viernes, 10 de junio de 2016

Metalector

La columna de Vivir en El Poblado




Al que escribe le gusta que lo lean. Convengo en que hay quienes escriben para nadie: aquellos que no quieren terminar jamás su novela, aquellos coroneles que escriben poemas que al final queman, aquellas Ángelas Vicario que escriben cartas que el recipiente no va a leer. Hay páginas de mi diario que no quisiera que nadie leyera y que yo mismo no leo sin incomodidad o vergüenza. Pero la dicha, el florecimiento y la madurez de la escritura ocurren cuando al otro lado hay alguien que recibe las palabras y las hace suyas.
Hace un par de semanas, hablando con unos estu­diantes de bachillerato, recordé que mi primera explosión creativa ocurrió cuando estaba en quinto de bachi­llerato. Acababa de leer unos cuentos cortos e inspi­ra­dores y me dio por hacer lo mismo. Cada día escribía un cuentecito de una página para mostrárselo a Berrío, un compañero que los leía con atención y escepticismo. Cuando entré a la universidad ya era una máquina de escribir cuentecitos. Mis cuadernos tenían más atentados literarios que notas de clase y allí también había compañeros que los leían convencidos de que no habría manera de disuadirme. En uno de los cuadernos más viejos que conservo escribí: “Soy el único que cree que puedo ser escritor”.
Debo a la escritura muchas de mis alegrías. Las pala­bras, estas criaturitas que me salen de las manos, me sacaron del valle de la muerte cuando lo único que me quedaba era la muerte, me condujeron al periódico donde empezó Gabito, me trajeron al país del sueño, me han llevado a lugares tan improbables como Princeton, Norue­ga o Sri Lanka. Pero lo más importante es que me han permitido conocer seres humanos maravillosos. Seres que escuchan, seres que leen, seres que creen.
Al que escribe le encanta encontrar buenos lectores. Saborea su acercamiento tímido o decidido, disfruta los testimonios de lo que ocurrió cuando leían, intenta res­pon­der a sus preguntas así sean tan difíciles como esa que me hizo uno de los avatares de Kuan Yin: “¿Cómo podrá uno aprender a hablar con el idioma del alma?”.
Esta semana recibí una de esas raras alegrías. A una de mis moradas virtuales llegó un mensaje de un tal Ian Cooke Tapia, quien decía haber leído Santa María del Diablo mientras hacía un vuelo trasatlántico y, después de mucho releerlo, se había animado a escribir un ensayo sobre su “metalectura”. Al principio pensé que alguien había inventado un seudónimo para hacerme una broma; pero al visitar su blog comprendí que don Ian tiene una extensa reflexión sobre las relaciones entre el arte y el espacio, que el español no es su primera lengua y que le gusta leer sus propias lecturas.
El que escribe se expone a que lo critiquen. Tengo una colección de reseñas perversas de gente que se ha enojado a tal punto con lo que escribo que ha llegado al insulto personal. Suelo despertar la condescendencia de viejos amigos y el desprecio de los que no pueden aceptar que escriba sin permiso del “Establishment”. Tengo el cuero duro para la maledicencia. Pero creo que nunca hasta ahora me había sentido tan contento con una crítica en la que no salgo muy favorecido.
A Ian lo exasperan las listas y las digresiones, la tendencia de la novela a no comportarse como novela; pero admite que el autor parece saber lo que hace. La parte que más me gusta es aquella en que me describe como un profesor aburrido que imparte una clase en un salón mal ventilado. Podría responder a las objeciones de mi metalector, pero no creo que sea necesario (al fin y al cabo, el debate ocurría en su cabeza). Puede bastar con que le diga que ahora puedo entender la dicha que sintió Foreman tendido en la lona en el instante en que Alí lo derrumbó con poesía y de paso le dio el mejor regalo que recibió en la vida.



Publicado en Vivir en El Poblado el 10 de junio de 2016.










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