Crónica de un taller de narración periodística dictado por Gabriel García Márquez en Barranquila, del 17 al 20 de diciembre de 1997.
El texto fue publicado originalmente en el diario El Universal, de Cartagena, el lunes 22 de diciembre de 1997.
—¿Qué hora es? —preguntó.
Acababa de entrar al salón donde
lo esperaba un grupo de periodistas de distintos costados de Latinoamérica
y su pregunta empezó a resquebrajar el hielo que suele apoderarse de la gente
cuando él llega.
—Las nueve y tres —dijo Jaime
Abello, el director de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano.
—Está mal tu reloj —dijo el
maestro y aprovechó el deshielo de la risa general para sentarse y esperar a
que todos se acomodaran.
Mientras llegaba el silencio,
habló consigo mismo: “A ver, estas caras qué dicen, qué rollos hay por dentro”
y se dedicó a preguntarle por su vida y su trabajo a cada uno de los asistentes
a ese taller de narración periodística que se realizó en Barranquilla desde
el jueves hasta el sábado pasado.
Cuando leyó el primer nombre de
la lista, en su querido reloj de pulso y tablero blancos eran las nueve en
punto de la mañana.
Tiempo de recordar
Esa fue su primera lección: la de
la puntualidad, la del valor del tiempo. Durante los tres días del taller,
esos jóvenes venidos desde México, Argentina, Venezuela, Colombia y Ecuador,
comprendieron que uno de los secretos de ese hombre es saber que hay un
tiempo para todo (tiempo de recordar, tiempo de compartir, tiempo de
presagios, tiempo de reír, tiempo para las rumbas y los autógrafos), que cada
instante de la vida ha de vivirse como si en unas horas tuviera que llegarnos
el tiempo de morir.
No fue un taller académico. El maestro
aclaró desde el principio que todo lo que sabe sobre el periodismo y la
novela lo aprendió con los amigos en las charlas nocturnas que tenían en el
muelle y el mercado de Cartagena de Indias.
Recordó, una vez más, a Clemente
Manuel Zabala, ese indiecito tímido y sabio que lo acogió en El Universal y, con su lápiz rojo, lo
sacó de las tinieblas literarias.
Evocó a Héctor Rojas Herazo y
contó algo que había recordado hace poco: que no se conocieron en El Universal, que ya antes, cuando el
maestro tenía trece años y estudiaba en el colegio San José de Barranquilla, un
Rojas Herazo muy elegante, con un sombrero como el de Chaplin, había sido su
profesor de dibujo.
Pero eso no fue todo. Contó
también que cuando llegó a El Universal
en mayo de 1948 —recién expulsado a Cartagena por “el bogotazo”, los desórdenes
tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán— ofreció sus servicios como
dibujante, pero le dijeron que ya había uno: el mismo Rojas Herazo.
Hubo tiempo para todos los amigos
de la juventud y para aclarar que no es cierto que existieran un grupo de
Barranquilla y un grupo de Cartagena: “Lo que había era un solo grupo que iba y
venía”.
Tiempo de compartir
Casi todo el mensaje que el
maestro tenía para darles a los muchachos del taller se resumió en su definición
de reportaje: “Contar el cuento completo”.
Invitó a todos a ganar espacios
en sus medios, a persuadir editores, a imponerse con el trabajo, para que el
periodismo escrito no pierda su expresión principal.
Habló del periodismo como género literario, se
alegró de que un periodista haya llegado a la Academia Española de la Lengua
y, una vez derrumbadas las fronteras con la literatura, se dedicó a hablar,
sin establecer diferencias, de sus reportajes y sus novelas.
Contó que tiene “precocidas” tres
novelas, entre ellas una inspirada en La
casa de las bellas durmientes, de Kawabata, que estará ubicada en Barranquilla.
Pero antes de esas novelas desea publicar el primer volumen de sus memorias —ya
escrito—, que está dedicado al arte de escribir.
Una parte del taller consistió en analizar
detalles de la “carpintería” de tres de sus obras periodísticas: Noticia de un secuestro, Relato de un náufrago y los reportajes
reunidos en Cuando era feliz e indocumentado.
La lección era clara: detrás de una línea puede haber horas y horas de
documentación y escritura.
Pero también hubo tiempo para los
reportajes irrealizados: una hora en la vida de Giacomo Turra que nadie conoce
—la hora anterior a la muerte del joven italiano en Cartagena— y la historia
del avión que cayó meses atrás en Marialabaja, cerca de Cartagena, dejando sólo
una sobreviviente. Lamentó que nadie se hubiera ocupado de esas historias
—“a Germán Castro esa hora en la vida de Turra le falta”— y lo atribuyó al
hecho de que en Colombia una noticia es borrada por otra casi de inmediato.
La gran crónica que lamenta no
haber hecho nunca fue la de la secretaria que pasó en limpio Cien años de soledad. Se llamaba Esperanza,
pero le decían “La Pera”, trabajaba en una empresa para la que Carlos Fuentes y
él hacían textos publicitarios. La Pera era una mujer extraordinaria que
además se dio el lujo de pasar los dos libros de Juan Rulfo, varias novelas de
Carlos Fuentes y a todos les hacía correcciones. Esa mujer terminó amnésica en
Cuernavaca. El maestro recordó que en una ocasión, cuando transcribió Cien años de soledad, ella lo llamó a
preguntarle si tenía nuevos capítulos para transcribir y, ante la respuesta
negativa, se atrevió a preguntar: “Y
dígame una cosa, ¿al fin fulanito sí se come a sutanita?”.
Tiempo de presagios
Una de las revelaciones más
sorprendentes llegó gracias a la insistencia de una periodista mexicana. El
maestro había estado hablando de lo importantes que han sido en su vida los
presagios y resumió su posición en una frase: “Hay que dejarse guiar por los
buenos e ignorar los malos”.
Cuando le preguntaron si había
abandonado algún proyecto por los presagios, el maestro tardó en confesar que
desde hace cuatro años empezó una novela que le produjo escalofrío desde la primera
frase. Era la historia de un hombre que moría en la última línea y al avanzar
en la escritura comprendió que si la terminaba se moría. Lleva capítulo y
medio y dice que jamás va a concluirla.
Tiempo para reír
Y a propósito de historias no
escritas, al hablar de la forma como le llegan los títulos —generalmente
haciendo listas—, contó que desde hace tiempo tiene un título del que está
seguro que tiene que salir una gran historia: “Pene cautivo”
Tiempo para las rumbas y los autógrafos
Pero las lecciones no se
limitaron al salón de trabajo en el centro cultural que hoy ocupa la vieja
Aduana de Barranquilla. También en la noche, bailando cumbia, tomando whiskys
capaces de derribar elefantes, jugando con teléfonos celulares y conversando
hasta más allá de las dos de la mañana, el maestro fue preparando la lección
de voluntad que significaba verlo al otro día, a las nueve en punto de la
mañana, listo para comenzar a trabajar.
Podría hacerse un libro con todo
lo que dijo e hizo durante esos tres días. La paciencia infinita con que firmó
todos los autógrafos que le pidieron. El entusiasmo con que acogió a Liliana
Cáceres (la “Mamá Grande” de los sextillizos de trapo) para elogiarla por
haberse burlado de la prensa de todo el mundo. Lo tácito y lo explícito.
Pero también podría resumirse
en una o dos frases, dichas como al
azar, que en cierta forma contienen todo el mensaje que un maestro puede dar,
sin poder estar seguro nunca de que sea recibido: “Cuando escribimos siempre
estamos solos”, dijo un día.
Y poco antes de alejarse de la
vida de aquellos periodistas les dejó una frase simple y terrible como una
bomba de tiempo: “La vida decide quién es y quién no es”.
Y después de las fotos y de las
despedidas, se marchó a seguir siendo lo que es.
Barranquilla, diciembre de 1997