sábado, 30 de mayo de 2015

Mompox

Texto publicado en El Universal el 13 y 14 de abril 1993
Foto: María Paula Escobar Olarte


I. Al calor de los muertos
Poco a poco, a medida que la noche se acomoda, el fuego se apodera de las tumbas.
Cuando el día aún era día, numerosos vendedores se instalaron en la puerta. Con las sombras fue aumentando el desfile de personas, todas llevando en sus manos velas, cirios y velones. Una extraña procesión se ha derramado de las casas, se ha escurrido por las calles y ha llegado al Cementerio. Esa noche se celebra una fiesta paradójica y extraña.
Es Miércoles Santo, la Semana Mayor es un hecho. Ya pasó “el paso robado”. Ya hubo Procesión de Ramos. Ha llegado el momento de hacer la visita nocturna a los muertos, de encenderles un fuego, de orar ante sus tumbas, de hablar y recordar, de volver a encender velas que se apagan, de dejar transcurrir lentamente la noche, evocando caricias o timbres de voces, releyendo inscripciones, observando con dulce nostalgia las llamas.


La semana Mayor
Ha pasado un año más. Un año de muertes y nacimientos, un año de risas y tristezas, un año de veranos rabiosos y aplastantes y de inviernos. Hubo un junio y un septiembre y un diciembre y un enero y al final llegó el momento en que todo en ese pueblo parece renacer.
Llegar a la “Semana Mayor”, vivir de lejos o de cerca sus rituales, sentir el paso purificador de sus procesiones, el sudor eufórico de todos, los éxtasis individuales o colectivos, es como renacer.
La Semana es una fiesta de año nuevo. Es el punto de referencia para todos los recuerdos. La ocasión para la que se pintan las fachadas de las casas. El momento en que la gente se pone un vestido nuevo. Es el antes y el después.
Conchita y sus amigas
En la capilla del cementerio, una hoguera que navega sobre esperma derretida absorbe las conciencias.
En las tumbas, bóvedas y mausoleos familiares, las velas empiezan a dibujar una noche estrellada.
Ya es casi de noche e iluminan mejor.
Junto a la entrada del ala más nueva del cementerio, la que tiene más bóvedas vacías, Concha Paba se encuentra con Andrea López Arteaga, una vieja amiga. A medida que pasan los años, nuestros contemporáneos terminan siendo nuestros únicos amigos.
Concha, la hija del doctor Tobías Paba, saluda a un hombre gordo y algo feo que pasa cerca de ellas y trae una cámara en la mano. Por encima se ve que es visitante, que el ritual de las velas no deja de intrigarle.
Concha Paba le pregunta si le gusta la ciudad, si la conocía desde antes. El hombre responde con monosílabos pero, por fin, recuerda que su oficio es preguntar y le pide a esa mujer octogenaria que le hable del pasado.
Conchita deja ver una sonrisa infantil salpicada de trocitos de oro y propone a su amiga un tema de charla.
“La Semana Santa era mejor antes”.
“Ya el padre ha hablado por el desorden que hay”, le responde Andrea, una mujer de piel oscura, rostro anguloso y mucho más joven que Conchita, pero ya anciana.
“Es el modo de criar. Yo crié dos y hay que ver”, dice orgullosa Conchita. “La juventud ahora no quiere ni trabajar, sólo les interesa la marijuana y el perico”.
De pocas palabras, Andrea escucha a Conchita y asiente con la boca apretada.
“Muchas cosas se han perdido. Los músicos se han muerto. Los orfebres también se han ido muriendo y los de ahora no quieren aprender el oficio. Sólo quieren vivir en el hotel de papi y mami”.
El hombre de la cámara saca una libreta y escribe lo que escucha. Al grupo se ha sumado Abadesa Villarreal. Conchita prosigue el inventario de las pérdidas.
“Ya no vienen esos barcos con sus grandes ruedas de palo, que funcionaban con leña: el Atlántico, el Sofía, el Elbes”.
Abadesa contribuye a la nostalgia: “Íbamos a esperar a los hermanos que venían de Barranquilla”.
“Tenían orquestas a bordo. Traían gallinas, micos, ganado, calderos de fierro. Los muchachos se subían a jugar con las ruedas de madera”.
De pronto, las ancianas recuerdan que están en el cementerio, que poco a poco ha llegado la noche en que todo el pueblo se reúne con sus muertos.
“Ahí, a la entrada, está la tumba de Candelario Obeso, el poeta que se mató”, dice didáctica Conchita. “¿Recuerda ese poema que decía: la noche qué oscura está, bogá, bogá? Candelario Obeso era negro, con los cabellos de pimienta, y se enamoró de una niña blanca. Las amigas de la muchacha le decían que si no le daba vergüenza salir con ese negro bembón. Al final ella lo dejó y él se mató”.
Las mujeres concluyen que para muchos es motivo de orgullo morir en Mompox. Recuerdan a una mujer que llegó de visita y le gustó tanto el pueblo que decía: “Si yo pudiera quedarme aquí”. A los pocos días murió “y está enterrada aquí”.
Una de ellas recuerda a los hermanos Ribón, Atanasio y Segundo. “Se fueron de Mompox porque no tenían con quién hablar, por lo ricos que eran. Las camándulas de los santos que tenían en la casa eran de oro. Se fueron a vivir a Londres, pero volvieron a morir en el ancianato”.
Y la charla, como la vida, regresa a la Semana Santa. Conchita está contenta porque en la procesión se recuperó “la vuelta del caracol, como la hacían antes”.
Luego habla de su padre como si estuviera vivo. “Me cuenta mi padre que el sepulcro que había aquí está en Tenerife, España. Que el que hay ahora lo trajeron de allá en el año 1900”.
“Antes los padres nos referían muchas historias”, dice Andrea. “Como uno es de cabeza fresca por eso las recuerda”.
“Algunas de esas historias yo se las cuento a Alberto, el hijo mío, el que está vivo”, dice Conchita. “Ay, mamá”, concluye con un suspiro. “Esas sí eran historias. No como esos cuentos que pasan por la televisión”.
“Si nosotros fuéramos a la televisión, ganaríamos plata echando estos cuentos”, agrega Abadesa.
Las mujeres sonríen y el hombre de la cámara y la libreta les pregunta sus nombres y sus edades.
Andrea dice que es del 32, Abadesa que del 25, Conchita guarda silencio un momento, obliga a que le hagan de nuevo la pregunta y responde con orgullo: “Mi nombre es María Concepción Paba Rojas de Betancourt, pero hasta los perros me conocen como Conchita. Soy del año 9. Yo soy más vieja que todos ustedes”.
El hombre agradece, se despide y se aleja. Las mujeres le sonríen y en el oro de sus dientes parecen reflejar las luces de las velas.
Conchita se queda hablando con sus amigas. Comenta con orgullo lo hermosa que le quedó la túnica que vestirá Poncio Pilatos.
La fiesta
Poco después de las nueve de la noche, una luna amarilla con un velo de nubes se asoma tímidamente.
Aunque en la puerta de la capilla una banda interpreta notas nostálgicas, el ambiente en el Cementerio es como de fiesta.
Los niños corren entre las tumbas y le encienden algunas velas a los muertos a quienes nadie ha visitado.
No hay tristeza en los rostros de la gente.
Una hoguera dulce arde desde todos los rincones, desde las bóvedas de los pobres, desde los imponentes mausoleos familiares.
La gente camina con placidez entre las tumbas. Se cruzan, se saludan, les rezan a los padres, a los tíos, a los compadres, a las primas hermanas de los compadres de los hermanos. Todos, en ese momento, resultan familiares.
Frente a una lápida vieja, una señora le recuerda a otra que el que yace en la tumba fue Víctor Acuña, el orfebre famoso, primo hermano de su madre.
Con gesto de dolorosa sorpresa, una joven se entera de la muerte de un conocido, ocurrida hace quince días.
Una mujer y sus hijos adolescentes, se apretujan frente a la lápida de un hombre muerto hace poco. La han llenado de flores y de velas, como si quisieran devolverle un poco de calor.
En la parte alta de las bóvedas más antiguas, un hombre yace olvidado. Su nombre es Pío Villarreal. Vivió entre 1836 y 1932. Nadie le ha puesto una vela.
Pero ni aun ese olvido causa pena, porque de alguna manera el calor de esa noche también a él lo alcanza.
La luz amarilla que se aferra a lápidas y pieles transmite una tibia sensación de paz.
Personas silenciosas observan absortas las llamas.
Hay velas encendidas hasta en las bóvedas vacías.
Algunos niños recorren el cementerio formando enormes bolas de esperma.
Poco a poco, a medida que la noche es cada vez más noche, las velas y la fiesta se empiezan a apagar.
Algunos se resisten a marcharse, quieren prolongar el calor de la visita un poco más.
Pero al final sólo quedan la luna y el silencio satisfecho de los muertos de ese pueblo que no olvida su pasado, que sagradamente regresa cada año, cada Miércoles Santo, a mantener encendida la llama de la vida en aquellos que ya duermen en la tierra a la que siempre se sintieron aferrados, en aquellos nazarenos, angelitos y Marías de otros tiempos, que tendrán que contentarse con escuchar desde lejos los sonidos cadenciosos, enigmáticos y lentos de una larga procesión que no termina.

Foto: David Estrada


II. Como el río
Mompox fluye como un río. Como el río que pasa por su lado y que casi nadie mira.
Siendo un poco extravagantes, podría asegurarse que es un pueblo sumergido y que aferrado a sus paredes fluye un río de personas que nacen y se mueren.
La sensación también es física. Caminando por sus calles la piel se cubre de humedad. A los pulmones llega un olor de tierra mojada, un aroma dulce y vegetal.
A pesar de que fluye y que su gente se mueve como nadando, en Mompox el tiempo parece que no transcurre. Haber quedado fuera de las rutas comerciales lo ha convertido en un pueblo fantasma, en un pueblo de fantasmas que se confunden con los momposinos y los visitantes durante las procesiones de Jueves y Viernes Santo.
Esos días hay revuelo en la Calle Real del Medio. Se reúnen más personas que en cualquier otra época del año. Se apretujan hasta asfixiarse fantasmas, momposinos y visitantes.
El Jueves la procesión marcha contra la corriente del río, como simbolizando el ascenso hacia el Calvario.
El viernes corre aguas abajo, como un cuerpo que ya no lucha y es arrastrado.
En ambos días a esa lenta serpiente luminosa no le falta compañía.  A pesar de las casi diez horas que duran, en promedio, esos parsimoniosos recorridos de seis cuadras, desde la salida, como a las seis de la tarde, hasta la eufórica llegada, cuando la noche está pensando en retirarse, en ningún momento le falta a la procesión su compañía.
El pueblo se releva para apoyarla. Por las calles aledañas se desliza una alegre ansiedad. Los momposinos van a sus casas, comen, les cuentan a los que no han ido cómo fue la salida de Santa Bárbara o San Francisco. Puede verse a nazarenos sudorosos que han dejado por un momento la procesión, puede verse a niños vestidos con túnicas moradas y pelucas (con corona de espinas incluida), llevando una cruz en una mano y en la otra un helado.
Puede verse a las personas sentadas junto a las puertas, comentando pormenores. Se cruzan momposinos elegantes y se preguntan unos a otros si ya fueron, si van o si vienen. Animan a los que están asomados en las ventanas y parecen estar ese año enemistados con la Semana Santa.
En la puerta de una casa se dibuja la delgada silueta de un hombre de edad en una silla de madera. Su rostro no se ve. Se ha sumergido intencionalmente en las sombras para ver el paso apresurado de la gente, su alegre ansiedad, para oír la música de vientos cadenciosos y de golpes que viene desde la calle principal y para recordar otras Semanas Santas, otras aguas arrastradas por el río.
Un pueblo literario
Mompox está lleno de historias. Es un pueblo de río bastante literario. La sensación más fuerte que se tiene cuando se camina por sus calles es la de que nos están mirando episodios y seres que ya nadie recuerda, como si se negaran a dejar esos lugares donde sólo son olvido.
A pesar del olvido, un presente cotidiano y un pasado infinito parecen superponerse. Por eso parece que el tiempo se hubiera detenido.
Puede uno encontrarse con una palenquera que dormita aburrida y que uno no alcanza a imaginar cómo vino a parar a Mompox.
Puede recorrer la calle que está al lado del río y encontrarse el consultorio del médico más antiguo. Ver su figura arqueada, entrar a hablar con él, preguntarle de qué se moría la gente hace más de medio siglo.
También puede llegar uno a la casa que fue de María Ignacia Trespalacios, Marquesa de Santacoa, y hablar con una de sus descendientes directas, verle el porte distinguido, la severa dignidad con que exhibe el retrato de la Marquesa, cuando joven, cuando viva, allá por 1750; puede verse el orgullo de la ilustre descendiente pidiéndole a su hijo que le pegue los botones al escudo de armas familiar.
Es posible preguntarle al descendiente de la Marquesa lo que significa el escudo y que el joven responda que se trata de un jabalí tratando de subir a un árbol y que eso significa lealtad con los amigos.
Es posible sentir entre la gente el tibio reavivar de las viejas pasiones políticas luego de ver un informe de televisión sobre el pueblo en el que destacan las disputas de partidos.
En Mompox hay pequeñas pugnas por el afán de participar en las procesiones, por llevar un cirio o una bandera.
En Mompox hay orfebres que desconfían de los extraños porque le temen a la guerrilla. Y hay talleres en los que trabajan varios de esos bordadores de destellos, que acogen entre joviales y recelosos a ese que llega con sus preguntas.
Los orfebres se quejan de que no hay oro. Que lo malo del pueblo ha sido tanto “pedigree”. “Había que besarle a todo el mundo la mano”.
Un orfebre erudito dice que su arte empezó en Persia y de ahí viajó a España, de donde vino a Mompox.
Mompox es un sitio propicio a los hallazgos.
En Mompox roban tan poquito, que la gente aún recuerda aquella Semana Santa en la que dicen que un hombre, que no era del pueblo, se robó una cadena y se arrojó al río, pero la policía lo mató a tiros.
Es un sitio en el que imperan motos y bicicletas.
En las noches de procesión es posible mirar las ventanas del ancianato, donde hay 75 internos, y ver a un hombre solitario siguiendo con gesto inexpresivo el movimiento.
El Sábado Santo es posible ver a unos hombres que rodean a un amigo de yeso que está herido y es bastante parecido a Jesucristo, el que murió el Viernes Santo.
Es posible asomarse al viejo pozo en el que un hombre de apellido Bolívar daba de beber a sus bestias, y mirar las ruinas del estanque en el que él y sus hombres se bañaban.
Mompox es un pueblo literario. Podría escribirse un libro, pero es mejor no alargarse. Que baste con decir que caminando por sus calles uno piensa en Santa María la de Onetti, más que en Macondo, y que a nuestros sentidos se arroja, pidiendo nuestra atención, una multitud de historias.
Como el río
Protegido por las sombras, el hombre mira el movimiento de la calle.  A lo lejos escucha una música casi inaudible. Por los comentarios de la gente que pasa por el frente de su casa, sabe que la procesión va por los lados del Parque de Bolívar.
Recuerda las procesiones de su vida. Las veces que se vistió de nazareno. A lo lejos, recuerda la música y piensa en el tiempo.
Cuando se ve una procesión en Mompox se piensa en el tiempo, en ese invento apurado que es el tiempo. Viendo ese paso lentísimo, monótono y pendular, se piensa que hay un momento en que esa masa de gente ha logrado derrotarlo.
Cuando empieza la marcha, la gente está nerviosa y dispersa. Todos todavía tienen nombre y recuerdan las cosas que hicieron ese día en la mañana, las personas con las que conversaron.
Varias horas después, algunos empiezan a sucumbir al demoledor paso de la procesión. Pronto, el sacrificio voluntario que llevan en hombros entra lleno de significado a través de sus sentidos fatigados.
Son evidentes las relaciones de esa procesión con la meditación, con la repetición al infinito de sonidos y movimientos para entrar en estados de trance.
Lo que muchos de los viejos al parecer no perdonan es que ahora en las procesiones algunos tomen licor. Pero viendo el esfuerzo, el viaje más allá de la resistencia de los cuerpos y de las conciencias que hacen los nazarenos, es posible comprender que para algunos la fe necesita de un estímulo.
Como sea, pasados de tragos o llegando a los éxtasis místicos, los momposinos se encargan de que los pasos lleguen hasta la meta: los catorce del Jueves Santo, o la Cruz, el sepulcro y las mujeres apenadas del Viernes Santo.
Si hay que buscar en alguna parte la explicación a la forma de ser que tiene la gente de Mompox, si se quiere entender su carácter gozoso, hay que pensar en las procesiones del Jueves y el Viernes Santo. Hay que hurgar en el sentido de esa marcha, que parece que no avanza, la explicación de ese pueblo donde el tiempo se encuentra detenido.
Hay que mirar esos hombres con la conciencia ya perdida, esos jóvenes  vestidos de nazarenos que miran asustados a la gente y piden que les tomen una foto.  Hay que ver esos hombres de aspecto campesino, algunos ya viejos burlándose del peso de los años. Hay que pensar en ese avance que a veces parece un retroceso, en esas largas hileras de personas que con el paso de las horas han olvidado hasta sus nombres. Hay que hacer todo eso para empezar a entender a ese pueblo de fuego y de agua que parece inventado por alguien.
Hay que entender muchas cosas para entender el sentido infinito de ese hombre guarecido entre las sombras que fuma, mira, escucha y piensa que Mompox, como la procesión, fluye lenta, sabia, extática y eterna  como el río.




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