viernes, 24 de junio de 2016

Ahora la muerte será en vivo

La columna de Vivir en El Poblado




Todo niño es inmortal hasta el momento en que recibe la noticia de su primer muerto. Frente al primer cadáver sentimos que hay algo cruel en esta fiesta a la que no pedimos ser invitados. Ese día la rabia, el desconcierto y la sensación de estafa nublan el jardín de las delicias que era la vida. Desde ese instante jamás dejamos de pregun­tar­nos qué rostro tendrá la muerte que nos espera: qué día, qué hora, qué circunstancias, quiénes estarán tristes o aliviados.

Mi primera muerta fue una tía abuela escuálida, pro­funda e ingeniosa, llamada Cesarfina. Tengo aquí vivo en la memoria su perfil de piedra filosa y llena de grietas, cuando la vi tendida en su cama. Tardé en entender. No podía concebir el sentido de lo definitivo. Me tomó algún tiempo aceptar que ya no volvería a escuchar sus dichos centenarios y extinguidos como su propio nombre: “Ni bamba”, “No ponga sebo”, “No lo permita san Ojualá”. También a ella le oí un comentario que, desde entonces, nunca ha dejado de tener vigencia. En aquel tiempo los periódicos empezaban a meterse en la canasta familiar. Cesarfina los hojeaba con desdén, los dejaba en la mesa y decía: “No podemos con las noticias de aquí, vamos a poder con las de otros lados”.

He vuelto a pensar en Cesarfina ahora que estamos cru­zando el umbral de una puerta que ya nunca podrá cerrarse. Estamos empezando a ver, en vivo y en directo y de manera indiscriminada, lo que ocurre en cualquier parte del mundo. Hace ocho días fue una masacre. Hace quince, una violación. La semana próxima puede ser algo más aterrador.

La cosa no parece tan grave porque es parte de un pro­ceso. Después de la muerte de Cesarfina los noticieros de televisión empezaron a invadir la paz de los hogares. La gente empezó a ser domesticada para prestar atención –a la hora del almuerzo y la comida– a los reportes alar­mistas, las dosis diarias de miedo destinadas a aturdirnos y volvernos dóciles. Algún teórico social dijo en aquellos tiempos que la revolución sería televisada. Luego vino el trasmallo (el internet, pues), con sus montones de información. Con el tiempo los grilletes de la gente fueron computadores de bolsillo que hacían de todo: eran telé­fonos, cámaras fotográficas, ordenadores. Así llega­mos a un tiempo en que empezamos a preferir tomar fotos y grabar videos, en lugar de mirar con el ojo pelado. Lo único que faltaba era que se pudiera transmitir en directo cualquier cosa. Esa, justamente, es la revolución que está empezando.

Para alguien que vive en medio de la nada, sería absur­do denigrar de la tecnología. A ella le debo que la soledad que me rodea no sea tan absoluta. Pero a veces me dan ganas de desco­nec­tarme. El mismo medio que me trae voces e imágenes amadas, trae también imágenes que pre­fe­riría no haber visto; me impone miradas que envilecen, que degradan.

Antes del internet vi mucha gente muerta, pero jamás vi morir a alguien. Ahora he perdido la cuenta de las muer­­tes que me han mostrado las redes sociales. No las busco, he querido evitarlas; pero no he dejado de ver asaltos, atropellos, caídas y ahogamientos captados por las cámaras. Las imágenes trágicas prosperan porque apelan a una de las emociones más sórdidas que tiene el ser humano: el alivio que le inspiran las desgracias ajenas, la conciencia de que –al menos por esa vez– el infortunio ha golpeado en otro lado. Pero no puedo evitar la sensación de que el alma se me ensucia cuando se trivializa el momento más íntimo y sagrado de todo ser humano. Ahora que la muerte empieza a verse en vivo, quizá sea el momento de hacer como Cesarfina: apagar esa máquina de horrores y marcharse a vivir la propia vida después de haber dicho: “No lo permita san Ojualá”.



Publicado en Vivir en El Poblado el 2 de diciembre de 2016









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