miércoles, 1 de junio de 2016

El monstruo que gritó amor en el corazón del mundo

La columna de Vivir en El Poblado



Después de una discusión insignificante con el extermi­nador que venía cada mes a fumigar los alrede­dores de su casa, William Sterog aprovechó un descuido del hombre y robó de su camión una caneca de pesticida. Al día siguiente, muy temprano, siguió la ruta del lechero y se dedicó a agregar cucharadas de veneno en las botellas de su vecindario en Baltimore. Seis horas más tarde, doscientas personas –hombres, mujeres y niños– habían muerto después de sufrir agonías convulsivas.

Pocos días después, cuando supo que una tía suya que vivía en Buffalo estaba muriendo de cáncer linfático, William Sterog ayudó a su madre a empacar y la llevó al aeropuerto. En una de las maletas había puesto cuatro tacos de dinamita unidos a un reloj de ignición progra­mada. El avión estalló cuando volaba sobre Harrisburg, en Pennsylvania, y causó la muerte de noventa y tres perso­nas que iban en el avión –incluida la madre del Sterog– y de siete personas que vieron caer los destrozos en llamas desde una piscina pública.

Un domingo de noviembre, Sterog se integró a los 54 mil aficionados que llenaron el estadio Babe Ruth Plaza para ver el partido de fútbol americano entre los Balti­more Colts y los Green Bay Packers. Cuando quedaban poco más de tres minutos de partido, Sterog subió las escaleras hasta la parte alta de los asientos de mezzanine, extrajo una ametralladora M-3 y esperó una jugada que hizo saltar al público de emoción. Antes de que pudieran inmovilizarlo, Sterog había matado cuarenta y cuatro aficionados.

Años después o antes –porque el tiempo y el espacio están en quien los observa– o en un cruce de tiempos o en otro universo o en otra dimensión, cuando el ejército expe­di­cio­nario de la galaxia elíptica descendió en el segundo planeta de una estrella de cuarta magnitud, encontró en aquel mundo desierto una escultura de doce metros de alto. La imponente figura representaba a un hombre des­calzo, vestido con una toga, la cabeza incrustada en algo como un casco y con un objeto misterioso en la mano izquierda. Los expedicionarios no dejaron de notar la curiosa expresión en el rostro de la estatua. Ninguno sabía de la existencia de Sterog –en un mundo muy lejano en el tiempo y el espacio–, ni de su gesto en el momento en que el juez ratificó la sentencia de muerte. La boca abierta de la estatua parecía estar gritando a la inmensidad del universo aquellas palabras aterradoras: “Amo a todos los seres del mundo. Tengo a Dios por testigo de que todo lo he hecho por amor. Los amo, los amo a todos”, gritaba Sterog.

“El monstruo que gritó amor en el corazón del mundo” (1968) es uno de los relatos más enigmáticos del prolífico Harlan Ellison, famoso por historias que inspiraron películas como Terminator y Un chico y su perro, así como el que muchos consideran el mejor episodio de la serie clásica de TV, Viaje a las estrellas, titulado La ciudad a orillas de para siempre. Deslenguado y polémico, amigo de los pleitos judiciales, a Ellison el término Ciencia Ficción le parece reduccionista y prefiere que se hable de Ficción Especulativa. La historia de Sterog, en “El monstruo…”, ocupa sólo dos de sus doce páginas. A medida que se avanza se encuentran otras historias que parecen inconexas: un dragón al que unos científicos conectan a una máquina para extraerle los vapores de la maldad; un encuentro entre Atila y el Papa León I, al final del cual el huno desiste de invadir Roma; un hombre que encuentra una caja en un edificio en ruinas y al abrirla ve salir un humo de colores que desencadena la Cuarta Guerra Mundial.

“El monstruo que gritó amor en el corazón del mundo” es una audaz exploración sobre el origen y el propósito del mal. Puede ser también una curiosa reflexión sobre las hondas raíces del arte. Pero, en últimas, es un recordatorio de lo mucho que ignoramos de este sueño laberíntico que llamamos realidad.

Publicado en Vivir en El Poblado en junio 1 de 2016












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