jueves, 17 de octubre de 2013

La patria del lenguaje

Palabras de agradecimiento durante el homenaje de la Feria del Libro Hispana Latina de Nueva York,
el viernes 11 de octubre de 2013, en la Renaissance Charter School, de Jackson Heights, New York.



La patria del lenguaje

Quiero agradecer al Centro Cultural Hispano/Latino de Nueva York, a su presidente Fausto Rodríguez, al comité organizador de la Feria y, muy especialmente, a Juan Nicolás Tineo, por el honor que hoy me conceden. Agradezco también a senador José Peralta y al concejal Danny Dromm por las distinciones que me hacen. Llevaré con orgullo toda la vida este homenaje que me hace la Feria Hispana Latina de Nueva York, por “abrir puertas” a la comunidad hispana en este país. Sé que nace de una generosidad y un aprecio genuinos. Lo recibo porque creo que lo merece esta multitud que me acompaña, la que habla cuando hablo, la que escribe cuando escribo: miles de seres vivos y muertos, visibles e invisibles.
Gracias a los que han creído en mi trabajo literario, a quienes lo han apoyado, a todos los que con gestos y palabras han asumido como suya esta empresa loca de un tipo empeñado en dejar su testimonio. Gracias, también, a los que hoy están aquí: a los autores y a los editores que van a presentar sus libros en estos días, a los académicos que contribuirán a dar profundidad a la reflexión, a los lectores, a todos los que piensan que la literatura es una de las manifestaciones más sublimes de la vida.
 Me han sugerido que esta noche hable un poco de mis libros y que cuente mi historia. Puedo empezar por el final y decirles que mi patria es el lenguaje. He vivido el desarraigo, he habitado en las palabras y, para llegar aquí, he tenido, como todos ustedes, un largo y misterioso recorrido.
Mi nombre es Gustavo Arango. Soy el segundo de los tres hijos de Félix Arango, un vendedor de fantasías a quien mataron por saber demasiado, y de Nubia Toro, una mujer valiente que me enseñó desde niño a jugar con las palabras.
Nací y crecí en un pueblo esforzado y soberbio donde el dinero consiguió corromper a muchos. Soy de Medellín, el principal proveedor mundial de cocaína a finales del siglo pasado. De allí salía, con destino a este País del Sueño, el veneno que destruía voluntades y vidas. He cargado con el estigma de haber nacido en esa ciudad, y he vivido preguntándome, con mi querida Sor Juana, quién es más de culpar: “el que peca por la paga o el que paga por pecar”.
En esa ciudad donde el amor excesivo por la vida se transformó en desprecio por la vida ocurrió lo mejor que ha podido ocurrirme: descubrí desde niño mi inclinación por la literatura.
Los viernes de cada semana, el vendedor de fantasías llegaba a casa con un libro nuevo bajo el brazo. Yo lo veía llegar, orgulloso con su nueva adquisición, lo veía ponerla junto a otros libros en un estante de la sala, lo veía alejarse sin decir una palabra. Nunca me dijo que leyera. Sólo traía los libros a casa y los dejaba en el estante.
Dos consejos del vendedor de fantasías formaron mi carácter. Siempre me dijo que fuera “alguien en la vida” y que buscara la sabiduría. Yo ignoraba que me estaba poniendo tareas tan difíciles que una vida no alcanza para completarlas.
Tardé poco en morder el anzuelo de los libros que el vendedor de fantasías dejaba en el estante de la sala. La primera novela completa que leí fue Las aventuras de Tom Sawyer. Luego encontré a Julio Verne y la pasión por la lectura me abrasó. El mundo entero vino a visitarme. Ni la muerte, ni el tiempo ni la distancia eran obstáculos para escuchar con los ojos esas voces fascinantes, para escapar a otros mundos, para volver transformado.
A los veinticuatro años de edad –poco después de la muerte de mi padre– me fui de Medellín porque el desprecio por la vida me resultaba intolerable. Yo mismo llegué a sentir que mi vida carecía de sentido. Consideré la posibilidad del suicidio, pero al final escapé de la trampa. Los libros me habían enseñado que el mundo es más grande de lo que parece, que un muerto no cabe en el mundo, y que la mayor soberbia es creer que merecemos una estrella o una flor. Entre quitarme la vida y ser otro en otro lado, elegí lo segundo.
Encontré en Cartagena de Indias la dulzura del Caribe. Allí mi lengua se curó de aristas, se volvió melodía. En la vieja ciudad de los virreyes me propuse aprender a escribir. A la sombra de una arquitectura cargada de historias, respirando un aire que embriagaba, me di a la tarea de encontrar una voz propia.
Con el tiempo he pensado que los casi diez años que viví en Cartagena han sido los más felices de mi vida. Allí volví a amar la vida. Allí nacieron mis hijos. Allí fui profesor por primera vez. Allí escribí libros decisivos: mi primera novela y un libro biográfico sobre Gabriel García Márquez. Como periodista pude conocer con lujo de detalles las intrigas, los tejemanejes, de la vieja ciudad cortesana. Tuve contacto con todas las esferas sociales, fui testigo privilegiado de la historia. Pero también llegó el momento de dejar Cartagena de Indias. El ritmo del Caribe empezaba a arrullarme, a adormecerme y, si quería hacer una obra literaria digna de mis maestros, era preciso buscar nuevos horizontes.
Llegué al aeropuerto de Newark en la madrugada del 27 de diciembre de 1998, con una mujer, dos niños pequeños y una casa que había sido reducida a tres maletas. Recuerdo que, al salir a la noche de invierno, mi hija Valentina exclamó con su acento cartagenero: “Eerrda, qué frío”. Tenía seis años de edad y estaba entrando a su patria, recibía el helado saludo de un mundo que sería más suyo que el mundo que acababa de dejar. Por mi parte, después de haber sido periodista y profesor en Cartagena, volví a ser estudiante aquí en el País del Sueño. Volví a hacer tareas y a presentar exámenes; pasé noches enteras estudiando y haciendo largos viajes en tren y en auto.
Vine a este país por una suma de factores. Mi libro sobre García Márquez me ayudó a abrirme camino y encontré amigos generosos. La profesora Margarita Sánchez –quien hoy me acompaña– fue la primera en tenderme la mano. Nunca ha dejado de ayudarme. Con ella, mi deuda de gratitud es impagable. Susana Rotker y el escritor argentino Tomás Eloy Martínez también me ayudaron a encontrar un lugar en la academia. Gracias a ellos, la Universidad de Rutgers me dio una beca generosa para hacer mis estudios de maestría y doctorado. Así pude seguir creciendo como escritor y tener, además, el privilegio de enseñar mi lengua y las literaturas que se expresan a través de ella.
La tuve fácil y, sin embargo, no fue fácil. Después de haber sido editor de un periódico en Colombia, recorrí aquí las calles desiertas de la madrugada repartiendo periódicos para redondear el sueldo. “Eerrda, qué frío”. Estudiaba, trabajaba, era padre de dos hijos y en los segundos que me quedaban libres hacía literatura. Muchas veces me he caído del sueño en este País del Sueño.
No me quejo por las experiencias que he tenido. Todas, las buenas y las malas, me han hecho lo que soy. Sé que aquí mismo, en esta curiosa multitud de viernes por la noche, cada uno de ustedes podría contar una historia de coraje, de dificultades superadas, de grandes triunfos morales. Pero las estrecheces que he vivido me permiten entender el valor y los méritos de la comunidad que hoy me hace este reconocimiento.
Pocos meses después de llegar descubrí que mi voz había cambiado, que empezaba a recibir nuevos influjos: de las distintas variedades del español, de la proximidad beneficiosa del inglés, del ritmo del mundo, con sus gestos y estaciones. Fue aquí donde adquirí la conciencia de que mi voz es la suma de muchas voces. Me expreso en latín y griego, en árabe, hebreo y cartaginés, en cientos de otras lenguas africanas e indígenas, en fenicio y en inglés.
Vivir en el País del Sueño me ha permitido por fin verme a mí mismo como hispanoamericano. He empezado a sentir como propias las culturas mexicanas, caribeñas, ibéricas, andinas o las del cono sur. El contacto con lenguas y culturas ha enriquecido mi lenguaje. Soy las vidas de millones hilvanando palabras. Soy la nota de una canción milenaria que exalta la vida, que agradece el milagro del instante y se diluye en alegría.
No he perseguido la fama ni el éxito de ventas, pero soy  ambicioso. Aspiro a que mis libros se publiquen, se divulguen, puedan llegar a las manos de lectores capaces de apreciarlos. Y, como si eso fuera poco, aspiro a derrotar a la muerte convirtiéndome en lenguaje.
Hoy tengo el honor de recibir este homenaje que además está expresado en forma de metáfora: “por abrir puertas a la comunidad hispana en los Estados Unidos”. Cuando era muy niño, mi hijo Mateo me dijo algo maravilloso. Yo le había preguntado qué quería ser cuando grande y me respondió, sin pensar demasiado: “Quiero ser una puerta, para ver a la gente acercarse y entonces abrir”.
Las personas realmente libres aman los límites. Las puertas son la frontera entre dos espacios, son el símbolo de un encuentro y no debemos olvidar que cada encuentro nos transforma. Es un privilegio estar aquí, en los Estados Unidos, en este momento, los inicios del siglo XXI, abriendo puertas. Estamos en el centro de una historia de proporciones épicas. Hoy somos el segundo país del mundo con más hispanohablantes y en pocas décadas seremos el primero. Y es preciso que estemos a la altura de ese reto.
Hay mucho por hacer en muchos terrenos: en la educación –formando personas responsables y con criterio–, en los medios de comunicación –creando contenidos que respeten la inteligencia de la gente–, en la academia y en el sector editorial –promoviendo el aprecio por todas las literaturas, no sólo por las que tienen éxitos de ventas. Cada exponente de las distintas artes tiene un papel importante. Como escritores tenemos el deber de escribir bien y el de hacer una literatura que refleje la riqueza del encuentro. Hay que pensar en todo, trabajar mucho y hacer cada uno su tarea de la mejor manera.
Quiero aprovechar esta oportunidad para recordar que las puertas se abren siempre en dos direcciones. Toda búsqueda de aceptación y de reconocimiento implica también la aceptación y el reconocimiento de los otros. La defensa del español y de nuestras culturas no debe significar nunca un rechazo del inglés y de las muchas otras lenguas y culturas que conviven con nosotros aquí en el País del Sueño. Respetemos al otro, aprendamos del otro, y enseñémosle a apreciar nuestro valor y nuestra dignidad.
Cada nuevo idioma que aprendemos, cada cultura que acogemos en nuestro corazón, enriquecen nuestra vida, nos dan valores nuevos y amplían nuestra perspectiva. Amemos nuestras banderas, nuestros símbolos, nuestra literatura, pero no permitamos que nos separen de otros. No olvidemos que –antes de ser hispanos o latinos– somos seres humanos: misterios que miran el universo con ojos sorprendidos.
Hace veinticinco años dejé una ciudad donde la gente se había vuelto “desechable”. La violencia, el dolor y el desaliento habían estado a punto de destruirme. Pero el amor por la literatura me salvó.
También me salvó una multitud de seres que me han ayudado en el camino, que se han unido al coro con que expreso mi mensaje.
La lista completa sería enorme, ya he mencionado algunos, pero no quiero dejar de mencionar a otros que me han ayudado desde que vine al País del Sueño. Gracias a María Cristina Montoya, a Jacqueline Donado, a Susan Byrne, a Nadia Celis, a Carlos Raúl Narváez, a Luz Merlin Alzate, a Héctor Hernández Ayazo, a Miguel Falquez-Certain, a Nereo López Meza, a mi amada Gloria Virginia y a mi otra amada, en el más allá, Marilla Waite Freeman.
Gracias también a Tony Bedoya y a Rosita y Ofelia, mis tías abuelas.
El fin de semana pasado estuve visitando ésa que es la rama más antigua de mi tronco familiar.  Viven a pocas cuadras de aquí, vinieron al País del Sueño hace medio siglo y no sólo abrieron puertas, sino que las construyeron. Hablaba con ellos del homenaje que recibiría esta noche cuando Ofelia –una de las mujeres más hermosas e inteligentes que he conocido– lanzó al aire una pregunta que yo también me he hecho muchas veces:
“Cómo estaría Félix de contento”.
Mi padre, Félix Arango, el vendedor de fantasías, pagó por la publicación de mi primer libro de cuentos, cuando yo apenas tenía dieciocho años. Andaba con el libro por todos lados, se lo mostraba a todo aquel con quien se cruzaba, y era el ser más orgulloso de la tierra.
Ese fue mi único libro que mi padre conoció.
Desde entonces, cada vez que han salido publicados los otros libros –o cada vez que he recibido una distinción– me he venido haciendo la misma pregunta:
“Cómo estaría de contento”.
Ahora sé la respuesta a esa pregunta.
Está feliz. Está saltando de la dicha.
El vendedor de fantasías está vivo y yo soy su alegría.







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