Hoy en Generación, el suplemento cultural de El Colombiano,
un texto de Lecturas Cómplices: En busca de
García Márquez, Cortázar y Onetti
Plutarco advierte sobre la facilidad con que podemos caer en la ingratitud.
Cuenta que, al momento de morir, “Platón se felicitó a sí mismo por tres cosas:
en primer lugar, por haber nacido hombre; luego, por la alegría de haber nacido
griego, y no un bruto o un bárbaro; y, por último, por ser contemporáneo de
Sófocles”. El fanático de los paralelismos dice también que hay muchos que,
“olvidados de las bendiciones que han recibido, siguen aferrados a la engañosa
esperanza”.
Como no sé si al morir tendré tiempo para balances y gratitudes, he
adquirido la costumbre de apreciar y agradecer lo vivido cada vez que lo
recuerdo. No me siento orgulloso del sitio donde me vinieron al mundo, ni
agradezco haber nacido tan bruto; pero comparto con Platón el honor de haber
vivido en tiempos de un gran hombre y que nuestras vidas se hayan cruzado. He
hablado en otros lados de lo que significa que García Márquez me haya leído,
que sus comentarios hayan sido favorables, y que se haya robado una copia de Un ramo de nomeolvides, el libro que
escribí sobre sus inicios. He hablado también de las conversaciones que tuvimos
cuando escribía ese libro y del privilegio de escucharlo durante tres días
seguidos, en un taller de periodismo narrativo. Pero no he hablado mucho de algunas de las
inquietudes que me quedaron después de esos tres días.
El taller fue en Barranquilla, en diciembre de 1997, y García Márquez no
paró de hablar día y noche sobre el oficio, sobre su vida y sobre sus
relaciones con gentes principales. En medio de todo aquello dijo sin mucho
énfasis que el cuento que más le gustaba era uno de W. Somerset Maugham,
titulado “P. O.”. Explicó que el título eran las
iniciales de una compañía de navegación que hacía grandes cruceros al Oriente.
Contó que era la historia de un magnate inglés que se fue a alguna de esas
islas remotas, Sumatra, o algo así, y que el magnate había vivido durante
treinta años con una especie de plan para el futuro en el que cada detalle
estaba cuidadosamente calculado: “en tal momento hago esto, en tal otro momento
debo tener tanto dinero y no trabajo más y me voy a vivir a una isla”. Cuando
el magnate se retiró, se embarcó, tomó el mejor camarote de la P. O., se vistió, fue al bar, pidió un
whisky, y al beber el primer trago le empezó un ahogo. Al tercer día el barco
estaba comunicándose con todo el mundo, pidiendo remedios para el viejo. “Para
mí, ese cuento es un peso pesado”, concluyó García Márquez aquella vez en
Barranquilla.
No diré que pasé casi veinte años buscando ese cuento, pero decirlo no
estaría lejos de la verdad. Desde aquella mención de García Márquez, presté
atención a Maugham. Me hice amigo de su estilo elegante y lleno de sutilezas.
Leí biografías y entrevistas. Supe de las intrigas que le escamotearon el premio
Nobel. Me familiaricé con la vida y la obra de ese autor brillante al que el
tiempo no le está haciendo justicia. Pero, aunque no perdí ocasión de hojear
los índices de sus libros, nunca había podido encontrarme con “P. O.”.
Lo irónico del caso es que siempre estuvo cerca de mí, aquí mismo en mi
casa, en una maravillosa colección titulada Los mejores cien cuentos
del mundo, publicada en Nueva York, en 1927, por la editorial Funk
and Wagnalls. Como decía el difunto Eco, la biblioteca personal debe estar
llena de libros por leer. Aquella colección la había comprado en un mercado de
las pulgas por menos de lo que cuesta un almuerzo. La tenía en reserva para que
me sorprendiera alguna tarde en que estuviera abierto a las sorpresas. El
sábado pasado andaba desempolvando los lomos de mis queridos libros viejos,
cuando me dio por abrir y mirar el índice de uno de los volúmenes de la
colección. Ahí encontré a “P. & O.”. Estaba en un volumen dedicado a
cuentos sobre mujeres.
Cuando empecé a leer, me pareció curioso que García Márquez sóolo
hubiera mencionado al hombre, a pesar de que la historia estaba narrada desde
la perspectiva de una mujer. La protagonista viaja sola y tiene un poco más de
cuarenta años. Ha venido bajando por el Pacífico desde el Japón. Ha visto
llegar y marcharse pasajeros, ha eludido los coqueteos de un hombre maduro, ha
visto los acercamientos entre un médico y una mujer casada. A veces se abstrae
en pensamientos que traen a su rostro un gesto de dolor. En uno de los puertos
del Pacífico, la viajera ve abordar a un hombre alto, como de sesenta años, de
aspecto irrelevante. Lo mira, lo olvida y solo vuelve a recordarlo cuando lo
encuentra en el sector de la cubierta que acostumbra recorrer antes de que
amanezca. La cubre una bata ligera, pero la oscuridad disculpa la impropiedad.
El hombre y la mujer intentan hablar con naturalidad y se despiden cuando el
día empieza a clarear.
Por la conversación en la cubierta sabemos que el viajero es un inglés que
dejó su país, casi treinta años atrás, para probar suerte en el Oriente. Aunque
no le quedan parientes en su ciudad de origen, ahora está de regreso. Con el
dinero que acumuló en una plantación se propone comprar una casa y buscar una
mujer para casarse. El plan no deja de ser descabellado; es evidente que aquel
hombre se sentirá más extranjero en su tierra que en el Oriente. Pero la
protagonista no está de ánimo para juzgarlo. También su historia es un poco
absurda. El hombre con el que estuvo casada veinte años le ha confesado que ama
sin remedio a una muy buena amiga de ambos. El sentimiento es mutuo y los
enamorados son los primeros sorprendidos. Ahora la mujer viaja a Inglaterra,
les deja el terreno libre, y entre las cosas que más la irritan está que la
mujer de quien su esposo se enamoró sea diez años mayor que ella. Una mujer
entiende más fácil que la abandonen por una jovencita.
La humanidad entera también viaja en el barco. Allí están las hipocresías
de los privilegiados, la sumisión rencorosa de los subalternos, y la tierra de nadie —llameante y
telúrica— de la servidumbre. La preparación de una fiesta de fin de año pone en
segundo plano a la mujer y al hombre, aunque es posible advertir en ella una
cierta inclinación a frecuentarlo.
Ocurre luego que el hombre —que no es ningún magnate— desaparece por varios
días, y la protagonista descubre que ha estado hospitalizado a causa de un hipo
que no le da descanso. Tres días de lucha lo tienen exhausto. Al lado de la
cama está un sirviente suyo. La mujer saluda al hombre, trata de darle ánimos y
decide no imponerle su presencia. Cuando sale, el sirviente la sigue para
decirle que conoce la causa del mal de su amo. Cuenta que, cuando el hombre
anunció su decisión de marcharse, la mujer nativa con quien cohabitó todos esos
años dijo con voz profética: “No llegará a su destino”.
Es curioso que García Márquez haya omitido a las mujeres en su versión del
relato: la pasajera del barco y la amante nativa que predijo o produjo la
muerte del hombre. Tal vez solo quiso sembrar la inquietud en
quienes lo escuchábamos. La muerte del viajero nos recuerda que la vida se
termina cuando menos lo esperamos. Pero el cuento completo de Maugham apunta
para otro lado. Conocida la noticia de la muerte del hombre, observadas las
reacciones de la gente y la fiesta que no dejó de hacerse, la mujer escribió
una carta dirigida a su ex esposo
y a su amiga para felicitarlos por haber encontrado el amor y para desearles lo
mejor. Luego siguió viajando, sintiéndose contenta y muy ligera, y a su rostro
ya no vino ningún gesto de dolor.
Texto publicado originalmente en Vivir en El Poblado
Esta publicación me remitió a ese estilo tuyo que siempre disfruto con enorme placer...
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