Imagen de la película El abrazo de la serpiente.
Cuando nacemos, el mundo ya
llevaba milenios transcurriendo sin nosotros. Hubo imperios, cataclismos,
mensajeros divinos, multitudes incontables para las que nuestro nacimiento es
sólo un hecho que no existe. Nos reciben parientes y allegados para quienes el
mundo ya es un lugar conocido: saben que el agua moja y puede resfriar, que hay
que mirar si vienen autos antes de cruzar las calles; saben que hay respuestas
que nunca encontrarán. Uno llega convencido de ser la estrella de la película,
exigiendo con gritos y llantos taladrantes, engatusando con risas desdentadas.
Llegamos al mundo como quien llega a una fiesta cuando ya la mayoría de
invitados se marcharon y sólo quedan los últimos borrachos, llorando sin saber
por qué, mientras los anfitriones empiezan a lavar vasos y llenar bolsas de
basura.
Pasamos la vida encontrando
relatos que empezaron antes de nuestra llegada y que seguirán transcurriendo
después de que nos vayamos. Tarde o temprano nos marchamos rodeados por
personas muy distintas a las que estaban cuando nacimos, ignoramos el destino
que tendrán. Nos vamos como quien se marcha cuando la fiesta empieza, no
estaremos cuando ocurran los hechos memorables.
Nuestra breve estadía, sin
embargo, no garantiza que lleguemos a saber lo que ocurre mientras transcurren
nuestras vidas. Del mismo modo como mi padre nunca sabrá lo que fue de mi vida,
nunca sabré cuáles fueron sus últimas palabras. Somos como invitados a una
fiesta a quienes les han puesto la condición de que no hablen con todos los
presentes, ni miren todos los cuadros, ni entren a todos los recintos de la
casa.
Es posible decir que la historia
que quiero contarles empezó el año en que nací. En aquel tiempo un geógrafo
nacido en Medellín andaba por las selvas colombianas dibujando unos mapas.
Germán Suárez es uno de los últimos dibujantes de mapas a la vieja usanza: esos
que tenían que viajar por parajes inhóspitos, subirse a copas de árboles,
cruzar ríos furiosos, para después regresar a mostrarles a los cómodos
citadinos cómo era el resto del mundo. Suárez había viajado en avión desde
Villavicencio hasta Mitú. De allí salió por el río Vaupés con un grupo de
catequistas que tenían sus misiones más allá de la frontera colombiana. Así llegó hasta un grupo de indios cuyo jefe
guardaba, en un zurrón, un curioso tesoro: varios viejos libros en inglés,
entre ellos una guía de Nueva York publicada cien años atrás, en 1864. Los
misioneros le sirvieron de intérprete para negociar la guía a cambio de una
linterna Eveready, pero no fue posible saber cómo habían llegado los libros
hasta ese remoto paraje.
Cuarenta y siete años más tarde,
en un pueblo perdido en las montañas al norte de Nueva York, yo estaba leyendo
un libro de la serie “Aunque usted no lo crea”, de Ripley, cuando me crucé con
la historia de la guía. Mencioné el asunto en esta columna y al poco tiempo
apareció Germán Suárez, ahora hecho un inquieto septuagenario. Así supe
detalles del hallazgo y comprendí que a veces la gente se destaca por asuntos
que no son los más relevantes. Podría escribirse un libro con el inventario de
maravillas que me ha contado Germán Suárez. Pero la historia de la guía es más
lo que oculta que lo que relata. Suárez recuerda poco de su contenido: le llamó
atención que el edificio más alto de Nueva York fuera un orfanato de cuatro
pisos. Años después, durante un viaje a Estados Unidos, vendió la guía por
ochenta dólares a un teniente, de apellido Shoemaker, a quien Suárez le perdió
la pista. Es poco probable que Shoemaker aparezca y nos muestre ese libro más
pequeño que lo que simboliza. Es seguro que nunca sabremos cómo llegó esa guía
hasta los indios, qué explorador perdido se equivocó de selva. Este asunto de
la guía es como si alguien se acercara y nos dijera que hemos sido expulsados
de la fiesta, preciso en el momento en que se pone buena.
Texto publicado en el periódico Centrópolis, de Medellín, en octubre de 2011.
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