viernes, 23 de diciembre de 2016

Un cráneo para Hamlet

La columna de Vivir en El Poblado



Tal vez a Bob Dylan le gusta la música de Facundo Cabral. En su actitud frente al Nobel es posible hallar vestigios de los versos: “Doy la cara al enemigo, la espalda al buen comentario; pues el que acepta un halago empieza a ser dominado”. Algún crítico aplicado podría quemarse las neuronas demostrando que “No soy de aquí ni soy de allá” y “Like a Rolling Stone” son, en últimas, la misma canción.

   Tal vez Bob Dylan es lector apasionado de las fabulas errantes y remotas de la India, donde los animales del bosque no dejan de advertirnos que el que adula es peligroso y busca algo. No sería raro que aparecieran tratados académicos sobre las influencias del Panchatantra en la actitud y las canciones del juglar americano.

Pero lo más probable es que la actitud de Dylan frente al Nobel la haya aprendido en las calles y recintos donde ha hecho su carrera. La calle es un libro vivo y suele tener más sabiduría que la que llega a los libros. Al fin y al cabo, los libros los escriben los raros del pueblo, mientras la sabiduría popular es una obra colectiva en la que escribe el mundo entero.

Con su ausente presencia en la entrega de los premios, Bob Dylan dio la espalda y la cara al mismo tiempo, y nos dejó la tarea de interpretar ese gesto ambivalente. Podría decirse que el mundillo literario ha recibido con frialdad su mensaje para la Academia Sueca. Pero lo cierto es que las palabras que leyó la embajadora de su país son una pequeña obra maestra que brilla más por lo que sugiere que por lo que dice.

Sin decirlo, Dylan dijo que –en asuntos literarios, como en todos los asuntos– la interpretación nunca depende de quien emitió el mensaje. Dijo una verdad certera sobre los fenómenos de masas: que es más difícil complacer a un grupo pequeño que a una multitud uniformada. Con tres frases destruyó todo el montaje de la industria editorial y se encargó de recordarnos que el impacto de una obra –una canción, una novela, un epigrama–, si es auténtico, es un milagro secreto en el corazón de quien la acoge.

El discurso fue modesto, sin llegar a la impostura. Dylan no negó que alguna vez, secretamente, hubiera deseado recibir el reconocimiento que le hacían. Pero, al decir que le parecía tan improbable como visitar la luna, se encargó de recordarnos que el artista verdadero no es el que busca los premios.

No quiso posar de excepcional. Al hablar de sus lecturas, mencionó los autores que todos han leído en los colegios. Después habló de Shakespeare como ejemplo para ilustrar la importancia de la autenticidad. Con soberbia elegancia, Bob Dylan denunció las intrigas y falsedades del mundillo literario. Nuevas generaciones de escritores hacen su obra movidos por la sombría idea de que, si no tienen éxitos notables, lo que hacen no vale nada. Leen a los que han ganado premios para aprender sus fórmulas. Son expertos en relaciones públicas y posi­cio­namientos de mercado; en tramitar reseñas y bendi­ciones de vacas sagradas. Olvidan que al hacer eso se alejan de las actitudes más genuinas, se vuelven compla­cientes cortesanos.

Para Dylan, cuando el artista se proclama literato empieza a falsearse. Shakespeare nunca se detuvo a pensar que lo que hacía era literatura; estaba demasiado ocupado con los detalles de sus producciones teatrales: buscar actores, ajustar diálogos, conseguir un cráneo humano para Hamlet.

La lección principal que nos deja la candorosa carta de Dylan es que el arte es una batalla íntima: el artista verdadero ha de sentirse tan grande como Shakespeare y, a la vez, tan insignificante.



Publicado en Vivir en El Poblado el 23 de diciembre de 2016.







viernes, 9 de diciembre de 2016

Sobre lo sepulcral


La columna de Vivir en El Poblado




¿Quién conoce el destino de sus huesos? ¿Quién tiene el oráculo de sus cenizas? Estas preguntas siguen siendo tan vigentes como cuando las hizo Thomas Browne en Hydriotaphia (1658), su tratado sobre las costumbres fune­rarias. El motivo fue el hallazgo de unas urnas funerarias de las que resultó imposible establecer su origen. Esos huesos triturados, despo­jados de nombres y de anécdotas, llevaron a Browne a consignar por escrito todo lo que sabía sobre los rituales y costumbres asociados con la muerte.

Browne empieza por decir que hay dos maneras de pensar sobre la muerte: preguntarnos por el destino del alma o por el del cuerpo que dejamos atrás. Dice que casi todas las naciones de la tierra se han inclinado a disponer de los cuerpos enterrándolos o quemándolos, que sólo unos pocos han prefe­rido arrojarlos al mar o momi­ficarlos. Su formación bíblica y clásica lo lleva a afirmar que el entierro más antiguo fue el de Adán, en el monte Calvario, donde Cristo sería crucificado. Nota también que en la Iliada hay por igual entierros, como los de Aquiles y Patroclo, y cremaciones, como la de Héctor. Dice que el fuego ha sido muy popular porque ayuda a que las partes etéreas se desprendan del cuerpo y evita que los restos sean usados como reliquias o para hacer brujería, o que el cráneo y los huesos terminen siendo vasijas o pipas.

Hydriotaphia está lleno de anécdotas escabrosas y curiosas. Cuenta, por ejemplo, que los magi de Persia sólo se preocu­paban por preservar los huesos y que no tenían problema en dejarles la carne a los animales carroñeros. Dice que los griegos temían que sus cuerpos terminaran en el mar, porque el agua del mar era capaz de corroer la “fiera sustancia del alma”. También dice que algunos animales –como los elefantes y las grullas– entierran sus crías muertas, y que las abejas acarrean a sus muertos y les realizan exequias.

El tratado habla de costumbres como la de inhalar el último aliento de un ser querido y las de besar a los muer­tos o cerrarles los ojos; considera la presencia de música o de flores, de gestos y de llanto en los rituales funerarios; habla de la costumbre de enterrar a los muertos con sus viudas o sus caballos, con objetos entrañables o que puedan serles útiles en la otra vida; señala lo poco popular que ha sido la costumbre de enterrar a los muertos con sus riquezas, y lo poco que los muertos se han quejado. Al final, se dedica a recordarnos lo efímero que es el recuerdo de los hombres, lo breve que es nuestra diuturnidad (“diuturnity” fue una palabra inventada por Browne) y lo vanos que son los monumentos que se erigen en memoria de los “grandes”.

He vuelto a leer esta breve joya porque los últimos días han abundado en hechos que darían para aumentarle unas páginas. Desde El Vaticano, el Papa ha dicho que la gente debe dejar la costumbre de poner las cenizas de sus seres queridos en lugares tan poco sagrados como las raíces de una planta o un mueble de la sala. En Texas, un grupo de políticos se dispone a hacer ley que a los fetos abortados se les hagan funerales. Aquí mismo, hace poco más de una semana, tuvo lugar una ceremonia funeraria cargada de simbolismo.

Tal vez la vida no nos alcance para entender lo que ocurrió en el estadio Atanasio Girardot la noche en que debía dispu­tarse una final de campeonato. El dolor, la tristeza, la vergüen­za, la inocencia, la culpa, la vanidad, el orgullo, el estupor frente al misterio, la solidaridad, la compasión, nuestro pasado de violencia, nuestra espe­ranza, lo malos, lo buenos y lo huma­nos que somos, todo eso se expresó de manera escalofriante la última noche del mes de las ánimas. Algo me dice que esa noche también honrábamos los muertos que ha dejado esa monstruosa virtud que conocemos como “la verraquera paisa”.




Publicado en Vivir en El Poblado el 9 de diciembre de 2016








domingo, 27 de noviembre de 2016

viernes, 25 de noviembre de 2016

Pobre diablo

La columna de Vivir en El Poblado




No es posible prever las consecuencias que tendrá para Colombia y América Latina la elección de un pobre diablo como presidente de los Estados Unidos. Si me piden que intente ser profeta, yo diría que abran campo porque muchos volveremos con el rabo entre las piernas. Tam­poco es necesario ser un economista para anticipar la crisis de las remesas que sostienen al borde del abismo a nuestros países. Cada día estará lleno de sorpresas dentro y fuera de este país del sueño que de pronto se ha tornado en un lugar de pesadilla.

Conocidos los resultados de las elecciones, algunos qui­sieron consolarse con la idea de que la cosa no será tan grave, que el pobre diablo exageraba para ganar votos y que había que darle una oportunidad. Dos semanas des­pués, quedan pocos que piensen de ese modo. La mentira fue su caballo de batalla. El beneficio personal, su moti­vación. La miseria de su alma será nuestra desgracia.

Por más que mintiera en sus promesas, hay algo en lo que el pobre diablo no podía mentir; podía esconder sus inten­cio­nes, pero no su miserableza. Hay que ser un miserable para decir que podría dispararle a alguien en la calle y que de todas maneras la gente votaría por él. Hay que ser un miserable para presumir de las propias canalladas o para burlarse de los defectos físicos de la gente. Hay que ser un miserable, con un complejo de inferioridad aterrador, para vivir en una casa llena de oro como la suya: “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Hay que ser un famélico de afecto, convencido de que no puede ser amado, para sentir tanto desprecio por la digni­dad humana y tener que comprar la lealtad o la obedien­cia de quienes lo rodean. Hay que temerles mucho a las mujeres para odiar tanto a las mujeres. Hay que tener mucho miedo para querer aplastar todo intento de contradicción. Es preciso sentirse uno mismo muy poca cosa para querer obligar al mundo a que se ponga de rodillas. Hay que ser el peor malnacido de que se tenga noticia para condenar comunidades enteras a los ataques de las hordas que lo eligieron.

Lo que hemos visto después de las elecciones ha sido la continuidad de la actitud errática que caracteriza a un abusa­dor. Porque el pobre diablo es un abusador y de la peor calaña; puedo reconocerlo porque he vivido rela­ciones con personas de ese tipo y, también, porque he conocido gobiernos simila­res. El abusador aísla, para que no lleguen a sus víctimas opinio­nes que deterioren su dominio. El abusador distrae: mantiene ocupadas a sus víctimas en asuntos sin importancia, para que no vean lo esencial. El abusador mantiene en vilo: nunca se sabe si lo que viene es un puño en la cara o un cariñito. El abusador destruye la autoestima de sus abusados; dice: “sin mí, no serías nada”. El abusador se nutre del miedo de sus víc­timas; su secreto es que no se reconozcan como abusadas.

Una de las cosas que más me han fastidiado de estos días ha sido la repetición constante, en todos lados, a toda hora, del nombre del pobre diablo. La oposición ignora que cada vez que lo menciona lo legitima; que toda la energía que se invierte en prestarle atención y reaccionar a lo que dice o hace es una manera de darle poder sobre nuestras vidas. Me temo que los gringos cometerán el mismo error que cometieron los colom­bia­nos: pararle muchas bolas a un envenenado que quiere acabar con lo que su odio y su dinero no pueden obtener.

Prometo que en la próxima columna volveré a hablar de libros. Pero estos no son tiempos para esconderle el rostro a lo que pasa. Nos esperan frustraciones y dolor, muchas muertes e injusticias. Tendremos que enfrentar uno por uno los demo­nios que han sido liberados y ahora corren por las calles. Estoy presto a reaccionar como me toque. Pero ese pobre diablo no tendrá ni mi atención ni mi respeto. Él mismo se hará cargo de su propia destrucción.




Publicado en Vivir en El Poblado el 25 de noviembre de 2016.





viernes, 11 de noviembre de 2016

El adiós de Lupita

La sección "Vidas de artistos",
en la revista Virtual Cronopio










Luces, cámara y acción

La columna de Vivir en El Poblado




Esta mañana, cuando caminé al centro de votación, pensé que la gente tenía escrito su voto en el lenguaje corporal. Podría apostar que aquellos hombres con actitud de macho alfa acababan de marcar en las tarjetas el nombre del demagogo que daría rienda suelta a sus prejuicios y les permitiría sentirse los dueños del mundo. También podría jurar que las mujeres con actitud de “dejen esto es nuestras manos” habían votado por la primera mujer en la historia de los Estados Unidos con una opción real de alcanzar la presidencia. Pero la sensación general era que nadie estaba eligiendo a su candidato por sus virtudes, sino tratando de cerrarle el camino a su antagonista.

Una larguísima y sucia campaña electoral había llega­do a la recta final con los dos candidatos más impopulares de que se tenga noticia. Uno apeló al espectáculo circense, a las bajas pasiones que millones de personas mantu­vieron ocultas y latentes bajo la hipócrita fachada de lo políticamente correcto. La otra esgrimió las cartas del género, el miedo a perder lo que se tiene y la flaqueza moral de su contrincante para hacer menos notorios sus proble­máticos vínculos con los bancos y el lastre de su carrera política. Así las cosas, los estadounidenses llega­ron a los puestos de votación dispuestos a elegir al que consideraban el menor de dos males.

En la tarde, cuando amigos en Colombia me pedían vatici­nios y opiniones, preferí ser cauto. Por muy inacep­table que fuera el candidato del espectáculo, las recientes experiencias del Brexit en el Reino Unido y la del No en Colombia me habían enseñado que las masas pueden votar por lo más descabellado si las manipulan de manera efectiva. Lo que esta nueva elección estaba demostrando era que la democracia suele revelar su lado más oscuro en sociedades sumidas en la ignorancia.

A esa hora empezaba a entender que la gente no había elegido entre dos males, sino entre dos formas de morir. La domesticación masiva a través de los medios y las redes sociales llevaron a los Estados Unidos a este borde de abismo en que tuvieron que elegir entre una muerte lenta y una rápida. La candidata demócrata representaba una lenta y casi imperceptible reducción de libertades, la consolidación de una esclavi­tud sin grilletes (representada por los bancos y corpora­ciones, por las empresas farma­céuticas y conglome­rados que controlan los recursos natu­rales), un callejón sin salida en el que la humanidad se encamina a su aniquilación. El candidato republicano, por su parte, representaba una especie de suicidio espec­tacular, muy atractivo para una sociedad cuya mentali­dad ha sido formada por las películas de Hollywood.

Cerca de la medianoche, cuando se hizo evidente que cualquiera de los dos candidatos podía ser el ganador, recordé aquella frase lapidaria con la que Albert Camus empieza El mito de Sísifo: “El único problema filosófico verdaderamente importante es el del suicidio”. Entonces comprendí que la constante en Inglaterra o Colombia o los Estados Unidos es que esas sociedades acorraladas por la desesperanza han deci­di­do suicidarse. Cuando se pierde el sentido del valor de la vida, cuando sentimos que nues­tras condiciones son misera­bles e irremediables, nues­tros actos los dicta una curiosa voluntad de mandarlo todo al carajo.

Entrada la madrugada del miércoles, las noticias indican que el ganador es Donald Trump y que el futuro que nos espera será un “reality show”. Ahora entiendo que lo que estaba en juego con estas elecciones era nuestra transición lenta o rápida hacia las sociedades apocalípticas que nos mostraban las películas de ciencia ficción. En ade­lante la consigna será: “Sálvese quien pueda”. Tal vez los que sobrevivan descubran entre las ruinas una espe­ranza. Las luces se han apagado. Comamos nuestras crispetas. Ya empieza el espectáculo de nuestra des­trucción.



Publicado en Vivir en El Poblado el 11 de noviembre de 2016.









jueves, 10 de noviembre de 2016

A Search for Meaning

A presentation of "Santa María del Diablo" and "Resplandor", 
at the Community of Scholars.

State University of New York
November 10, 2016.



This is not the first time that I have been part of a broken society.
If you have watched the series “Narcos”, you have heard about a city in Colombia named Medellín.
I was born in Medellín. I lived there in the 80’s and 90’s, when it was one of the most violent cities in the world. The violence I saw was not a TV show, but a painful reality. In that city, at that time, human life lost its value and dignity. Almost not a single week passed without hearing the news about another acquaintance being killed. Then my aunt was killed. Then my father was killed.
When my father died, I was in my junior year in college, and I felt that my life had lost its purpose and meaning. I wanted to die.
That was the moment when literature came to my rescue.
I had been an avid reader since I was twelve years old. My favorite author was Jules Verne, and I knew that the world was much bigger than the broken city where I lived. So I decided to see the world before dying.
It took me some time, but I also decided that I would not allow my heart to be poisoned by hatred and despair.
My reaction to a hopeless world was searching for meaning. That’s why I decided to write.

Over the last couple of years, I have published two historical novels that reflect my own personal quest.
 “Santa María del Diablo” tells the story of the first Spanish settlement in continental America, Santa María del Darién. 
Santa María was located in the jungles between today Colombia and Panamá. The city became the center of a genocide in which nearly two million native Americans were murdered in less than fifteen years.
The town disappeared, after fifteen years, as a consequence of greed and internal conflicts.
I read many books, in order to write “Santa María del Diablo”; but my own personal experience in Medellín was enough to describe a society that destroys itself by forgetting the meaning of life.

Six months ago I published another historical novel, “Resplandor”, that seems to have no connection with “Santa María del Diablo.”
But they are closely related, like heads and tails in a coin.
“Resplandor” spans over a period of twenty-five centuries. It tells the story of Siddharta Gautama, the Buddha. It also tells the story of the Chinese monk, Fa Hsien, who during the fifth century AD traveled to India and Sri Lanka in search of sacred Buddhists texts. Finally, it tells the story of a contemporary traveler who escapes from a broken society and goes to Sri Lanka, with the intention of dying there. In the end, instead of finding death, the traveler experiences a sense of being born again, and finds meaning and purpose in life.
It took me more than thirty years to write “Resplandor”. I had to read many books: The Arabian Nights, The Travels of Marco Polo, the Ramayana, Thomas Merton’s Journals. I had to find my path among different cultures, languages and traditions. I also had to pour my soul in the pages of my book in order to convey the message that we can chose not to embrace greed, hatred or violence.

It is a privilege to be a part of an academic community which values other languages and recognizes creative writing as a scholarly work.
I’m happy to work for a college that appreciates the role of the arts and humanities in healing our society.
We are here to remind us that every research is a search for meaning, and that every search for meaning is a search for the meaning of life.
  
Thank you, president Kleniewski and provost Mackin, for this honor.
Thank you to my colleagues of the School of Arts and Humanities.
Congratulations to the community of scholars for your achievements.





domingo, 6 de noviembre de 2016

Sobre "Un ramo de nomeolvides"

Una reseña de José Miguel Alzate,
en Eje 21







Gustavo Arango es un escritor antioqueño que durante cinco años estuvo vinculado a la nómina de redactores del periódico El Universal, de Cartagena. Con vocación literaria, aprovechó este tiempo para sumergirse en la investigación del trabajo que como periodista desarrolló durante los años 1948-1949 Gabriel García Márquez en el diario fundado por Domingo López Escuriaza. Admirador de la obra literaria de nuestro Premio Nobel, quería descubrir cómo fue perfeccionando su narrativa, cómo llegó a la maestría literaria y cómo su paso por el periódico cartagenero fue definitivo para estructurar argumentos que se entrecruzan en su obra novelística. El fruto de ese trabajo en los archivos del periódico es el libro cuyo título lleva este artículo: Un ramo de nomeolvides.

Pues bien: cuando Gustavo Arango inició su trabajo de investigación en los archivos de El Universal no pensó que se iba a encontrar columnas escritas por el autor de Cien años de soledad, donde se presagiaba el inmenso escritor en que se convertiría años después Gabriel García Márquez. El hijo del telegrafista de Aracataca ingresó al periódico el 19 de junio de 1948, y al día siguiente empezó a escribir la columna Punto y aparte. Cuando Manuel Zapata Olivella se lo presentó a Clemente Manuel Zabala, que era el Jefe de Redacción, éste le dijo que ya había leído los cuentos que desde 1947 le venía publicando El Espectador. Entonces lo contrató para que, además de crónicas, escribiera notas cortas para la sección Comentarios, que aparecía todos los días en la página cuarta.

Gustavo Arango dice que el ambiente intelectual que en ese tiempo se vivía al interior de El Universal le abrió a García Márquez las puertas para entrar en conocimiento de la novela moderna. En el periódico trabajaba ya Héctor Rojas Herazo, que era un lector exquisito. Y Clemente Manuel Zabala era un periodista con formación intelectual que había leído a los autores norteamericanos. Además, pasaba por allí todos los días Gustavo Ibarra Merlano, columnista del periódico,  que conocía como pocos el teatro griego. Los tres le recomendaron leer a Dos Passos y a Steinbeck. Pero también le dijeron que para cultivar su imaginación debía conocer a los autores griegos. García Márquez aceptó los consejos. Y se internó en la lectura de estos autores antes de descubrir a Faulkner.

¿Qué temas llamaron la atención de Gabriel García Márquez como columnista? Los hechos internacionales del momento, la despedida a los amigos que salían de Cartagena, la violencia que se registraba en el Magdalena, la carrera en el cine  de Rita Hayworth y la reseña de libros escritos por autores costeños. En ninguna de las columnas publicadas en El Universal abordó el tema de los novelistas que lo marcaron como escritor. Escasamente escribe sobre poesía, destacando la obra de Eduardo Carranza y Jorge Rojas a propósito de la publicación de un libro de Guillermo Payán Archer. Sin embargo, en las tertulias que con sus compañeros hacen en el Paseo de los Mártires, en el sector de El Cabrero y en la Cafetería Americana sí son recurrentes las charlas sobre literatura.

En el libro de Gustavo Arango se revelan datos sobre García Márquez que pocos conocen. Por ejemplo, dice que en el Municipio de Sucre, donde el escritor vivió parte de su infancia, existió un personaje que lo llamaban el coronel Buendía. Vestía totalmente de negro, y usaba un sombrero inmenso también negro. En una visita que Jorge Eliécer Gaitán hizo a la población, el hombre se paseó por la plaza montado en una mula negra, echando discursos a favor del líder liberal. El otro dato tiene que ver con la columna La jirafa, que firmada con el seudónimo de Séptimus escribió durante varios años en El Heraldo, de Barranquilla. García Márquez llamaba a Mercedes Barcha, en su época de novios, La jirafa. Y Séptimus era un personaje de la novela La señora Delloway, de Virginia Wolf.

¿Cómo era García Márquez a los veintiún años de edad, cuando llegó a Cartagena? Para establecerlo, Gustavo Arango recurre a la memoria de quienes fueron sus amigos en aquellos años. En entrevistas que les hace a Héctor Rojas Herazo, Ramiro de la Espriella, Gustavo Ibarra Merlano y Manuel Zapata Olivella todos coinciden en señalar que era un muchacho mal vestido, que usaba camisas de colores estrambóticos, que calzaba unos mocasines sin embetunar. Como era un conversador exquisito, los amigos lo invitaban por su cuenta a tomar trago en algunos burdeles de la ciudad. Pero, eso sí, todos dicen que se presentía en él a un joven que por su inteligencia iba a llegar lejos, interesado en aprender cada día nuevas técnicas narrativas, con una capacidad de fabulación asombrosa. 




Publicado en Eje 21 el 11 de junio de 2017.







viernes, 28 de octubre de 2016

Una fiesta sin músico

La columna de
Vivir en El Poblado


Es posible que algunos de mis lectores recuerden que hace quince días hubo conmoción mundial porque la Aca­demia sueca decidió darle el Premio Nobel de Literatura al cantante estadounidense Bob Dylan. Forzando un poco el caletre, es posible que consigan también recordar que a lo sorpresivo del anuncio le siguieron reacciones pola­rizadas.

Unos no ocultaron su alegría y afirmaron que el reconocimiento para Dylan era un recordatorio de que la poesía es patrimonio de todos y no de unos cuantos elegidos. Se habló de una reivindicación de los orígenes de la literatura en los rapsodas y juglares. Se habló de Homero y de los romances medievales. Expertos engola­dos afirmaron que tal vez la Academia Sueca estaba expre­sando su preocupación por la ruina ideológica que padecen los Estados Unidos (como lo demuestra su actual proceso electoral), y que con ese premio le estaban recordando a ese país que su patrimonio incluye una tradición poética en la que brillan nombres como Walt Withman, Carl Sandburg o Vachel Lindsay.

También hubo un grupo que expresó su rechazo. El grupo de los que no quieren mezclas raras. El de los que sólo conciben la literatura empacada en las páginas de los libros. El de los que olvidaron que Shakespeare escribía telenovelas. También, el de los dos o tres entre nosotros que tienen a sus agentes literarios apuraditos gestionando traducciones y premiecitos en Europa, y que ven la llegada de los músicos al baile como una amenaza a sus aspiraciones.

En términos generales me ha alegrado que, por un momento, la mayoría de la gente se haya puesto a hablar de literatura y haya emprendido la tarea de definirla. Pero la opinión que ha brillado por su ausencia es la más importante: la que pone en entredicho la importancia de los premios literarios.

Hace quince días, cuando se hizo el anuncio del Nobel para Dylan, una amiga me preguntó qué opinaba sobre el asunto. Le dije que el Premio Nobel no es un campeonato mundial de literatura, sino la opinión de unos suecos con algo de criterio y mucho tiempo libre. Pero puedo agregar más. El Premio es una inyección de vitalidad para una institución moribunda. Podría decirse que el Nobel necesita más a Dylan que Dylan a ese premio despres­tigiado. Por eso es tan hermoso e interesante el silencio del ganador.

Todo tiene su momento. Cuando García Márquez ganó el Nobel, el premio todavía tenía la reputación que le daban autores como Faulkner o Beckett o Thomas Mann. Después de que lo han recibido Elfriede Jelinek o Vargas Llosa –que lo buscó con desvergüenza cortesana– el Nobel no tiene más prestigio que el premio del papel higiénico.

Los premios literarios suelen ser la única opción para un autor que quiere que su obra se conozca. Pero no podemos olvidar que esos corrillos de reconocimiento son lugares donde la literatura inclina la cerviz y se prosti­tuye. No creo a ciegas en los méritos de Dylan. Me parece que sus posiciones políticas suponen oscuras complici­dades. Para colmo, hace poco lo vi vendiendo autos de lujo en un comercial de televisión; me pareció que él mismo no entiende su legado. Pero ahora tiene una oportunidad maravillosa para ganarse el respeto de muchos.

Una de las cosas que más me gustan de este premio es que quien lo recibió no lo ha buscado. Hasta el momento en que escribo, Bob Dylan no lo ha aceptado ni ha dicho nada sobre el asunto. Los de la Academia ya están inquietos y uno de ellos perdió la compostura y le dijo maleducado (olvida que uno no está obligado a recibir lo que no ha pedido). Cruzo los dedos a la espera de que su silencio no termine y deje a todos plantados.



Publicado en Vivir en El Poblado el 28 de octubre de 2016.





viernes, 14 de octubre de 2016

Elevaciones

La columna de Vivir en El Poblado



Hace algunas semanas recibí un nuevo grupo de estudiantes en uno de mis cursos favoritos: el de intro­duc­ción a la literatura. Haberlo enseñado muchas veces me permite sentirme muy tranquilo sobre la estructura de las clases, pero eso no significa que corra el riesgo de caer en la repetición o la monotonía. Cada curso es una expe­riencia diferente: el texto que para un grupo resulta inspi­rador puede no ser tan diciente para otro, una etimología conduce por senderos nunca antes recorridos, el verso hasta entonces oculto germina de repente.

He adquirido la costumbre de ocupar las primeras clases de cada semestre en leer con los estudiantes una pe­queña muestra de los géneros que después estudiaremos con más de­ta­lle: el ensayo, la narrativa y la poesía. Para hablar de poesía me gusta conducirlos a través de los veinticuatro versos de “Llama de amor viva”, la maravilla de San Juan de la Cruz, el santo patrón de los poetas castellanos. Nunca falla. Para cuan­do hemos terminado de reflexionar sobre el título del poema, ya tengo claro el nivel de la clase. Así he podido saber que el curso que ahora mismo estoy enseñando será memorable.

La palabra “llama” me sirve para recordarles que en la poesía el lenguaje está llevado a su máxima expresión, que sobreabunda en significados, y que en este caso la palabra puede ser un verbo o un sustantivo. “Llama” puede ser man­dato –un “llamado”– que hace alguien que está haciendo lo que pide; pero su sentido más notorio es el del fuego: la fogata, la hoguera, la antorcha, la vela, la luz, el calor. Para hablar de poesía es preciso apelar con fre­cuencia a los niños que fuimos. Sólo el niño tiene la lucidez suficiente para maravillarse con el fuego, para verlo mantener a raya la oscuridad, para ver llorar la cera, para “herirse tiernamente” la mano con las llamas.

Cuando todos han logrado regresar a la experiencia sensorial y arrobada del fuego me divierte tener que decirles que el viaje apenas comienza, e invitarlos a imaginar un fuego especial, un fuego vivo cuya vivacidad la alienta el amor. También me divierte la cara que ponen cuando les pido que me expliquen qué es la vida o qué es el amor, cuando les digo que el entendimiento del poema nunca será completo, porque nunca comprenderemos por completo esos misterios cotidia­nos. Debió ser la misma cara que yo puse cuando Ramón de Zubiría me dijo hace veinte años: “Mi querido amigo, si a uno no lo ha tocado la centella del amor –pero del verdadero–, entonces ni se le va a encender el corazón, ni se le va a aclarar el enten­dimiento, y uno se vuelve pasivo. Pero cuando eso llega, que es un milagro, entonces –ahí sí– no lo para nadie. Es una cosa prodigiosa”.

Pasé el resto de mi vida queriendo descubrir el rostro esquivo y luminoso del verdadero amor. La Rochefou­cauld decía que mucha gente no se habría enamorado si nunca hubiera oído hablar del amor. Cuesta admitir que uno nunca estuvo enamorado o que confundió lo que sentía o que no estaba preparado o que las ganas de sentir lo obligaron a convencerse de que amaba.

Aquella vez, don Ramón de Zubiría me habló de la relación con Carmen, su esposa, que empezó cuando eran niños, de cómo iban por el mundo como en yunta y la gente los llamaba “Titoycarmen” como si fueran uno, y de la fuerza que les daba ese amor que se tenían.

“La gente se olvida de una cosa”, concluyó. “Me fastidia decirlo, pero eso está en las palabras de todos los grandes poetas: el amor es siempre ascensional. Pedro Salinas, uno de los grandes de la poesía amorosa de la lengua española, tiene un poema que dice: “Tus besos son siempre elevaciones”. Cuando uno ve a un tipo que anda por ahí sucio y, de pronto, lo ve afeitadísimo y oloroso, que hiede a colonia, uno le dice: ‘¿Y tú es que estás enamorado?’ El enamorado quiere ser siempre mejor, en lo físico y en lo espiritual. Cuando el amor llega lo levanta a uno. Eso lo pone a uno en levitación”.



Publicado en Vivir en El Poblado el 14 de octubre de 2016.









Sobre el Nobel a Dylan

Una nota de Mónica Quintero Restrepo, 
en El Colombiano




viernes, 30 de septiembre de 2016

El derecho a la muerte

La columna de Vivir en El Poblado


Hace un poco más de veinte años, andaba en Carta­gena dedicado a enfrentar uno de los retos más hermosos que he tenido en la vida: la escritura de un libro sobre los inicios de García Márquez en El Universal. Como Bogotá es la ciudad a donde van a parar muchas historias de pro­vincia, viajé varias veces a entrevistar a quienes pudieran darme noticias de esa época en la vida de mi personaje. Un día estaba hablando con Héctor Rojas Herazo, al día siguiente estaba con Manuel Zapata Olivella o Ramiro de la Espriella o Gustavo Ibarra Merlano, y lo bueno de hablar con gente brillante es que queda la ilusión de que un poco de ese brillo se nos pega.

Mientras me preparaba para escribir el libro, com­prendí que además de las anécdotas sobre García Már­quez necesitaba información sobre el ambiente, las historias y costumbres de Cartagena en la mitad del siglo XX. Así pude conocer a don Ramón de Zubiría.

Don Ramón de Zubiría nació en Cartagena, en 1922. Estudió literatura y lenguas romances en los Estados Unidos, fue profesor en España y –a su regreso a Colom­bia– revolú­cionó el estudio de las humanidades en la Universidad de los Andes. Fue el impulsor del primer título Honoris Causa que recibió Borges. Era un reputado estudioso de la poesía española. Pero la fama de estrella de rock le había llegado a raíz de un curioso programa de televisión, El pasado en presente, una tertulia con Abelardo Forero Benavides, sobre cultura, historia y arte, que estuvo al aire cerca de quince años.

Don Ramón de Zubiría era un gigante del arte de la conversación. Había abierto los ojos al mundo en medio de charlas de mecedora. A los 17 años se había ido a la Univer­sidad de John Hopkins para estudiar bacteriología, pero un accidente en un río lo dejó paralizado. Entonces decidió estudiar literatura. Fue amigo personal de Pedro Salinas, Jorge Guillén y los hermanos García Lorca, que andaban exiliados de una España totalitaria. Era un hombre brillante y nada pretencioso. Decía que en la vida lo único que había hecho era recibir afecto. Cuando fui a visitarlo en Bogotá, a principios de 1995, no sabíamos que le quedaban tres meses de vida.

Don Ramón de Zubiría me obsequió hermosas imáge­nes de la Cartagena de su infancia. Habló con horror de la manera como las máquinas nos estaban despojando de experiencias vitales y del daño que le estábamos haciendo a nuestro entorno natural. Aquella vez me regaló una perspectiva del amor que me acompaña desde entonces (otro día hablaré de esa maravilla). También hizo una reflexión sobre la muerte, que ahora mismo resulta muy oportuna.

Estaba señalando los anaqueles de su apartamento-biblio­teca. Había dicho que la biblioteca personal debe estar compuesta por los libros que uno ama. “Un libro no es un objeto. Es un ser humano que está ahí, que no trai­ciona. Imagí­nese, está uno sentado y dice: ‘Óigame, señor Aristóteles, usted podría explicarme tal cosa’, y el hombre amablemente dice: ‘Con mucho gusto’. Y así baja Platón, así baja el otro, y es un prodigio tener al alcance de la mano –en una pequeña biblio­teca privada o en una pú­blica– la más alta lucidez, belleza, brillantez, profundidad en la expresión de la especie humana”.

Entonces agregó una paradoja: “Pero la biblioteca no es solamente aquellos libros con los que uno quiere vivir –los que ayudan a vivir–; hay algo que hemos olvidado: los libros nos ayudan a bien morir. A mí me llama la atención, ahora que se habla del derecho a la vida, que a nadie se le oiga mencionar el derecho a la propia muerte. A mí me parece de las monstruo­sidades más grandes que un ser humano vaya tranquilamente por la calle y que, por X o Y razón –porque estalla una bomba o un miserable llega por detrás y le dispara una pistola–, no se le permita vivir su muerte. Cómo es posible que se le prive a un ser humano de ese derecho”.



Publicado en Vivir en El Poblado el 30 de septiembre de 2016.






domingo, 25 de septiembre de 2016

lunes, 19 de septiembre de 2016

Para los amigos que entienden alemán

Una nota de Gregor Dotzauer, en el periódico aleman Der Tagesspiegel,
a propósito de mi texto sobre la biblioteca de Cortázar 
publicado en Confabulario (El Universal de México) 
















viernes, 16 de septiembre de 2016

Jibias de interioridad

La columna de Vivir en El Poblado




Uno de los libros a los que siempre regreso es el llamado Oráculo manual y arte de prudencia, de mi querido don Baltazar Gracián (por cierto, Esteban Carlos, creo que el poema de Borges es una buena razón para leerlo), y cada vez que vuelvo me pregunto por qué tardé tanto para encontrar ese mapa tan certero del mundo y las interacciones de los hombres.

A Gracián llegué por el atajo del inglés. Les había echado el ojo a los tres volúmenes de El Criticón, me había preguntado quién leería ese mamotreto en nuestro tiem­po, y consideré leerlo nada más por llevar un poco la contraria. Pero habría seguido posponiendo esa lectura si no caigo redondito en una traducción al inglés del Oráculo. Me bastó una ojeada para entender que esa vaina era más tesa que El Príncipe de Maquiavelo, mejor incluso que el bestial parloteo del Calila y Dimna, y que no estaba libre de la acidez sarcástica de las Máximas, de La Roche­fou­cauld.

Esa noche me dormí tarde después de agotar sin dige­rirlos los 300 principios que constituyen el Oráculo. No es por dármelas de gringo, pero la claridad de la traducción ayudó mucho. Las veces que he regresado a la versión en español, con todo y lo bello que me parece el fraseo, me ha costado mucho entender la idea y he debido volver a la transparencia de la versión en inglés. En esas andaba, leyendo el Oráculo en castellano del siglo 17, ayudándome a entender con la traducción, cuando me crucé con el principio 98 y sentí que lo leía por primera vez.

Me permito transcribir el estilo agraciado de Gracián: “Cifrar la voluntad. Son las pasiones los portillos del ánimo. El más práctico saber consiste en disimular; lleva el riesgo de perder el que juega a juego descubierto. Compita la detención del recatado con la atención del adver­tido: a linces de discurso, jibias de interioridad. No se le sepa el gusto, porque no se le prevenga, unos por la contradicción, otros por la lisonja”.

La filosofía es oro puro: si quieres lograr algo, quédate callado; de lo contrario los otros querrán impedir que lo logres o arruinártelo. Lo del carácter dañino de la lisonja es uno de los aspectos más sutiles del mensaje. Oculta, oculta, oculta a como dé lugar, si quieres que nadie se inter­­ponga entre tú y el cumplimiento de tus deseos.

El lenguaje es de gran finura. Palabras como “adver­tido” o “cifrar”. El subjuntivo sostenido con elegancia. Las figuras de lenguaje: ¿“A linces de discurso, jibias de inte­rio­ridad”? La sola nota de pie de página es un poema: “Porque la jibia se defiende disimulándose, cubriéndose con la tinta oscura que expele de su cuerpo”. La traduc­ción misma es una belleza: “against the eye of the lynx, the ink of the cuttlefish”.

No puedo explicar aquí el sentido del Oráculo de Gracián, y ni siquiera el de este fragmento que he seña­lado. Su origen se remonta a las capas más animales del ser humano. Pero puedo explicar por qué en este libro me siento como en mi casa. El sábado pasado volví al Oráculo pidién­dole que me iluminara. Abrí al azar una página. Así llegué al fragmento de las jibias. Quién sabe cuántas veces habré pasado por allí, pero sólo durante esa lectura me dio por reconocer que no sabía lo que la palabra desig­naba. Por el contexto se podía inferir que era algo así como el calamar. Pero al leer la nota de pie de página sentí como si cayera dentro de un espejo de obsidiana. Así es, eso soy, con esta grafomanía que da sentido a mi vida… un animal que se disimula, cubriéndose con la tinta oscura que expele de su cuerpo.



Publicado en Vivir en El Poblado el 16 de septiembre de 2016.