"Man inprison uniform", Terence Cuneo.
Con mi nombre
he tenido una curiosa relación. En mi primer día de prekinder me quedé sin
media mañana porque cuando llamaron a “Arango Toro Gustavo Adolfo” me dije:
“Qué parecido ese nombre, qué hermosa trasposición, quién será el afortunado”,
pero concluí que al que llamaban era otro.
Me ha llevado
más de media vida discutir con misia Nubia el hecho de que me quite el Adolfo y
el Toro, pero desde el principio me pareció pretencioso y
desconsiderado con la gente que usara un nombre tan largo. Hay primos que
se unen a la protesta. Pero lo del Toro es cosa seria. A miembros de esa
familia les debo la vida, pero a otros les debo el haber conocido el infierno
aquí en la tierra. Aparte de que he sido una suerte de antitaurino (aunque con
ciertos antitaurinos da ganas de salir al ruedo). Al tomar la
decisión también pensé que el Toro se prestaba a chistes flojos sobre animales
y decidí mandarlo a pastar. Con el Adolfo la cosa es distinta. Más allá de la
obvia referencia al genocida, juntar el Gustavo y el Adolfo nos conduce a un
poeta cornudo y enfermizo al que no quedó mucho que envidiarle.
Así que ya llevo un buen rato llamándome Gustavo
Arango. Al comienzo disfracé el Adolfo y el Toro con iniciales, pero después
logré deshacerme de ellas. Ahora la relación que tengo con mi nombre conoce una
nueva dimensión, pues en el mundo en que vivimos es muy fácil saber en qué
andan los tocayos. Está bien, lo admito, estoy suscrito a una notificación de
Google que me anuncia cuando mi nombre aparece en la red. Piensen lo que
quieran, lo más seguro es que piensen mal y acierten. Pero lo curioso es que
además de mis andanzas o de lo que se dice de mis libros, el servicio también
me dice en qué andan los que van por el mundo con mi nombre.
Así he podido saber que hay un Gustavo Arango
diseñador, que trabaja para reinas y celebridades. Supe que es de Cali pero
vive en Puerto Rico, supe que adoptó un par de niños, supe que las estrellas
ascendentes se mueren por que las vista. No creo seguir pecando de vanidad si
afirmo que de los Gustavos Arango posibles, el diseñador y yo somos los más
notorios. He visto páginas en las que hablan del modisto y por error han puesto
mi fotografía. También en una ocasión apareció en México un artículo sobre una novela
mía, ilustrado con el mucho más agradable semblante de mi homónimo. En
momentos de ocio he pensado que una de las formas de salir de pobre será
proponerle a Gustavo Arango que escribamos un libro con sus memorias.
Pero, a medida que el mundo se estrecha entre
las redes, han venido apareciendo otros dueños de mi nombre. En Twitter
hay un muchacho que vive para twittear y a veces twittea tanto que no deja de
acertar. Su estilo es leve y ocurrente. He podido saber de un tocayo nadador y
de otro político mejicano. En estos días supe de otro que lleva cinco años en
algún lado y que todos los días va al parque con su hija Maya, “una pequeñita
que les arroja puñados de maíz a las palomas”. Hace unos días vi con horror que
una funeraria anunciaba mi sepelio para el 25 de junio (escribo el 7 de junio
ésta que podría ser la última), y he podido comprobar que hay un “troll” que se
escuda en mi nombre para vomitar veneno en las secciones para comentarios de
los lectores.
Ya que andamos en esto, tengo que confesar que
el haberme dedicado a la literatura me ha enfrentado muchas veces a la
inevitable confusión fonética con Gonzalo Arango. Algunos entrecierran los ojos
pensando que mi nombre les suena familiar y yo me aprovecho para poner cara de
“más le vale”. Pero es de los Gustavos que estamos hablando.
Con el tiempo he llegado a sentir algo que
podría llamar orgullo colectivo por mi nombre. Cada logro de esos desconocidos
lo celebro como mío. Siento que el nombre por sí mismo tiene buena vibra.
Incluso los que obran mal obran bien mal o son muy buenos malos. Pero, de todas
las aventuras que he tenido con mi nombre, ahora prefiero la que tuve esta
semana. En el municipio del Valle de donde es Blanca Irene capturaron a una
banda encabezada por un hombre al que llaman el Negro Aidé. Junto a él fueron
puestos presos sus compinches: el tuerto, masacre, boca de pato, pelo de cobre
y escalera. Y adivinen cómo se llama el más servicial.
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