Texto publicado en El Universal el 13 y
14 de abril 1993
Foto: María Paula Escobar Olarte
I. Al calor de los muertos
Poco a poco, a medida que la noche se
acomoda, el fuego se apodera de las tumbas.
Cuando el día aún era día, numerosos
vendedores se instalaron en la puerta. Con las sombras fue aumentando el
desfile de personas, todas llevando en sus manos velas, cirios y velones. Una
extraña procesión se ha derramado de las casas, se ha escurrido por las calles
y ha llegado al Cementerio. Esa noche se celebra una fiesta paradójica y
extraña.
Es Miércoles Santo, la Semana Mayor es
un hecho. Ya pasó “el paso robado”. Ya hubo Procesión de Ramos. Ha llegado el
momento de hacer la visita nocturna a los muertos, de encenderles un fuego, de
orar ante sus tumbas, de hablar y recordar, de volver a encender velas que se
apagan, de dejar transcurrir lentamente la noche, evocando caricias o timbres
de voces, releyendo inscripciones, observando con dulce nostalgia las llamas.
La
semana Mayor
Ha pasado un año más. Un año de muertes
y nacimientos, un año de risas y tristezas, un año de veranos rabiosos y
aplastantes y de inviernos. Hubo un junio y un septiembre y un diciembre y un
enero y al final llegó el momento en que todo en ese pueblo parece renacer.
Llegar a la “Semana Mayor”, vivir de
lejos o de cerca sus rituales, sentir el paso purificador de sus procesiones,
el sudor eufórico de todos, los éxtasis individuales o colectivos, es como
renacer.
La Semana es una fiesta de año nuevo.
Es el punto de referencia para todos los recuerdos. La ocasión para la que se
pintan las fachadas de las casas. El momento en que la gente se pone un vestido
nuevo. Es el antes y el después.
Conchita
y sus amigas
En la capilla del cementerio, una
hoguera que navega sobre esperma derretida absorbe las conciencias.
En las tumbas, bóvedas y mausoleos
familiares, las velas empiezan a dibujar una noche estrellada.
Ya es casi de noche e iluminan mejor.
Junto a la entrada del ala más nueva
del cementerio, la que tiene más bóvedas vacías, Concha Paba se encuentra con
Andrea López Arteaga, una vieja amiga. A medida que pasan los años, nuestros
contemporáneos terminan siendo nuestros únicos amigos.
Concha, la hija del doctor Tobías Paba,
saluda a un hombre gordo y algo feo que pasa cerca de ellas y trae una cámara
en la mano. Por encima se ve que es visitante, que el ritual de las velas no
deja de intrigarle.
Concha Paba le pregunta si le gusta la
ciudad, si la conocía desde antes. El hombre responde con monosílabos pero, por
fin, recuerda que su oficio es preguntar y le pide a esa mujer octogenaria que
le hable del pasado.
Conchita deja ver una sonrisa infantil
salpicada de trocitos de oro y propone a su amiga un tema de charla.
“La Semana Santa era mejor antes”.
“Ya el padre ha hablado por el desorden
que hay”, le responde Andrea, una mujer de piel oscura, rostro anguloso y mucho
más joven que Conchita, pero ya anciana.
“Es el modo de criar. Yo crié dos y hay
que ver”, dice orgullosa Conchita. “La juventud ahora no quiere ni trabajar,
sólo les interesa la marijuana y el perico”.
De pocas palabras, Andrea escucha a
Conchita y asiente con la boca apretada.
“Muchas cosas se han perdido. Los
músicos se han muerto. Los orfebres también se han ido muriendo y los de ahora
no quieren aprender el oficio. Sólo quieren vivir en el hotel de papi y mami”.
El hombre de la cámara saca una libreta
y escribe lo que escucha. Al grupo se ha sumado Abadesa Villarreal. Conchita
prosigue el inventario de las pérdidas.
“Ya no vienen esos barcos con sus
grandes ruedas de palo, que funcionaban con leña: el Atlántico, el Sofía, el
Elbes”.
Abadesa contribuye a la nostalgia: “Íbamos
a esperar a los hermanos que venían de Barranquilla”.
“Tenían orquestas a bordo. Traían
gallinas, micos, ganado, calderos de fierro. Los muchachos se subían a jugar
con las ruedas de madera”.
De pronto, las ancianas recuerdan que
están en el cementerio, que poco a poco ha llegado la noche en que todo el
pueblo se reúne con sus muertos.
“Ahí, a la entrada, está la tumba de
Candelario Obeso, el poeta que se mató”, dice didáctica Conchita. “¿Recuerda
ese poema que decía: la noche qué oscura
está, bogá, bogá? Candelario Obeso era negro, con los cabellos de pimienta,
y se enamoró de una niña blanca. Las amigas de la muchacha le decían que si no
le daba vergüenza salir con ese negro bembón. Al final ella lo dejó y él se
mató”.
Las mujeres concluyen que para muchos
es motivo de orgullo morir en Mompox. Recuerdan a una mujer que llegó de visita
y le gustó tanto el pueblo que decía: “Si yo pudiera quedarme aquí”. A los
pocos días murió “y está enterrada aquí”.
Una de ellas recuerda a los hermanos
Ribón, Atanasio y Segundo. “Se fueron de Mompox porque no tenían con quién
hablar, por lo ricos que eran. Las camándulas de los santos que tenían en la
casa eran de oro. Se fueron a vivir a Londres, pero volvieron a morir en el
ancianato”.
Y la charla, como la vida, regresa a la
Semana Santa. Conchita está contenta porque en la procesión se recuperó “la
vuelta del caracol, como la hacían antes”.
Luego habla de su padre como si
estuviera vivo. “Me cuenta mi padre que el sepulcro que había aquí está en
Tenerife, España. Que el que hay ahora lo trajeron de allá en el año 1900”.
“Antes los padres nos referían muchas
historias”, dice Andrea. “Como uno es de cabeza fresca por eso las recuerda”.
“Algunas de esas historias yo se las
cuento a Alberto, el hijo mío, el que está vivo”, dice Conchita. “Ay, mamá”,
concluye con un suspiro. “Esas sí eran historias. No como esos cuentos que
pasan por la televisión”.
“Si nosotros fuéramos a la televisión,
ganaríamos plata echando estos cuentos”, agrega Abadesa.
Las mujeres sonríen y el hombre de la
cámara y la libreta les pregunta sus nombres y sus edades.
Andrea dice que es del 32, Abadesa que
del 25, Conchita guarda silencio un momento, obliga a que le hagan de nuevo la
pregunta y responde con orgullo: “Mi nombre es María Concepción Paba Rojas de
Betancourt, pero hasta los perros me conocen como Conchita. Soy del año 9. Yo
soy más vieja que todos ustedes”.
El hombre agradece, se despide y se
aleja. Las mujeres le sonríen y en el oro de sus dientes parecen reflejar las
luces de las velas.
Conchita se queda hablando con sus
amigas. Comenta con orgullo lo hermosa que le quedó la túnica que vestirá
Poncio Pilatos.
La
fiesta
Poco después de las nueve de la noche,
una luna amarilla con un velo de nubes se asoma tímidamente.
Aunque en la puerta de la capilla una
banda interpreta notas nostálgicas, el ambiente en el Cementerio es como de
fiesta.
Los niños corren entre las tumbas y le
encienden algunas velas a los muertos a quienes nadie ha visitado.
No hay tristeza en los rostros de la
gente.
Una hoguera dulce arde desde todos los
rincones, desde las bóvedas de los pobres, desde los imponentes mausoleos
familiares.
La gente camina con placidez entre las
tumbas. Se cruzan, se saludan, les rezan a los padres, a los tíos, a los
compadres, a las primas hermanas de los compadres de los hermanos. Todos, en
ese momento, resultan familiares.
Frente a una lápida vieja, una señora
le recuerda a otra que el que yace en la tumba fue Víctor Acuña, el orfebre
famoso, primo hermano de su madre.
Con gesto de dolorosa sorpresa, una
joven se entera de la muerte de un conocido, ocurrida hace quince días.
Una mujer y sus hijos adolescentes, se
apretujan frente a la lápida de un hombre muerto hace poco. La han llenado de
flores y de velas, como si quisieran devolverle un poco de calor.
En la parte alta de las bóvedas más
antiguas, un hombre yace olvidado. Su nombre es Pío Villarreal. Vivió entre
1836 y 1932. Nadie le ha puesto una vela.
Pero ni aun ese olvido causa pena,
porque de alguna manera el calor de esa noche también a él lo alcanza.
La luz amarilla que se aferra a lápidas
y pieles transmite una tibia sensación de paz.
Personas silenciosas observan absortas
las llamas.
Hay velas encendidas hasta en las
bóvedas vacías.
Algunos niños recorren el cementerio
formando enormes bolas de esperma.
Poco a poco, a medida que la noche es
cada vez más noche, las velas y la fiesta se empiezan a apagar.
Algunos se resisten a marcharse,
quieren prolongar el calor de la visita un poco más.
Pero al final sólo quedan la luna y el
silencio satisfecho de los muertos de ese pueblo que no olvida su pasado, que
sagradamente regresa cada año, cada Miércoles Santo, a mantener encendida la
llama de la vida en aquellos que ya duermen en la tierra a la que siempre se
sintieron aferrados, en aquellos nazarenos, angelitos y Marías de otros
tiempos, que tendrán que contentarse con escuchar desde lejos los sonidos cadenciosos,
enigmáticos y lentos de una larga procesión que no termina.
Foto: David Estrada
II.
Como el río
Mompox fluye como un río. Como el río
que pasa por su lado y que casi nadie mira.
Siendo un poco extravagantes, podría
asegurarse que es un pueblo sumergido y que aferrado a sus paredes fluye un río
de personas que nacen y se mueren.
La sensación también es física.
Caminando por sus calles la piel se cubre de humedad. A los pulmones llega un
olor de tierra mojada, un aroma dulce y vegetal.
A pesar de que fluye y que su gente se
mueve como nadando, en Mompox el tiempo parece que no transcurre. Haber quedado
fuera de las rutas comerciales lo ha convertido en un pueblo fantasma, en un
pueblo de fantasmas que se confunden con los momposinos y los visitantes
durante las procesiones de Jueves y Viernes Santo.
Esos días hay revuelo en la Calle Real
del Medio. Se reúnen más personas que en cualquier otra época del año. Se
apretujan hasta asfixiarse fantasmas, momposinos y visitantes.
El Jueves la procesión marcha contra la
corriente del río, como simbolizando el ascenso hacia el Calvario.
El viernes corre aguas abajo, como un
cuerpo que ya no lucha y es arrastrado.
En ambos días a esa lenta serpiente
luminosa no le falta compañía. A pesar
de las casi diez horas que duran, en promedio, esos parsimoniosos recorridos de
seis cuadras, desde la salida, como a las seis de la tarde, hasta la eufórica
llegada, cuando la noche está pensando en retirarse, en ningún momento le falta
a la procesión su compañía.
El pueblo se releva para apoyarla. Por
las calles aledañas se desliza una alegre ansiedad. Los momposinos van a sus
casas, comen, les cuentan a los que no han ido cómo fue la salida de Santa
Bárbara o San Francisco. Puede verse a nazarenos sudorosos que han dejado por
un momento la procesión, puede verse a niños vestidos con túnicas moradas y
pelucas (con corona de espinas incluida), llevando una cruz en una mano y en la
otra un helado.
Puede verse a las personas sentadas
junto a las puertas, comentando pormenores. Se cruzan momposinos elegantes y se
preguntan unos a otros si ya fueron, si van o si vienen. Animan a los que están
asomados en las ventanas y parecen estar ese año enemistados con la Semana
Santa.
En la puerta de una casa se dibuja la
delgada silueta de un hombre de edad en una silla de madera. Su rostro no se
ve. Se ha sumergido intencionalmente en las sombras para ver el paso apresurado
de la gente, su alegre ansiedad, para oír la música de vientos cadenciosos y de
golpes que viene desde la calle principal y para recordar otras Semanas Santas,
otras aguas arrastradas por el río.
Un
pueblo literario
Mompox está lleno de historias. Es un
pueblo de río bastante literario. La sensación más fuerte que se tiene cuando
se camina por sus calles es la de que nos están mirando episodios y seres que
ya nadie recuerda, como si se negaran a dejar esos lugares donde sólo son
olvido.
A pesar del olvido, un presente
cotidiano y un pasado infinito parecen superponerse. Por eso parece que el
tiempo se hubiera detenido.
Puede uno encontrarse con una
palenquera que dormita aburrida y que uno no alcanza a imaginar cómo vino a
parar a Mompox.
Puede recorrer la calle que está al
lado del río y encontrarse el consultorio del médico más antiguo. Ver su figura
arqueada, entrar a hablar con él, preguntarle de qué se moría la gente hace más
de medio siglo.
También puede llegar uno a la casa que
fue de María Ignacia Trespalacios, Marquesa de Santacoa, y hablar con una de
sus descendientes directas, verle el porte distinguido, la severa dignidad con
que exhibe el retrato de la Marquesa, cuando joven, cuando viva, allá por 1750;
puede verse el orgullo de la ilustre descendiente pidiéndole a su hijo que le
pegue los botones al escudo de armas familiar.
Es posible preguntarle al descendiente
de la Marquesa lo que significa el escudo y que el joven responda que se trata
de un jabalí tratando de subir a un árbol y que eso significa lealtad con los
amigos.
Es posible sentir entre la gente el
tibio reavivar de las viejas pasiones políticas luego de ver un informe de
televisión sobre el pueblo en el que destacan las disputas de partidos.
En Mompox hay pequeñas pugnas por el afán
de participar en las procesiones, por llevar un cirio o una bandera.
En Mompox hay orfebres que desconfían
de los extraños porque le temen a la guerrilla. Y hay talleres en los que
trabajan varios de esos bordadores de destellos, que acogen entre joviales y
recelosos a ese que llega con sus preguntas.
Los orfebres se quejan de que no hay
oro. Que lo malo del pueblo ha sido tanto “pedigree”.
“Había que besarle a todo el mundo la mano”.
Un orfebre erudito dice que su arte
empezó en Persia y de ahí viajó a España, de donde vino a Mompox.
Mompox es un sitio propicio a los
hallazgos.
En Mompox roban tan poquito, que la
gente aún recuerda aquella Semana Santa en la que dicen que un hombre, que no
era del pueblo, se robó una cadena y se arrojó al río, pero la policía lo mató
a tiros.
Es un sitio en el que imperan motos y
bicicletas.
En las noches de procesión es posible
mirar las ventanas del ancianato, donde hay 75 internos, y ver a un hombre
solitario siguiendo con gesto inexpresivo el movimiento.
El Sábado Santo es posible ver a unos
hombres que rodean a un amigo de yeso que está herido y es bastante parecido a
Jesucristo, el que murió el Viernes Santo.
Es posible asomarse al viejo pozo en el
que un hombre de apellido Bolívar daba de beber a sus bestias, y mirar las
ruinas del estanque en el que él y sus hombres se bañaban.
Mompox es un pueblo literario. Podría
escribirse un libro, pero es mejor no alargarse. Que baste con decir que caminando
por sus calles uno piensa en Santa María la de Onetti, más que en Macondo, y
que a nuestros sentidos se arroja, pidiendo nuestra atención, una multitud de
historias.
Como
el río
Protegido por las sombras, el hombre
mira el movimiento de la calle. A lo
lejos escucha una música casi inaudible. Por los comentarios de la gente que
pasa por el frente de su casa, sabe que la procesión va por los lados del
Parque de Bolívar.
Recuerda las procesiones de su vida.
Las veces que se vistió de nazareno. A lo lejos, recuerda la música y piensa en
el tiempo.
Cuando se ve una procesión en Mompox se
piensa en el tiempo, en ese invento apurado que es el tiempo. Viendo ese paso
lentísimo, monótono y pendular, se piensa que hay un momento en que esa masa de
gente ha logrado derrotarlo.
Cuando empieza la marcha, la gente está
nerviosa y dispersa. Todos todavía tienen nombre y recuerdan las cosas que
hicieron ese día en la mañana, las personas con las que conversaron.
Varias horas después, algunos empiezan
a sucumbir al demoledor paso de la procesión. Pronto, el sacrificio voluntario
que llevan en hombros entra lleno de significado a través de sus sentidos
fatigados.
Son evidentes las relaciones de esa
procesión con la meditación, con la repetición al infinito de sonidos y
movimientos para entrar en estados de trance.
Lo que muchos de los viejos al parecer
no perdonan es que ahora en las procesiones algunos tomen licor. Pero viendo el
esfuerzo, el viaje más allá de la resistencia de los cuerpos y de las
conciencias que hacen los nazarenos, es posible comprender que para algunos la
fe necesita de un estímulo.
Como sea, pasados de tragos o llegando
a los éxtasis místicos, los momposinos se encargan de que los pasos lleguen
hasta la meta: los catorce del Jueves Santo, o la Cruz, el sepulcro y las
mujeres apenadas del Viernes Santo.
Si hay que buscar en alguna parte la
explicación a la forma de ser que tiene la gente de Mompox, si se quiere
entender su carácter gozoso, hay que pensar en las procesiones del Jueves y el
Viernes Santo. Hay que hurgar en el sentido de esa marcha, que parece que no avanza,
la explicación de ese pueblo donde el tiempo se encuentra detenido.
Hay que mirar esos hombres con la
conciencia ya perdida, esos jóvenes
vestidos de nazarenos que miran asustados a la gente y piden que les
tomen una foto. Hay que ver esos hombres
de aspecto campesino, algunos ya viejos burlándose del peso de los años. Hay
que pensar en ese avance que a veces parece un retroceso, en esas largas
hileras de personas que con el paso de las horas han olvidado hasta sus
nombres. Hay que hacer todo eso para empezar a entender a ese pueblo de fuego y
de agua que parece inventado por alguien.
Hay que entender muchas cosas para
entender el sentido infinito de ese hombre guarecido entre las sombras que
fuma, mira, escucha y piensa que Mompox, como la procesión, fluye lenta, sabia,
extática y eterna como el río.
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