Pocos días después de que
Pedrarias llegara a Panamá, el licenciado Espinosa regresó de su expedición por
el Sur. Traía cincuenta mil pesos de oro. Pedrarias envió un mensajero a Santa María,
para pedirle a Oviedo que fuera a Panamá a supervisar la fundición del oro conseguido
por Espinosa, y a coordinar el pago de los porcentajes respectivos. En el
mensaje volvió a insinuarle que lo mejor para él y su familia sería mudarse a
la costa del Mar del Sur.
Oviedo viajó con Diego
Márquez, quien tardó en hacer los preparativos para la partida, pues no tenía
intención de regresar y se iba con su esposa y sus bienes a Panamá. El Veedor se
obstinó en no abandonar a Santa María. Allí dejó a doña Isabel y a Francisco, su
hijo menor. Al marcharse entregó a su mujer los planos y mil quinientos
castellanos para la construcción de una enorme casa para la familia. Quería que
su hogar sirviera de ejemplo para todos y levantara la moral de la colonia.
Isabel de Aguilar coordinó con apacible autoridad las labores de los indios,
para la construcción de la vivienda más amplia, cómoda y hermosa que se había hecho
hasta entonces en Tierra Firme.
A finales de 1521, Oviedo
pudo por fin salir de Panamá para regresar a Santa María. Al despedirse de
Pedrarias volvió a insistirle en el peligro de desaparecer que corría Santa
María. Pedrarias le dijo que estaba muy ocupado coordinando exploraciones en el
Mar del Sur y que, ya que lo quería como a un hijo, le rogaba que aceptara ser
su teniente en Santa María. Le aseguró a Oviedo que confiaba plenamente en que
bajo su gobierno la ciudad no sufriría perjuicios.
Oviedo no quería aceptar el
cargo, porque estaba comisionado por la Corona para limitar la autoridad de
Pedrarias, pero los turiferarios del Gobernador le insistieron tanto que aceptó
el cargo. Pedrarias firmó de su puño y letra el nombramiento. Oviedo atravesó
el istmo, llegó a Nombre de Dios y se embarcó a Santa María.
Llegó el sábado 9 de noviembre de 1521, y encontró a su
mujer agonizando. Isabel de Aguilar llevaba diez días enferma, atacada por
fiebres terribles. Murió al amanecer del día siguiente, dejando construida la primera
mansión española de Tierra Firme, mucho
más amplia y hermosa que la vivienda de
Balboa. Viendo a su mujer muerta, Gonzalo Fernández de Oviedo pensó que perdía
el seso. Pasó aquel domingo abrazado al cuerpo yerto. Acariciaba el hermoso
rostro mediterráneo de Isabel y le decía que quería morirse para estar junto a
ella. En medio de su delirio, alzó los ojos vesánicos y preguntó por qué se le
privaba de la dulce compañía de su esposa. Quiso que el cielo le explicara la
razón por la cual se le negaba la posibilidad de vivir en matrimonio, como buen
cristiano, y no amancebado como algunos vecinos suyos que tenían dos mujeres o
más. Se volvió de nuevo al cuerpo ya sin alma, y lo llenó de besos y de
lágrimas, y sintió la presencia de una suerte de abismo, un oscuro y terrible y
magnético abismo. Besó los labios y sintió el filo de sus dientes. Quiso creer
que la mujer se estremecía, y se dejó caer en el abismo.
Fragmento de Santa María del Diablo.
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