemos
la fiereza en los ojos de Nick, lo vemos acercarse, tranquilizarla; insiste en
que nos marchemos. Sentimos el deber de protegerla e inventamos excusas. No hay
que dejarla sola con Nick. Buscamos la manera de sacarla. Pero él se aferra a
ella. Alguno se atreve a decirle que será responsable de lo que ocurra, pero él
sólo responde con ojos salvajes. Salimos a la calle, miramos las sombras en el
cuarto de arriba, decidimos alejarnos. A Nick le debemos dinero, le debemos
obediencia. Decidimos pensar que aquel grito es solo viento que se cuela en las
cornisas.
Día tras día la mujer se queda sola en casa mientras su esposo se
va a trabajar, más allá del pantano, en la nueva cabaña. Día tras día, un
hombre siniestro se sienta en el tronco frente a la casa. Sonríe, sabe que está
sola, espera. La mujer se arma de valor y se asoma a la puerta. Le grita que se
marche. Pero él dice que no le hace mal a nadie, que está bien allí, y que
espera a que el marido no vuelva para hacerla suya. La mujer teme. El hombre
que la acecha se marcha poco antes del regreso del marido. Pasa el tiempo y
poco cambia. Otra vez la mujer decide enfrentar al hombre y éste le dice que un
día su marido no va a volver. Dice que el pantano es peligroso, que si alguien
cae en sus aguas desaparece para siempre. La mujer teme que ese hombre sea capaz
de lo peor. Espera y teme. Una noche, el marido no regresa. Tampoco aparece al
día siguiente, ni a la noche siguiente. El hombre en el tronco ya no se mueve;
permanece allí todo el tiempo. Al final la mujer sale corriendo de la casa, se
dirige al pantano y se arroja a las aguas.
Es un precursor de Rulfo. En su tiempo fue uno de los escritores
norteamericanos más vendidos y leídos. Fue prolífico y poco amigo de las
entrevistas. Algunos de sus cuentos y novelas son ligeros, divertidos, sería
fácil llamarlos realistas; pero todos tienen una rara dimensión intemporal.
Leer a Erskine Caldwell (1903-1987) deja huellas en el alma difíciles de borrar.
Oneonta, octubre de 2013.
jueves, 17 de octubre de 2013
La patria del lenguaje
Palabras de agradecimiento durante el homenaje de la Feria del Libro Hispana Latina de Nueva York,
el viernes 11 de octubre de 2013, en la Renaissance Charter School, de Jackson Heights, New York.
La patria del lenguaje
Quiero agradecer al Centro
Cultural Hispano/Latino de Nueva York, a su presidente Fausto Rodríguez, al
comité organizador de la Feria y, muy especialmente, a Juan Nicolás Tineo, por
el honor que hoy me conceden. Agradezco también a senador José Peralta y al concejal
Danny Dromm por las distinciones que me hacen. Llevaré con orgullo toda la vida
este homenaje que me hace la Feria Hispana Latina de Nueva York, por “abrir
puertas” a la comunidad hispana en este país. Sé que nace de una generosidad y
un aprecio genuinos. Lo recibo porque creo que lo merece esta multitud que me
acompaña, la que habla cuando hablo, la que escribe cuando escribo: miles de
seres vivos y muertos, visibles e invisibles.
Gracias a los que han creído
en mi trabajo literario, a quienes lo han apoyado, a todos los que con gestos y
palabras han asumido como suya esta empresa loca de un tipo empeñado en dejar
su testimonio. Gracias, también, a los que hoy están aquí: a los autores y a
los editores que van a presentar sus libros en estos días, a los académicos que
contribuirán a dar profundidad a la reflexión, a los lectores, a todos los que
piensan que la literatura es una de las manifestaciones más sublimes de la
vida.
Me han sugerido que esta noche hable un poco
de mis libros y que cuente mi historia. Puedo empezar por el final y decirles
que mi patria es el lenguaje. He vivido el desarraigo, he habitado en las
palabras y, para llegar aquí, he tenido, como todos ustedes, un largo y
misterioso recorrido.
Mi nombre es Gustavo Arango.
Soy el segundo de los tres hijos de Félix Arango, un vendedor de fantasías a
quien mataron por saber demasiado, y de Nubia Toro, una mujer valiente que me
enseñó desde niño a jugar con las palabras.
Nací y crecí en un pueblo
esforzado y soberbio donde el dinero consiguió corromper a muchos. Soy de
Medellín, el principal proveedor mundial de cocaína a finales del siglo pasado.
De allí salía, con destino a este País del Sueño, el veneno que destruía
voluntades y vidas. He cargado con el estigma de haber nacido en esa ciudad, y
he vivido preguntándome, con mi querida Sor Juana, quién es más de culpar: “el
que peca por la paga o el que paga por pecar”.
En esa ciudad donde el amor
excesivo por la vida se transformó en desprecio por la vida ocurrió lo mejor
que ha podido ocurrirme: descubrí desde niño mi inclinación por la literatura.
Los viernes de cada semana,
el vendedor de fantasías llegaba a casa con un libro nuevo bajo el brazo. Yo lo
veía llegar, orgulloso con su nueva adquisición, lo veía ponerla junto a otros
libros en un estante de la sala, lo veía alejarse sin decir una palabra. Nunca
me dijo que leyera. Sólo traía los libros a casa y los dejaba en el estante.
Dos consejos del vendedor de
fantasías formaron mi carácter. Siempre me dijo que fuera “alguien en la vida”
y que buscara la sabiduría. Yo ignoraba que me estaba poniendo tareas tan
difíciles que una vida no alcanza para completarlas.
Tardé poco en morder el
anzuelo de los libros que el vendedor de fantasías dejaba en el estante de la
sala. La primera novela completa que leí fue Las aventuras de Tom Sawyer. Luego
encontré a Julio Verne y la pasión por la lectura me abrasó. El mundo entero
vino a visitarme. Ni la muerte, ni el tiempo ni la distancia eran obstáculos
para escuchar con los ojos esas voces fascinantes, para escapar a otros mundos,
para volver transformado.
A los veinticuatro años de
edad –poco después de la muerte de mi padre– me fui de Medellín porque el
desprecio por la vida me resultaba intolerable. Yo mismo llegué a sentir que mi
vida carecía de sentido. Consideré la posibilidad del suicidio, pero al final
escapé de la trampa. Los libros me habían enseñado que el mundo es más grande
de lo que parece, que un muerto no cabe en el mundo, y que la mayor soberbia es
creer que merecemos una estrella o una flor. Entre quitarme la vida y ser otro
en otro lado, elegí lo segundo.
Encontré en Cartagena de
Indias la dulzura del Caribe. Allí mi lengua se curó de aristas, se volvió
melodía. En la vieja ciudad de los virreyes me propuse aprender a escribir. A
la sombra de una arquitectura cargada de historias, respirando un aire que
embriagaba, me di a la tarea de encontrar una voz propia.
Con el tiempo he pensado que
los casi diez años que viví en Cartagena han sido los más felices de mi vida.
Allí volví a amar la vida. Allí nacieron mis hijos. Allí fui profesor por
primera vez. Allí escribí libros decisivos: mi primera novela y un libro
biográfico sobre Gabriel García Márquez. Como periodista pude conocer con lujo
de detalles las intrigas, los tejemanejes, de la vieja ciudad cortesana. Tuve
contacto con todas las esferas sociales, fui testigo privilegiado de la
historia. Pero también llegó el momento de dejar Cartagena de Indias. El ritmo
del Caribe empezaba a arrullarme, a adormecerme y, si quería hacer una obra
literaria digna de mis maestros, era preciso buscar nuevos horizontes.
Llegué al aeropuerto de
Newark en la madrugada del 27 de diciembre de 1998, con una mujer, dos niños
pequeños y una casa que había sido reducida a tres maletas. Recuerdo que, al
salir a la noche de invierno, mi hija Valentina exclamó con su acento
cartagenero: “Eerrda, qué frío”. Tenía seis años de edad y estaba entrando a su
patria, recibía el helado saludo de un mundo que sería más suyo que el mundo
que acababa de dejar. Por mi parte, después de haber sido periodista y profesor
en Cartagena, volví a ser estudiante aquí en el País del Sueño. Volví a hacer
tareas y a presentar exámenes; pasé noches enteras estudiando y haciendo largos
viajes en tren y en auto.
Vine a este país por una suma
de factores. Mi libro sobre García Márquez me ayudó a abrirme camino y encontré
amigos generosos. La profesora Margarita Sánchez –quien hoy me acompaña– fue la
primera en tenderme la mano. Nunca ha dejado de ayudarme. Con ella, mi deuda de
gratitud es impagable. Susana Rotker y el escritor argentino Tomás Eloy
Martínez también me ayudaron a encontrar un lugar en la academia. Gracias a
ellos, la Universidad de Rutgers me dio una beca generosa para hacer mis
estudios de maestría y doctorado. Así pude seguir creciendo como escritor y
tener, además, el privilegio de enseñar mi lengua y las literaturas que se
expresan a través de ella.
La tuve fácil y, sin embargo,
no fue fácil. Después de haber sido editor de un periódico en Colombia, recorrí
aquí las calles desiertas de la madrugada repartiendo periódicos para redondear
el sueldo. “Eerrda, qué frío”. Estudiaba, trabajaba, era padre de dos hijos y
en los segundos que me quedaban libres hacía literatura. Muchas veces me he
caído del sueño en este País del Sueño.
No me quejo por las
experiencias que he tenido. Todas, las buenas y las malas, me han hecho lo que
soy. Sé que aquí mismo, en esta curiosa multitud de viernes por la noche, cada
uno de ustedes podría contar una historia de coraje, de dificultades superadas,
de grandes triunfos morales. Pero las estrecheces que he vivido me permiten
entender el valor y los méritos de la comunidad que hoy me hace este
reconocimiento.
Pocos meses después de llegar
descubrí que mi voz había cambiado, que empezaba a recibir nuevos influjos: de
las distintas variedades del español, de la proximidad beneficiosa del inglés,
del ritmo del mundo, con sus gestos y estaciones. Fue aquí donde adquirí la
conciencia de que mi voz es la suma de muchas voces. Me expreso en latín y griego,
en árabe, hebreo y cartaginés, en cientos de otras lenguas africanas e
indígenas, en fenicio y en inglés.
Vivir en el País del Sueño me
ha permitido por fin verme a mí mismo como hispanoamericano. He empezado a
sentir como propias las culturas mexicanas, caribeñas, ibéricas, andinas o las
del cono sur. El contacto con lenguas y culturas ha enriquecido mi lenguaje.
Soy las vidas de millones hilvanando palabras. Soy la nota de una canción
milenaria que exalta la vida, que agradece el milagro del instante y se diluye
en alegría.
No he perseguido la fama ni
el éxito de ventas, pero soy ambicioso.
Aspiro a que mis libros se publiquen, se divulguen, puedan llegar a las manos
de lectores capaces de apreciarlos. Y, como si eso fuera poco, aspiro a
derrotar a la muerte convirtiéndome en lenguaje.
Hoy tengo el honor de recibir
este homenaje que además está expresado en forma de metáfora: “por abrir
puertas a la comunidad hispana en los Estados Unidos”. Cuando era muy niño, mi
hijo Mateo me dijo algo maravilloso. Yo le había preguntado qué quería ser
cuando grande y me respondió, sin pensar demasiado: “Quiero ser una puerta,
para ver a la gente acercarse y entonces abrir”.
Las personas realmente libres
aman los límites. Las puertas son la frontera entre dos espacios, son el
símbolo de un encuentro y no debemos olvidar que cada encuentro nos transforma.
Es un privilegio estar aquí, en los Estados Unidos, en este momento, los
inicios del siglo XXI, abriendo puertas. Estamos en el centro de una historia
de proporciones épicas. Hoy somos el segundo país del mundo con más
hispanohablantes y en pocas décadas seremos el primero. Y es preciso que
estemos a la altura de ese reto.
Hay mucho por hacer en muchos
terrenos: en la educación –formando personas responsables y con criterio–, en
los medios de comunicación –creando contenidos que respeten la inteligencia de
la gente–, en la academia y en el sector editorial –promoviendo el aprecio por
todas las literaturas, no sólo por las que tienen éxitos de ventas. Cada
exponente de las distintas artes tiene un papel importante. Como escritores
tenemos el deber de escribir bien y el de hacer una literatura que refleje la
riqueza del encuentro. Hay que pensar en todo, trabajar mucho y hacer cada uno
su tarea de la mejor manera.
Quiero aprovechar esta
oportunidad para recordar que las puertas se abren siempre en dos direcciones.
Toda búsqueda de aceptación y de reconocimiento implica también la aceptación y
el reconocimiento de los otros. La defensa del español y de nuestras culturas no
debe significar nunca un rechazo del inglés y de las muchas otras lenguas y
culturas que conviven con nosotros aquí en el País del Sueño. Respetemos al
otro, aprendamos del otro, y enseñémosle a apreciar nuestro valor y nuestra
dignidad.
Cada nuevo idioma que
aprendemos, cada cultura que acogemos en nuestro corazón, enriquecen nuestra
vida, nos dan valores nuevos y amplían nuestra perspectiva. Amemos nuestras
banderas, nuestros símbolos, nuestra literatura, pero no permitamos que nos
separen de otros. No olvidemos que –antes de ser hispanos o latinos– somos
seres humanos: misterios que miran el universo con ojos sorprendidos.
Hace veinticinco años dejé
una ciudad donde la gente se había vuelto “desechable”. La violencia, el dolor
y el desaliento habían estado a punto de destruirme. Pero el amor por la
literatura me salvó.
También me salvó una multitud
de seres que me han ayudado en el camino, que se han unido al coro con que
expreso mi mensaje.
La lista completa sería
enorme, ya he mencionado algunos, pero no quiero dejar de mencionar a otros que
me han ayudado desde que vine al País del Sueño. Gracias a María Cristina
Montoya, a Jacqueline Donado, a Susan Byrne, a Nadia Celis, a Carlos Raúl
Narváez, a Luz Merlin Alzate, a Héctor Hernández Ayazo, a Miguel Falquez-Certain,
a Nereo López Meza, a mi amada Gloria Virginia y a mi otra amada, en el más
allá, Marilla Waite Freeman.
Gracias también a Tony Bedoya
y a Rosita y Ofelia, mis tías abuelas.
El fin de semana pasado
estuve visitando ésa que es la rama más antigua de mi tronco familiar. Viven a pocas cuadras de aquí, vinieron al
País del Sueño hace medio siglo y no sólo abrieron puertas, sino que las
construyeron. Hablaba con ellos del homenaje que recibiría esta noche cuando
Ofelia –una de las mujeres más hermosas e inteligentes que he conocido– lanzó
al aire una pregunta que yo también me he hecho muchas veces:
“Cómo estaría Félix de
contento”.
Mi padre, Félix Arango, el
vendedor de fantasías, pagó por la publicación de mi primer libro de cuentos,
cuando yo apenas tenía dieciocho años. Andaba con el libro por todos lados, se
lo mostraba a todo aquel con quien se cruzaba, y era el ser más orgulloso de la
tierra.
Ese fue mi único libro que mi
padre conoció.
Desde entonces, cada vez que
han salido publicados los otros libros –o cada vez que he recibido una
distinción– me he venido haciendo la misma pregunta:
“Cómo estaría de contento”.
Ahora sé la respuesta a esa
pregunta.
Está feliz. Está saltando de
la dicha.
El vendedor de fantasías está
vivo y yo soy su alegría.
lunes, 14 de octubre de 2013
'El origen del mundo' sigue su viaje
El origen del mundo en el puesto 27 de la lista de Best Sellers latinoamericanos de Amazon.
jueves, 10 de octubre de 2013
Invitación a la Feria
Este es un fin de semana de celebración y de encuentros significativos.
Los días a solas escribiendo reciben de repente una compensación en sonrisas y
abrazos y aprecio genuinos.
A todos los
amigos que están en Nueva York los invito a asistir este fin de semana a la
Feria del Libro Hispana Latina, en la Renaissance Charter School, de Jackson Heights (81
st. -35 av).
La ceremonia de homenaje será este viernes, 11 de octubre, a las 7:30 de la noche.
El sábado al mediodía hablaré sobre ‘El origen del mundo’.
Desde el viernes hasta el domingo hay una programación muy completa y variada, para todos los gustos.
Gracias a todos los amigos que me han hecho llegar sus mensajes de
felicitaciones y su aprecio.
Gracias a los que asistirán de corazón.
Serán días para renovar energías, antes de volver a seguir atendiendo mi
llamado.
lunes, 7 de octubre de 2013
domingo, 6 de octubre de 2013
jueves, 3 de octubre de 2013
Los príncipes sometidos
Maquiavelo no era un hombre maquiavélico. Si los muertos
se quedan dando vueltas para ver qué hacen los vivos, el fantasma de don
Niccolo lleva siglos sufriendo por el pésimo uso que le han dado a su nombre.
El agudo funcionario florentino se ha vuelto, con el tiempo, sinónimo de
perverso, de intrigante, de persona sin escrúpulos. Eso pasa cuando leemos “de
oídas”. Maquiavelo no era todo eso tan malo que quieren atribuirle. Era un
tipo bastante aterrizado que además tenía razón.
Dos situaciones separan a El Príncipe, la obra más conocida de Maquiavelo, de los lectores
contemporáneos. La primera es el rechazo inmediato que despierta en mucha gente
el rótulo de clásico. Para los que consideran a Maquiavelo maquiavélico, un
clásico es un libro que jamás hay que leer, pero de cuyo contenido conviene
estar un poco enterados. Lo otro que nos separa es nuestra incapacidad para
traducir, a nuestra propia experiencia, los consejos que ese libro les daba a
los monarcas.
Maquiavelo previó las dificultades que su texto encontraría.
Al comienzo del capítulo XV, donde el autor expresa de manera más clara su
posición, aparece una advertencia: “Temo que a mi escrito lo consideren presuntuoso,
por lo lejos que se encuentra de lo que dicen otros. Pero como mi intención es
escribir para aquellos que tienen entendimiento, me parece más apropiado hablar
de cosas reales que de asuntos de la imaginación”. Buena parte del rechazo o la
censura que despiertan los consejos de este libro vienen de una concepción
idealizada del ser humano. Vemos el mundo como debería ser, o como nos gustaría
que fuera, y ahí es donde empezamos a equivocarnos. Porque mientras soñamos
con pajaritos y flores hay muchas fieras ocultas tratando de devorarnos.
El
Príncipe no es un manual para
ejercer la maldad, sino una guía de supervivencia. Es una voz de alerta que
ayuda a entender el mundo en que vivimos. En este mundo “real”, aquellos que
quieren actuar correctamente todo el tiempo tardarán poco en verse acorralados
por los muchos que no tienen interés en la bondad. La forma como la gente se
comporta está a distancias remotas de lo ideal. Hay traiciones, hay mentiras,
hay fisuras de carácter; en el encuentro más simple hay conflictos de poder.
Aquel que se niega a admitir todo eso camina con ojos vendados hacia su propia
ruina.
La gran verdad de este libro es que la bondad puede ser
un lastre y que es preciso aprender a renunciar a ella cuando nuestra
supervivencia está en peligro. De lo contrario, nos hacemos cómplices de
quienes quieren destruirnos.
Ahí es donde se pone en evidencia la importancia de saber
traducir lo que nos dice El Príncipe.
El mundo está lleno de seres doblegados y engañados, que no escuchan todavía
los viejos y siempre vigentes consejos de Maquiavelo. Hemos olvidado que cada
uno es soberano, que a cada uno nos ha sido confiado un reino —una vida— con
extensos y variados territorios, con historias y con himnos, con aromas y con
glorias y peligros. Somos reinos invadidos por tiranos que no olvidan ver el
mundo como es, mientras nos adormecen con miles de boberías.
Publicado en Vivir en El Poblado el 3 de octubre de 2013.
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