Si alguien me hubiera preguntado por Boecio hace diez días, me habría visto obligado a reconocer mi ignorancia o habría corrido a Wikipedia, para no admitir ese vacío lamentable. Es posible que me haya cruzado una o dos veces con el título de su libro más conocido: El consuelo de la filosofía, pero nunca tuve el propósito de leerlo. Era una de esas obras de nombre llamativo que nunca me tomaría la molestia de leer.
He llegado a los libros de maneras
diversas. A unos vecinos universitarios les debo la precocidad y los traumas de
haber leído a Nietzsche a los doce años y un novelón rumano horriblemente
hermoso titulado El defensor tiene la palabra. Mi padre puso en mis
manos el I ching y Calila y Dimna y, si no
hubiera tenido más libros, aquel par de tesoros habrían sido suficientes. Juan
Carlos, mi mejor amigo, siempre estaba descubriendo cosas nuevas,
compartiéndolas; a él le debo, entre otras cosas, haber llegado a La
rama dorada y La muerte de Virgilio.
Uno de los
objetos más queridos que tuve en la adolescencia fue mi carné de la Biblioteca
Pública Piloto. Me gustaba moverme entre los estantes leyendo los lomos de los
libros, deteniéndome a hojear, aprendiendo a saber en poco tiempo lo que podían
depararme. Mi pasión por la lectura se extendió como un rizoma. Un libro
conducía hacia otro libro. Una mención abría puertas hacia nuevos horizontes.
Muy pronto comprendí que por muy larga que fuera la vida no podría alcanzarme
para tanto libro interesante del que tenía noticias.
Podría
escribir toda mi vida a partir de las bibliotecas que he amado: la biblioteca
de Comfenalco, en la avenida la Playa; la Bartolomé Calvo, en Cartagena; la
biblioteca de East Pyne, en Princeton; la biblioteca Douglas, en la Universidad
de Rutgers, que tantas veces me acogió en sus silencios nocturnos, cuando me
sentía el hombre más solo de la tierra.
Hace unos
pocos días conocí otra biblioteca. He olvidado los detalles del día que
antecedió a ese sueño. Yo viajaba por el mundo más resignado que contento.
Empezaba a encontrarle su extraño placer al desapego. En el sueño había algo
como dos vagones de tren dispuestos como una letra ele. En uno de los vagones
estaba Marilla, la presencia que me ama y que me cuida, como asomada a un
cristal, incapaz de salir, diciéndome con gestos que entrara al otro vagón.
Entonces me vi en una biblioteca luminosa, amplia y acogedora; me vi buscando,
leyendo lomos de libros sin saber lo que buscaba. Después de un tiempo, el
sueño empezó a ser opresivo, porque ningún libro que miraba me interesaba.
Finalmente ascendí unas escalas de madera y me arrastré por un ático. Alcancé a
sentir claustrofobia por el techo tan bajo, pero el lugar se hizo más amplio y
un hombre cuyos rasgos he olvidado puso un libro frente a mis ojos: Arcana
celeste, de Boecio. Desde ese momento el sueño se detuvo y por más que
quise moverme lo único que veía era ese libro y la orden silenciosa de leerlo.
Salté de la cama a buscar noticias de
Boecio. Como no había escrito un libro con ese título, decidí empezar por El
consuelo de la filosofía, el libro que escribió pocas horas antes de ser
ejecutado, y creo no haberme equivocado. Después de dar el consuelo que
toda alma necesita, el libro se dedica a explicar la maquinaria divina, con
unos argumentos que hacen caber a Dios mismo en la cabeza del lector. No tengo
intención de hablar aquí de ese libro, porque creo que cada persona necesita un
libro distinto. Pero no quiero quedarme sin decir que El consuelo de la
filosofía me llegó dos días antes de un momento muy triste, y que al
llegar ese momento estaba preparado para que una cosa así no consiguiera
destruirme.
Oneonta, Noviembre de 2009.
gran libro es el que estas leyendo.En mi caso descubrir a Boecio, con 20 años.Pero aun hoy con una edad avanzada como la que tengo ahora,sigo de vez en cuando echandole una oeada,un saludo,
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