Julio Verne, foto de Nadar circa 1878.
Por
Gustavo Arango
Sobre Julio Verne circula una imagen estereotipada y simple que lo define como autor de novelas juveniles que además fue un
adelantado estudioso de la ciencia, capaz de predecir los inventos que le
darían su peculiar aspecto al siglo XX.
Olvidados
de las consideraciones literarias, de su obra prolífica y diversa, las
multitudes que hablarán de Verne este año con motivo del centenario de su
muerte, el 24 de marzo, se concentrarán en la precisión con que vislumbró la
llegada del hombre a la luna o la aparición de inventos como el submarino o el
helicóptero.
Eso,
a estas alturas, cuando la humanidad ya no se asombra con los inventos, resulta
lo de menos. Si la anticipación científica, junto con la glorificación del
progreso, fuera la única razón por la
que Verne merece ser recordado, podemos estar de acuerdo en que su centenario
marca el inicio de un merecido olvido como escritor.
A
Verne se le confiere el mérito adicional de haber hecho predicciones históricas
y sociales como la de la irrupción totalitaria del nazismo, en “Los quinientos millones de la Begún”. Pero
hay mucho más que eso.
Es
un error creer que los casi ochenta libros que escribió Verne están marcados
por el optimismo científico que se respiraba a mediados y finales del siglo XIX.
Ese deslumbramiento sólo está presente en sus obras más famosas: “Cinco semanas
en globo”, “De la tierra a la luna”, “Veinte mil leguas de viaje submarino”,
“La vuelta al mundo en ochenta días” y
“La isla misteriosa”, pero incluso en ellas se asoma un elemento sombrío –una
persistente desconfianza frente al corazón humano- que se haría más notorio en
sus últimos años.
Una
lectura atenta de estos y otros libros de Verne permite descubrir que su obra –repleta
de mensajes cifrados- está muy alejada del concepto ensoñador y dulce que se
tiene de la literatura juvenil. Verne ha corrido la suerte de otros autores que
incomodan, como Herman Melville, Edgar
Allan Poe y Hans Christian Andersen, a quienes –ante la imposibilidad de
desaparecerlos– se les trivializa confinándolos al mundo de la literatura
infantil y juvenil.
Algunos libros de Verne son decididamente sombríos. En “Martín Paz” (1852), por ejemplo, Verne
nos narra una tragedia escenificada en el Perú: una historia de amor imposible
entre un indio y la hija de un comerciante español. Allí todos pierden, no hay
sonrisas ni bromas al final, sólo muertos. También podemos decir lo mismo de
uno de sus últimos libros, el “Eterno
Adán” (1905), que representa una visión apocalíptica del mundo, donde
los personajes se encuentran atrapados y sin esperanza en las páginas finales.
Si bien este libro parece haber sido escrito en su mayor parte por el hijo de
Verne, a partir de un texto de su padre titulado “Edom”, este breve relato
sirve de justo cierre a una obra menos optimista de lo que suele creerse.
Algo
que se le ha negado a Verne es su filiación con una de las corrientes
literarias más importantes del siglo XX: la literatura del absurdo. Quizá
porque sus historias, en la superficie, resultan bastante lineales y casi todas
concluyen con la superación de los obstáculos. Pero en su obra abundan
personajes y situaciones típicos de ese género literario que se constituyó en
espejo de un mundo sin esperanzas, después de los ruidosos entusiasmos que
trajeron los inventos.
Suyo es uno de los comienzos literarios más originales y trasgresores de la literatura universal. Las primeras líneas de
“La jangada” (1881), en el original francés, aunque no parezca, dicen así:
“Phyjslyddqfdzxgasgzzqqehxgkfndrxujugiocytdxvksbxhhuypohdvyrymhuhpuydkjoxphetozsletnpmvffovpdpajxhyynojyggaymeqynfuqlnmvlyfgsuzmqiztlbqgyugsqeubvnrcredgruzblrmxyuhqhpzdrrgcrohepqxufivvrplphonthvddqfhqsntzhhhnfepmqkyuuexktogzgkyuumfvijdqdpzjqsykrplxhxqrymvklohhhotozvdksppsuvjhd”.
Después, por supuesto, vienen las explicaciones. Pero por ese instante de la lectura, Julio Verne se ha acercado a la filosofía que subyace bajo las
obras de Beckett y Ionesco. Sus personajes no esperan a Godot, hacen viajes
extraordinarios para ir a buscarlo (lo cual los vuelve todavía más absurdos) y
a veces incurren en la extrema insensatez de creer que han logrado lo que se
proponen.
Verne,
el marinero frustrado, el esclavo de un editor que le dio una fama engorrosa,
el amargo padre de una familia con la que nunca consiguió comunicarse, ese
capitán Nemo de tierra firme que decidió suicidarse trabajando, vio el abismo
más allá del resplandor engañoso de los inventos. Pero pocos le han prestado
atención a sus palabras.
Artículo publicado en el suplemento Generación, del diario El Colombiano, en marzo de 2005, con motivo del centenario de la muerte de Julio Verne.