domingo, 20 de octubre de 2013

Los niños perdidos



Maté la que me estaba matando. La maté con unos deliciosos champiñones en su salsa, una carne en trocitos en otra salsa y unos trocitos de algo que jamás sabré qué fue –también con su salsa peculiar. Todo eso lo combiné con un arroz que se dejaba echar salsas de todo tipo y multiplicaba, prolongaba, los mejores sabores del plato. Maté la que me estaba matando y aprendí una cosa nueva. Se aprende mucho en esta ciudad a la que llegué hace como una hora, el problema es que te cobran por el aprendizaje y te lo cobran caro y de contado. Lo que aprendí es que todo lo que parece regalado, tarde o temprano te lo terminan cobrando.

Había bajado del tren en una estación inmensa con un salón central que tiene las constelaciones y los signos zodiacales en su alto cielorraso. Me estuve preguntando quién sería el encargado de remplazar los bombillitos que simulaban estrellas, qué tipo de escalera tendría que utilizar para llegar tan alto. Después me dejé arrastrar por el artificio y me sentí flotando en ese universo verde azul poblado de estrellas doradas y dibujos gigantescos.  No puedo saber cuánto tiempo estuve viajando por las constelaciones hasta que un empujón me hizo saber que quizá era más digno de interés lo que ocurría a ras de piso. La mujer se disculpó sin detenerse y siguió su camino con pasos apresurados. Era altísima y delgada, el cabello amarillo se destacaba sobre su chaqueta de cuero negro. Parecía puesto allí a propósito para que lo admiraran. “Me gustaría acariciar ese cabello”, pensé. “Me gustaría que a esa mujer le gustara que acariciara su cabello”, seguí pensando. “Pero no puede ser”. Con cierta decepción descendí hasta su faldita negra y corta, aprecié unos instantes el volumen de su vibración, seguí cayendo hasta unas piernas largas y delgadas que me inspiraron ciertas cosas y me produjeron ciertas otras –pero esa es otra historia.
La mujer se perdió pronto entre la multitud. Porque era una verdadera multitud aquello que se desplegaba por el salón central de la estación central de trenes. Gente de todos los tamaños y configuraciones que se movía apurada en distintas direcciones. Me pareció fascinante que sólo muy pocas veces se tropezaran. Los pocos accidentes que pude ver se debieron principalmente a que alguien se detuvo sin hacer las señales de tránsito correspondientes. Un nuevo empujón, esta vez de un hombre negro y también altísimo que llevaba unos parlantes pegados a las orejas y se movía como con una epilepsia lenta. Entonces recordé el hambre.
Decidí aventurarme hasta la calle y descubrí que caía una lluvia tan menuda que casi no podía llamarse lluvia. Me parecieron tremendistas aquellos que vi caminando con paraguas bajo esa lenta caída de moléculas de agua tan pequeñas que ni siquiera mojaban. Recuerdo que recordé una escena de una película. Era un tipo que cantaba y bailaba bajo un aguacero verdadero. Creo que nunca he visto a alguien tan contento en una película. En la vida real sí, pero esas alegrías tan alegres ya casi ni parecen alegrías y empiezan a ingresar en los terrenos de la tristeza y las lágrimas. Me puse a caminar bajo la lluvia, sintiéndome más bien acongojado. Pero era una congoja deliciosa. En un kiosco me compré unos cigarrillos y me puse a andar despacio y a mirar lo variados y curiosos que resultan los humanos. Hasta me olvide del hambre. Me llené con la idea gozosa de hallarme en un lugar extraordinario. Tuve ganas de detener a alguien y decirle: “¿Te das cuenta? ¿Lo has notado? Estamos asistiendo a un espectáculo”. Pero todos se movían reconcentrados y a lo mejor ninguno entendía el idioma que yo hablo y los que andaban en parejas o en grupos se movían por las calles como si no hubiera nadie más en esas calles, sólo ellos y sus vidas y su charla y sus bromas ligeras o pesadas. Entonces una mujer gordita y pequeña se interpuso en mi camino y alargó hacia mí una hoja de papel. En un principio el asunto me interesó. En el papel había una galería de rostros asustados y, cuando ya empezaba a mirarlos en detalle, la mujer me preguntó si quería colaborar. Le dije que no y que gracias. Es una vieja estrategia para espantar pedidores. La persona se queda desconcertada. Trata de entender la razón por la que se le está agradeciendo y en ese instante de duda, de cavilación errática, uno se desaparece de su vista. Iba ya lejos de ella, veía ya en el horizonte el restaurante chino donde calmaría el hambre con trozos de comida y salsas, cuando la oí gritar a mis espaldas, con tono de súplica, de no sea usted tan cruel: “Son niños que están perdidos”.
Pensé que yo también, en cierta forma, tenía algún derecho a ese dinero que ella estaba recogiendo.
Lo cierto es que el dinero me habría servido mucho, en especial cuando pagué la cuenta en el restaurante chino y descubrí que el precio anunciado en la vitrina sólo cubría una porción de trocitos con salsa, que las porciones adicionales tenía que sumarlas al precio básico. Sólo una hora después de haber llegado, mi peculio había recibido un golpe bajo; pagaba a un precio alto la primera lección de subsistencia. Antes de volver a la calle decidí hacer un inventario y comprendí que el dinero que llevaba tendría que alcanzarme –y no sería fácil que lo hiciera– durante tres semanas.  Calculé, con algo que después llamé ingenuo optimismo, que para entonces tendría resueltos mis problemas esenciales. Al volver a la calle me olvidé de mis problemas. Me embriagué una vez más de multitud. Después de deambular sin rumbo fijo, dejándome arrastrar por el tumulto, doblando sin pensar en las esquinas, pasando de la prisa a la diletancia, dejando que ese mundo burbujeante se derramara por mis ojos sin discernirlo,  comprendí que el cielo empezaba a oscurecerse, recordé mi miedo atávico a la noche y decidí empezar a leer las señales, a entender el orden y la orientación de las calles y avenidas, a buscar la calle estrecha y desierta donde un aviso modesto y parpadeante anunciaba a los viajeros la inefable presencia del Hotel Serendib.


Fragmento de Impromptus en la isla.






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