domingo, 12 de junio de 2016

Nada

Un capítulo perdido de Criatura perdida



“¿Qué tienes?”, preguntaba ella.
Y él respondía: “Nada”.
“¿Qué piensas?”, insistía ante el hombre cada día más distante.
Y él la miraba con ternura y tristeza y respondía: “Nada”, y no mentía cuando daba esa respuesta.
“¿Qué tienes?”, tras el primer abrazo, en medio de un silencio insoportable, como de mundo en ruinas; tras todos los abrazos.
“Nada”, a la salida de la casa de Pianetti, el día que le dieron la noticia.
“¿Qué piensas?”, durante el viaje de regreso al castillo con sus cosas, el rostro vuelto hacia atrás, la mirada congelada de sonámbulo; tras la primera noche que pasaron juntos en la casita del norte y empezaron, divertidos y torpes, a inventar los rituales de la vida cotidiana.
“Nada”, cada día al salir y al llegar del trabajo, al comer –después de esa quietud desconcertante: la cuchara a mitad de camino, la mirada elevada hacia el techo, como si oyera un llamado–, la medianoche en que vio el rostro de su hijo.
“¿Qué opinas?”, mostrándole la forma como dispuso los cuartos y la sala, su orgullo al explicarle que el cuartico del fondo lo había destinado a sus libros y cuadernos, porque ella comprendía lo importante que podía ser para él estar a veces retirado, con algún libro, con sus cuadernos o con sus ganas de estar sólo nada más.   
“¿Qué piensas?”, el día que había muerto Víctor Campos, las veces en que se sintió incapaz de convivir con su ausencia, los días que dijo no doy más –vivir contigo es vivir sola–, el día que empezó a decirle que se fuera, que no lo necesitaba, las noches imprudentes del final, cuando vio que lo perdía y se burló de la terca devoción con que se iba hasta el cuartico a escribir en sus cuadernos.
“Pérdóname”, dijo ella desde la puerta, verdaderamente arrepentida, dibujando con su rostro balbuceos tristes: “me obligaste”, “lo lamento”, “sabes que nunca podría pensar eso”, la mirada aventurándose a leer entre sus gestos el perdón o la ira.
Él dejó de escribir, miró su mano pesada sobre el cuaderno, la pluma herida en mil batallas. Vio la montaña de libros y cuadernos que lo había amurallado, la lucecita amarillenta de la lámpara, la lenta lluvia de polvo y pensó que tenía razón, que en el fondo no era más que un niño que se entretenía jugando con su mierda. Llegó hasta los ojos de ella, sintió que su mirada se rompía al recordar una lejana noche azul y le dijo con ternura, sin rencor, pero también sin esperanzas.
“Pienso nada. Tengo nada”.











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