La columna de Vivir en El Poblado
Después de una discusión insignificante con el exterminador
que venía cada mes a fumigar los alrededores de su casa, William Sterog
aprovechó un descuido del hombre y robó de su camión una caneca de pesticida.
Al día siguiente, muy temprano, siguió la ruta del lechero y se dedicó a
agregar cucharadas de veneno en las botellas de su vecindario en Baltimore.
Seis horas más tarde, doscientas personas –hombres, mujeres y niños– habían
muerto después de sufrir agonías convulsivas.
Pocos días después, cuando supo que una tía suya que
vivía en Buffalo estaba muriendo de cáncer linfático, William Sterog ayudó a su
madre a empacar y la llevó al aeropuerto. En una de las maletas había puesto
cuatro tacos de dinamita unidos a un reloj de ignición programada. El avión
estalló cuando volaba sobre Harrisburg, en Pennsylvania, y causó la muerte de
noventa y tres personas que iban en el avión –incluida la madre del Sterog– y
de siete personas que vieron caer los destrozos en llamas desde una piscina
pública.
Un domingo de noviembre, Sterog se integró a los 54 mil
aficionados que llenaron el estadio Babe Ruth Plaza para ver el partido de
fútbol americano entre los Baltimore Colts y los Green Bay Packers. Cuando
quedaban poco más de tres minutos de partido, Sterog subió las escaleras hasta
la parte alta de los asientos de mezzanine, extrajo una ametralladora M-3 y
esperó una jugada que hizo saltar al público de emoción. Antes de que pudieran
inmovilizarlo, Sterog había matado cuarenta y cuatro aficionados.
Años después o antes –porque el tiempo y el espacio están
en quien los observa– o en un cruce de tiempos o en otro universo o en otra
dimensión, cuando el ejército expedicionario de la galaxia elíptica
descendió en el segundo planeta de una estrella de cuarta magnitud, encontró en
aquel mundo desierto una escultura de doce metros de alto. La imponente figura
representaba a un hombre descalzo, vestido con una toga, la cabeza incrustada
en algo como un casco y con un objeto misterioso en la mano izquierda. Los
expedicionarios no dejaron de notar la curiosa expresión en el rostro de la
estatua. Ninguno sabía de la existencia de Sterog –en un mundo muy lejano en el
tiempo y el espacio–, ni de su gesto en el momento en que el juez ratificó la
sentencia de muerte. La boca abierta de la estatua parecía estar gritando a la
inmensidad del universo aquellas palabras aterradoras: “Amo a todos los seres
del mundo. Tengo a Dios por testigo de que todo lo he hecho por amor. Los amo,
los amo a todos”, gritaba Sterog.
“El monstruo que gritó amor en el corazón del mundo”
(1968) es uno de los relatos más enigmáticos del prolífico Harlan Ellison,
famoso por historias que inspiraron películas como Terminator y Un chico y su
perro, así como el que muchos consideran el mejor episodio de la serie
clásica de TV, Viaje a las estrellas, titulado La ciudad a orillas de para
siempre. Deslenguado y polémico, amigo de los pleitos judiciales, a Ellison el
término Ciencia Ficción le parece reduccionista y prefiere que se hable de
Ficción Especulativa. La historia de Sterog, en “El monstruo…”, ocupa sólo dos
de sus doce páginas. A medida que se avanza se encuentran otras historias que
parecen inconexas: un dragón al que unos científicos conectan a una máquina
para extraerle los vapores de la maldad; un encuentro entre Atila y el Papa
León I, al final del cual el huno desiste de invadir Roma; un hombre que
encuentra una caja en un edificio en ruinas y al abrirla ve salir un humo de
colores que desencadena la Cuarta Guerra Mundial.
“El monstruo que gritó amor en el corazón del mundo” es
una audaz exploración sobre el origen y el propósito del mal. Puede ser también
una curiosa reflexión sobre las hondas raíces del arte. Pero, en últimas, es un
recordatorio de lo mucho que ignoramos de este sueño laberíntico que llamamos
realidad.
Publicado en Vivir en El Poblado en junio 1 de 2016
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