jueves, 27 de marzo de 2014

La brújula del deseo



Gustavo Arango es un pésimo escritor. Si escribir mal fuera un delito, estaría pudriéndose en la cárcel. Si se hiciera una encuesta para saber quién ha sido el peor escritor de finales del siglo veinte y comienzos del veintiuno, votaría por Arango. No imaginen que exagero, soy sesgado o trato de ser irónico. Tengo autoridad moral: soy la única persona que ha leído su veintena de libros publicados y otro par de docenas que aún no ha con­seguido publicar.

Improbables defensores dirán que los premios que le han dado deben significar algo. Nadie está libre de ganarse un premio y, a diferencia de Homero, los jurados de concurso sólo muy de vez en cuando están despiertos. Para probar mi punto me basta con citar a la segunda persona en el mundo que más ha leído a Gustavo Arango. Después de recorrer con admirable obstinación las páginas de La risa del muerto, misia Nubia –su madre– exclamó con un suspiro: “No me explico qué le vieron los jurados a esto tan enredado”.

El mundo no está exento de sensatos. Después de leer Un ramo de nomeolvides, el sucesor de García Márquez tildó a Arango de hipócrita y criticó la exigua longitud de sus párrafos. Lo de hipócrita no tiene discusión. Lo de la longitud de los párrafos parece no tener remedio; mien­tras más viejo se vuelve más cortos hace los párrafos. A esas justas objeciones habría que sumarle que, en más de treinta años cometiendo libros, Arango todavía no ha podido dominar cosas tan simples como el uso del punto y coma. Hace poco leí una reseña de El origen del mundo, la novela de Arango que los mexicanos se equivocaron premiando. Para el reseñista, Arango es un patético si quiere compararse con Borges o Woody Allen. El personaje de “Máximo Delgado”, ese quijote enloquecido por leer pornografía, es simplemente grotesco. Yo no podría estar más de acuerdo con ese reseñista.

Las editoriales comerciales han estado muy atentas a que Arango no se cuele entre sus filas. Salvo la novela de don Máximo, el resto de sus libros han salido publicados en editoriales independientes, universitarias o en su propia editorial, la cual –muy acertadamente– se llama El Pozo. Pero no se culpe a los editores que se han arriesgado a seguirle la corriente. En literatura pasan cosas raras y no sería de extrañar que alguna cosa se salvara entre los escombros de la aranguiana. Sólo una arriesgada apuesta por un futuro improbable justificaría el poco juicio de quienes han acogido su trabajo.


Ahora Arango nos joroba la paciencia con una reco­pilación de sus textos breves: La brújula del deseo (cuentos 1986-2014). La presentación del libro dice que las categorías no importan –que hablar de cuentos, relatos, narraciones o nouvelles, es irrelevante. Pero aquí entre nos les cuento que el vesánico de marras no podría explicar lo que es un cuento. La razón de esta columna es pedirles el favor de que no compren ese libro y, si llegan a comprarlo –pensando que ese verde mamoncillo sirve para decorar–, que no pierdan su tiempo valioso tratando de leerlo. Como bien lo dijo el editor colombiano que rechazó El origen del mundo: “Ahí no pasa nada”. Nada ocurre en las casi quinientas páginas de La brújula del deseo, salvo esperanzas frustradas, deseos insatisfechos, miserias y pesadillas. Sería un gran alivio que Arango callara y dejara de agobiarnos con su grafomanía.


Publicado en Vivir en El Poblado el 27 de marzo de 2014.






martes, 25 de marzo de 2014

La brújula del deseo (cuentos 1986-2014)

La brújula del deseo (cuentos 1986-2014), publicado por la Editorial UPB, será presentado el lunes 31 de marzo en el campus de Laureles, Bulevar del estudiante, a las 10 am. Los amigos en Medellín están invitados!

De la presentación del libro:

¿Narraciones?, ¿relatos?, ¿minificciones?, ¿nouvelles? Las categorías importan poco y la palabra cuento parece capaz de abarcarlo todo. Lo común es la búsqueda expresiva, la modulación de voces, el intento de atrapar con el lenguaje los misterios del amor, la locura y la muerte.
Más de un cuarto de siglo separa “La venganza del ángel de la guarda” –el primer cuento de esta colección– y “La brújula del deseo” –el cuento que la cierra y le da título. Los casi doscientos textos aquí reunidos –entre ellos “El dolor”, quizá el cuento más breve de la literatura en español– parecen revelar una secreta afinidad: son como  estaciones en el viaje del autor a sus recuerdos, sus ensueños y sus perplejidades.
Al lado de colecciones ya publicadas –Bajas pasiones (1990), Su última palabra fue silencio (1993) y Unos cuantos tigres azules (2011)– encontramos aquí cuatro nuevas colecciones: Historias del sexto sentido, El dolor (Cuentos desmesuradamente cortos), Juegos de alcoba y La brújula del deseo.

Algunos de estos cuentos han sido publicados en Alemania, Argentina, Colombia, España, Francia, México y los Estados Unidos. Otros han sido adaptados como obras teatrales. Su autor ha recibido distinciones nacionales e internacionales. 








lunes, 24 de marzo de 2014

La unidad


 El hombre encargado de buscar la unidad pasó por peligros terribles pero consiguió encontrarla. Llamó del aeropuerto y dijo que vendría sin demora, dijo que tomaría un taxi de inmediato. Se nos ocurre ahora que fue una imprudencia dejarlo tomar un taxi. Pero como habíamos dejado de esperarlo, como no sabíamos cuándo regresaba y ni siquiera teníamos certeza de que fuera a regresar, no hubo tiempo para preparar los dispositivos de seguridad. Lo ideal habría sido que nuestros muchachos lo recibieran en el aeropuerto y lo condujeran en nuestros vehículos hasta nuestras instalaciones. Pero, como ya hemos dicho, las pocas esperanzas que nos quedaban de que regresara nos hicieron bajar la guardia y nadie estaba en el aeropuerto para recibirlo. Se nos dirá que pudimos pedirle que esperara en un lugar seguro mientras los nuestros llegaban. Pero pudo más la impaciencia, la emoción de ese momento en que escuchamos su afonía jubilosa anunciando en el teléfono que ya estaba en la ciudad, que hacía sólo unos minutos había aterrizado y que tenía la unidad entre sus manos. No se nos culpe por la imprudencia que amenaza la empresa en los últimos instantes (alguien recordó la historia del sujeto que atravesó a nado el Canal de la Mancha, ¿o fue el Canal del Dique?, y lo hizo todo bien hasta muy cerca de la orilla, ya a punto de alcanzar terreno firme, cuando un calambre inoportuno lo hizo morir ahogado). Él, nosotros, ustedes, todo el mundo estaba trastornado por la emoción y nadie conservó la cabeza fría en ese instante. Así es que colgó el teléfono y ahora lo estamos esperando, imaginando los peligros a que se expone en la calle —temiendo convocarlos con sólo imaginarlos—, solo, en un taxi, en medio de la multitud impredecible y peligrosa, con la unidad en las manos. Eso, aunque nos cueste admitirlo, es lo que más nos preocupa, que tenga la unidad en sus manos, porque fue lo que dijo cuando hablamos por teléfono, que la tenía en las manos. Ni siquiera habló de valijas o de bolsillos, mucho menos mencionó cajas de seguridad. Habló de manos, se refirió a ella como quien describe una joya que sus dedos acercan a sus ojos en ese mismo instante. Lo dijo como si nunca hubiera vivido en esta ciudad donde hay tantos dispuestos a arrebatar lo que la gente lleva en las manos, sin consideración, sin miramiento, sin valoración previa. Arrebatan simple e impulsivamente y después, mucho después, cuando ya están seguros de no ser capturados, se dedican a valorar lo arrebatado. Si les parece que vale, piensan en un lugar donde puedan convertir en dinero lo que acaban de robar. Si, a sus ojos, lo arrebatado carece de valor, lo arrojan al suelo, sin dedicar ni un instante a considerar la pena y las dificultades que le han podido causar a su víctima. Nos atrevemos a pensar que, si alguien le arrebata la unidad a nuestro hombre, la decisión, después de la carrera y el escrutinio, será arrojarla al suelo o a la basura, con furia, insultando a la suerte por el esfuerzo vano. A simple vista, la unidad no parece algo valioso, tiene forma cercana a la de un perno de mediano tamaño, a la de una esfera de hierro promedio, a nada que pueda tener algún valor. Pero ése no es el único riesgo. Nuestro hombre también parecía cansado, su voz era la de un hombre que viene de muy lejos y ha hecho el recorrido en penosas circunstancias. Nos preocupa también –aunque nos resistimos a imaginar la escena, el peligro– que se quede dormido y que sus manos despreocupadas, sus dedos exhaustos, abandonen el celo con que hasta ahora han cumplido su tarea. Pudiéramos seguir considerando los peligros que se ciernen sobre él, pero es una tortura insoportable. Lo único sensato y tolerable que nos queda por hacer es reunirnos al pie de la ventana y esperar —hombro a hombro, temblor contra temblor—, mirar todos la calle sin hablar ni parpadear.

* “La unidad” fue finalista del Primer concurso nacional de cuento corto Juan Rodríguez Freyle (2001), organizado por el periódico El Tiempo e Intermedio editores. Fue publicado en el suplemento Lecturas Dominicales, de El Tiempo, el 15 de julio de 2001, y en el libro Cuentos cortos: antología (Bogota: Intermedio/El Tiempo, 2002).
Incluído en La brújula del deseo (cuentos 1986-2014).








viernes, 21 de marzo de 2014

Al borde de la osadía

Fragmento de "Las amazonas", incluido en la colección La brújla del deseo (cuentos 1986-2014)



Aurora y Leticia eran lo menos parecido a una pareja de gemelas. Aurora era grande y trigueña, de formas generosas y rasgos aguileños. Siempre tuve la sensación de que mi humanidad era insuficiente para colmarla, pero nunca la oí quejarse. Al menos, nunca por eso. Leticia era delgada y pequeña, llena de claridades, en los ojos, la piel, el cabello. Era elástica, portátil, entusiasta. Tampoco se me habría ocurrido pensar que sus formas de ser tuvieran algo en común. Hasta los pormenores de nuestras historias parecían distanciarlas. Hubo en algún momento algo que los anglófonos llaman overlap y ambas, tarde o temprano, lo supieron. Nunca llegué a imaginarlas juntas y, si lo hubiera hecho, siempre se me habría ocurrido incluir en la escena cierta animosidad.
Pero no, ahí estaban, lo más de tranquilas, lo más de sincronizadas. Al verlas sentadas en el sofá, en posturas que parecían complementarse, al oír la secuencia de frases, tuve la intuición poderosa de que eran casi idénticas, pero aún se me escapaba cuál era la perspectiva que revelaba esa identidad.
Conseguí recordar que con ambas había surgido la posibilidad, luego frustrada, de hacer un trío. Aurora estuvo más interesada, fue ella quien mencionó el asunto. Yo me apresuré a decir que sí, que claro, que cómo no; siempre y cuando el tercer elemento fuera también femenino. Aurora aceptó entusiasta porque siempre tuvo curiosidad por otras mujeres, pero no quería caer en lo definitivo, ni cargar con una etiqueta, ni perder los sueños queridos de una familia a la vieja usanza.
Pero, cuando la oportunidad por fin se dio, cuando la llamé para decirle que tenía que conocer a Claudia, que estaba seguro de que se entenderían de maravilla, comprendí algo tan simple como que el tiempo pasa y que no nos bañamos dos veces en el mismo río porque Heráclito quería que nos sintiéramos inteligentes, que el ayer no existe, ni el mañana, y que hoy es el día en que todo pasa y no nos pasa, y que somos un fue y un será y un es cansado. De manera que una vez más tuve que aguantarme la canción del verdugo y decir: sí, como no, qué malo soy.

 Leticia en cambio se dejó arrastrar por unos tragos hasta el borde de la osadía. Las condiciones eran propicias: vacaciones, gente desconocida. Anka era una mujer de carcajadas telúricas y manos tiernas que la desinhibían. Toda la noche, al hablarle, Anka había acariciado las manos de Leticia, las mejillas, le había compuesto el pelo, a veces se acercaba para hablarle hasta la inminencia del beso y le arrojaba un aliento tibio y sonoro que la embriagaba aún más; pero en el último momento Leticia supo que no podría y se marchó del cuarto y nos dejó a solas y desconcertados, sin saber si debíamos proseguir la fiesta y, al final, aceptando vestirnos y despedirnos como conocidos que se saludan en un ascensor, tratando de mantener viva la conversación un poco más al salir a la calle, especulando sobre psicologías, pero ya para siempre lejos, desde antes de decir adiós con un beso candoroso en la mejilla.





jueves, 13 de marzo de 2014

Nuestras vidas son los ríos



Hace diecisiete años tuve una experiencia memorable: durante tres días participé en un taller de narración perio­dística dictado por Gabriel García Márquez en Barran­quilla. He atesorado gestos y palabras de esos días. He escrito con detalle sobre lo ocurrido en el taller. Sigo pensando que ese pedazo de semana tiene un lugar de privilegio en la galería de mi vida.

El último día del taller, el sábado 20 de diciembre de 1997, el grupo estaba eufórico y ojeroso. La noche anterior, whisky en mano, el maestro nos había enseñado a Diver­tirnos. Ahora nos daba la lección de atender puntuales con las obligaciones de nuestro hermoso oficio. Recuerdo que tuve que levantarme a la mesita del café y que la distancia me ayudó a ser más consciente de ese instante. Todos lo escuchaban con reverencia. Hablaba de su amor por la poesía. Cuando volví a sentarme empezaba a recitar chicanero las “Coplas por la muerte de su padre”, de Jorge Manrique, aquellas que insisten en recor­darnos que “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”.

No las recitó completas, pero llegó muy lejos. Siempre que pienso en el silencio y el olvido que ahora envuelven su vida, recuerdo ese hermoso instante en Barranquilla. Ahora he vuelto a recordarlo al terminar de releer El amor en los tiempos del cólera, con ese par de amantes residiendo para siempre en la corriente del río.
  
Los buenos libros se distinguen porque no dejan de sorprendernos. Este nuevo recorrido por las páginas de la novela favorita de su autor me ha mostrado las sutiles perfec­ciones de su arte. He descubierto pequeños tesoros idiomáticos e historias diminutas que estremecen de sólo recordarlas: la muñeca que no deja de crecer, la imagen en un espejo que también piensa en su amada, la blanca mujer fantasma que saluda a los viajeros. He sentido tam­bién que ahora estoy más preparado para su conmovedor final.

Tanto Cien años de soledad como El amor en los tiempos del cólera son largos preparativos para una o dos frases que se encuentran casi al final. Luego hablaré de la primera, por lo pronto quiero decir que todos los amores de Floren­tino, que el largo y tortuoso acercamiento con Fermina y que la expresión más pura de toda vida afectiva está en ese instante en que los dos, por fin, han superado los obstá­culos: “Transcurrían en silencio como dos viejos esposos escaldados por la vida, más allá de las trampas de la pasión, más allá de las burlas brutales de las ilusiones y los espejismos de los desengaños: más allá del amor. Pues habían vivido juntos lo bastante para darse cuenta de que el amor era el amor en cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la muerte”.


Podría hablar en detalle de la elección de palabras, de las repeticiones, de las estructuras idiomáticas; pero ese será un placer para otra ocasión. Ahora sólo quiero señalar lo certeras, lo elocuentes, lo perfectas que resultan esas frases. Se necesitaba alguien que hubiera vivido mucho y con mucha sed de absoluto para escribirlas. Se necesitaba alguien que hubiera sentido que el corazón se le partía en pedazos de tanto amor para dar. Se requería alguien consciente del poder delimitador de la muerte para darle al final de esa novela ese éxtasis tranquilo en que se exalta la libertad esencial del ser humano con la sospecha de que es la vida, y no la muerte, la que no tiene límites. 


Publicado en Vivir en El Poblado el 13 de marzo de 2014.






viernes, 7 de marzo de 2014

Su última palabra fue silencio


Cayó sobre la silla completamente exhausto. Sintió que seguía cayendo a pesar de estar sentado. Sus brazos colgaban a los lados, las manos muy cerca del piso. Sus ojos abiertos no miraban.
Trató de pensar pero sólo hubo sobresaltos de pólvora mojada, trazos fugaces de colores sobre un telón oscuro, ruidos desarticulados, prácticamente nada.
Supo, sin palabras, que desde el fondo de esa caída que seguía en la quietud sería difícil recordar, recobrar, reunir los nombres y experiencias que formaban un ser ya inexistente.
Sólo era algo callado y majestuoso que caía y se marchaba.


De 'Historias del sexto sentido', colección de cuentos breves incluida en el libro La brújula del deseo (cuentos 1986-2014), que será presentado en Medellín, el 31 de marzo.







miércoles, 5 de marzo de 2014

La lección del maestro

Crónica de un taller de narración periodística dictado por Gabriel García Márquez en Barranquila, del 17 al 20 de diciembre de 1997.
El texto fue publicado originalmente en el diario El Universal, de Cartagena, el lunes  22 de diciembre de 1997.


—¿Qué hora es? —preguntó.
Acababa de entrar al salón donde lo esperaba un grupo de periodistas de distintos costados de La­­­ti­no­a­mérica y su pregunta empezó a resque­bra­jar el hielo que suele apoderarse de la gente cuando él llega.
—Las nueve y tres —dijo Jaime Abello, el director de la Fundación para un Nuevo Periodismo Ibe­roamericano. 
—Está mal tu reloj —dijo el maestro y aprovechó el deshielo de la risa general para sentarse y espe­rar a que todos se acomodaran.
Mientras llegaba el silencio, habló consigo mis­mo: “A ver, estas caras qué dicen, qué rollos hay por dentro” y se dedicó a preguntarle por su vida y su trabajo a cada uno de los asistentes a ese taller de narración periodística que se realizó en Ba­rran­quilla desde el jueves hasta el sábado pasa­do.
Cuando leyó el primer nombre de la lista, en su querido reloj de pulso y tablero blancos eran las nueve en punto de la mañana.
Tiempo de recordar
Esa fue su primera lección: la de la puntualidad, la del valor del tiempo. Durante los tres días del ta­ller, esos jóvenes venidos desde México, Argen­ti­na, Venezuela, Colombia y Ecuador, compren­die­ron que uno de los secretos de ese hombre es saber que hay un tiempo para todo (tiempo de recordar, tiem­po de compartir, tiempo de presagios, tiempo de reír, tiempo para las rumbas y los autógrafos), que cada instante de la vida ha de vivirse como si en unas horas tuviera que llegarnos el tiempo de mo­rir.
No fue un taller académico. El maestro aclaró desde el principio que todo lo que sabe sobre el perio­­dismo y la novela lo aprendió con los amigos en las charlas nocturnas que tenían en el muelle y el mercado de Cartagena de Indias.




                                                                                Gabriel García Márquez
 

Recordó, una vez más, a Clemente Manuel Zaba­la, ese indiecito tímido y sabio que lo acogió en El Universal y, con su lápiz rojo, lo sacó de las tinie­blas literarias.
Evocó a Héctor Rojas Herazo y contó algo que había recordado hace poco: que no se conocieron en El Universal, que ya antes, cuando el maestro tenía trece años y estudiaba en el colegio San José de Barranquilla, un Rojas Herazo muy elegante, con un sombrero como el de Chaplin, había sido su profesor de dibujo.
Pero eso no fue todo. Contó también que cuando llegó a El Universal en mayo de 1948 —recién expul­sado a Cartagena por “el bogotazo”, los desór­denes tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán— ofreció sus servicios como dibujante, pero le dijeron que ya había uno: el mismo Rojas Herazo.
Hubo tiempo para todos los amigos de la juventud y para aclarar que no es cierto que existieran un grupo de Barranquilla y un grupo de Cartagena: “Lo que había era un solo grupo que iba y venía”.

Tiempo de compartir

Casi todo el mensaje que el maestro tenía para dar­les a los muchachos del taller se resumió en su de­fi­nición de reportaje: “Contar el cuento com­pleto”.
Invitó a todos a ganar espacios en sus medios, a persuadir editores, a imponerse con el trabajo, para que el periodismo escrito no pierda su expresión principal.
 Habló del periodismo como género literario, se alegró de que un periodista haya llegado a la Aca­demia Española de la Lengua y, una vez derrum­badas las fronteras con la literatura, se dedicó a hablar, sin establecer diferencias, de sus reportajes y sus novelas.
Contó que tiene “precocidas” tres novelas, en­tre ellas una inspirada en La casa de las bellas durmientes, de Kawabata, que estará ubicada en Barranquilla. Pero antes de esas novelas desea publicar el primer volumen de sus memorias —ya escrito—, que está dedicado al arte de escribir.
 Una parte del taller consistió en analizar deta­lles de la “carpintería” de tres de sus obras perio­dís­­ticas: Noticia de un secuestro, Relato de un náu­fra­go y los reportajes reunidos en Cuando era feliz e indo­cumentado. La lección era clara: detrás de una línea puede haber horas y horas de documentación y escritura.
Pero también hubo tiempo para los reportajes irrea­lizados: una hora en la vida de Giacomo Turra que nadie conoce —la hora anterior a la muerte del joven italiano en Cartagena— y la historia del avión que cayó meses atrás en Marialabaja, cerca de Cartagena, dejando sólo una sobre­vivien­te. Lamen­tó que nadie se hubiera ocupado de esas his­to­rias —“a Germán Castro esa hora en la vida de Turra le falta”— y lo atribuyó al hecho de que en Colombia una noticia es borrada por otra casi de inmediato.
La gran crónica que lamenta no haber hecho nunca fue la de la secretaria que pasó en limpio Cien años de soledad. Se llamaba Esperan­za, pero le decían “La Pera”, trabajaba en una empresa para la que Carlos Fuentes y él hacían textos publicitarios. La Pera era una mujer extraor­dinaria que además se dio el lujo de pasar los dos libros de Juan Rulfo, varias nove­las de Carlos Fuentes y a todos les hacía correc­ciones. Esa mujer terminó amnésica en Cuerna­vaca. El maestro recordó que en una ocasión, cuando transcribió Cien años de soledad, ella lo llamó a preguntarle si tenía nuevos capítulos para transcribir y, ante la respuesta negativa, se atrevió a  preguntar: “Y dígame una cosa, ¿al fin fula­nito sí se come a sutanita?”.

Tiempo de presagios

Una de las revelaciones más sorprendentes llegó gracias a la insistencia de una periodista mexicana. El maestro había estado hablando de lo importan­tes que han sido en su vida los presagios y resumió su posición en una frase: “Hay que dejarse guiar por los buenos e ignorar los malos”.
Cuando le preguntaron si había abandonado algún proyecto por los presagios, el maestro tardó en confesar que desde hace cuatro años empezó una novela que le produjo escalofrío desde la pri­me­ra frase. Era la historia de un hombre que moría en la última línea y al avanzar en la escritura compren­dió que si la terminaba se moría. Lleva capítulo y medio y dice que jamás va a concluirla.

Tiempo para reír

Y a propósito de historias no escritas, al hablar de la forma como le llegan los títulos —general­mente haciendo listas—, contó que desde hace tiem­po tiene un título del que está seguro que tiene que salir una gran historia: “Pene cautivo”

Tiempo para las rumbas y los autógrafos

Pero las lecciones no se limitaron al salón de tra­bajo en el centro cultural que hoy ocupa la vieja Aduana de Barranquilla. También en la noche, bai­lan­do cumbia, tomando whiskys capaces de derri­bar elefantes, jugando con teléfonos celulares y con­­­­­ver­­sando hasta más allá de las dos de la maña­na, el maestro fue preparando la lección de volun­tad que significaba verlo al otro día, a las nue­ve en punto de la mañana,  listo para comenzar a traba­jar­.
Podría hacerse un libro con todo lo que dijo e hizo durante esos tres días. La paciencia infinita con que firmó todos los autógrafos que le pidieron. El entusiasmo con que acogió a Liliana Cáceres (la “Mamá Grande” de los sextillizos de trapo) para elogiarla por haberse burlado de la prensa de todo el mundo. Lo tácito y lo explícito.
Pero también podría resumirse en  una o dos frases, dichas como al azar, que en cierta forma contienen todo el mensaje que un maestro puede dar, sin poder estar seguro nunca de que sea reci­bido: “Cuando escribimos siempre estamos so­los”, dijo un día.
Y poco antes de alejarse de la vida de aquellos periodistas les dejó una frase simple y terrible como una bomba de tiempo: “La vida decide quién es y quién no es”.
Y después de las fotos y de las despedidas, se mar­chó a seguir siendo lo que es.

Barranquilla, diciembre de 1997





La caída


Cayó sobre la silla completamente exhausto. Sintió que seguía cayendo a pesar de estar sentado. Sus brazos colgaban a los lados, las manos muy cerca del piso. Sus ojos abiertos no miraban.
Trató de pensar pero sólo hubo sobresaltos de pólvora mojada, trazos fugaces de colores sobre un telón oscuro, ruidos desarticulados, prácticamente nada.
Supo, sin palabras, que desde el fondo de esa caída que seguía en la quietud sería difícil recordar, recobrar, reunir los nombres y experiencias que formaban un ser ya inexistente.
Sólo era algo callado y majestuoso que caía y se marchaba.


De 'Historias del sexto sentido', colección de cuentos breves incluida en el libro La brújula del deseo (cuentos 1986-2014), que será presentado en Medellín, el 31 de marzo.






sábado, 1 de marzo de 2014

Sobre Criatura perdida



Por Pedro Arturo Estrada Z.

  Gustavo Arango es un escritor, periodista y profesor universitario colombiano radicado en Nueva York hace años. Tuve la fortuna de conocerlo en Bogotá durante la feria internacional del libro de 2011 cuando presentó su novela El Origen del mundo, ganadora del premio Bicentenario, Ediciones B de México, en 2010; una obra que pude disfrutar de inmediato con gran admiración. En ella encontré la celebración del oficio y el propio acto de escribir desde el placer y el erotismo que no se limita en dicha novela a lo meramente anecdótico, a la historia de un profesor universitario que dicta un curso de escritura creativa a nueve muchachas durante el verano, sino que logra recrear el goce, la emoción concomitante que suscita la contemplación silenciosa de un grupo de jóvenes bellas buscando expresar y poner en el papel parte de su intimidad, de sus pensamientos, de su sensibilidad, todo ello trasmitido al lector en un lenguaje también cargado de secretas vibraciones, de sutiles ondulaciones, ritmos, imágenes y reflejos que, indudablemente, el lector comparte a su vez imbuido de cierta complacencia y, diríamos, casi cierta complicidad. El texto va abriéndose camino en nuestra sensibilidad de manera poderosa y misteriosa al mismo tiempo. Cada frase, cada párrafo, cada capítulo de esta novela es un ejercicio de sensualidad léxica, de plasticidad, y también de exactitud, penetración simbólica y significante en el sentido que hoy por hoy la escritura puede ser concebida: reencuentro y reinvención de una palabra siempre en emergencia, cargada de tradición pero también abierta al juego, a la inocencia (que no a la ingenuidad) del decir, del volver a nombrar. En la figura de Magnífico Delgado, ese profesor que se deleita en su soledad evocando las manos de sus alumnas sobre la hoja de papel durante largos minutos, sus miradas, sus rostros embebidos en mundos paralelos, no sólo puede ser el famoso alter ego del autor sino el héroe supérstite de una idea de la literatura que en esta época cada vez más va cerrándose, por no decir, extinguiéndose.

  En 2000 Gustavo Arango publicó una novela que encierra ya para entonces las claves más importantes de su obra posterior: ruptura de la linealidad ordinaria de la narración; uso simultáneo y circular de voces narrativas distintas tanto como de tiempos y espacios conjugados en el texto que, además, presenta algunos leit motiv propios de sus historias: la figura del escritor personaje central y recurrente, a veces el más extraño e inasible de los personajes, la aparición del “actante” —según lo definió mejor el escritor Gustavo Ibarra Merlano en su momento— que surge tangencialmente para acompañar el devenir del personaje central, a veces como esbozo, como contraparte subjetiva y dentro de una circunstancia dada. Además, encontramos el uso del fragmento, el monólogo interior, el corte aleatorio, el juego con la estructura y el orden de los elementos del relato. Agreguemos a esto, como una de las características fundamentales que acompañarán muchas de sus obras, la solvencia de un lenguaje, el ritmo y la riqueza expresiva de sus frases, la poesía que, sin proponérselo tal vez, va salteando, destellando de un párrafo a otro, de una frase a otra a lo largo de la obra. No hay allí sin embargo, lirismo fácil o artificioso. El tono menor, la serenidad y contención de la voz que narra me recuerda a veces a escritores con quienes me atrevo a advertir tiene Arango cierta afinidad, si bien no siempre con en la singularidad de un estilo, sí por lo menos con cierta mirada, un clima espiritual, un fondo: Onetti, Camus, Rulfo, Beckett, Thomas Bernhard y Herta Müller, por ejemplo. Naturalmente que en Arango, su admiración, trato y conocimiento de escritores latinoamericanos como Borges, Cortázar, Thomas Eloy Martinez así como su experiencia en el periodismo, la crónica y la investigación, lo salvan de hundirse en los perniciosos abismos de los metalenguajes, el hermetismo o los mutismos radicales. En él la claridad, el rigor, la cohesión léxica son desde luego principios irrenunciables. La única oscuridad que refleja su escritura está en el alma de sus personajes, en la profundidad inquietante en la que por momentos nos sumerge al explorar el interior de los sueños, el vacío, la desesperanza, la incomunicabilidad de algunos seres en su desamparo, en su extrañeza o soledad últimas. Pese a las complejidades aparentes, el lector atento no pierde el hilo de una historia por lo demás, plena de guiños, alusiones irónicas, humor y sereno escepticismo.

  En Criatura perdida, nos hallamos frente al tema del escritor que por razones desconocidas parece derivar en su madurez a un estado de abandono de sí mismo, de desmemoria y naufragio espiritual hasta el punto de no importarle el que otro hombre, un desconocido que no sabemos de dónde viene, le robe no solo su nombre verdadero: Wenceslao Triana, sino también su obra y aun la identidad de uno de sus personajes, Eric, ese ser también abandonado de sí mismo, desmemoriado y sin esperanza que en su deriva va a dar durante un tiempo a una ciudad extraña situada entre el mar y la montaña. Élice, la ciudad a la que Eric llega con el solo propósito de encontrar allí a un tal Víctor Campos, le depara encuentros con otros quizá más extraños y desamparados que él, ante los cuales incluso fingirá aceptar una rutina, un oficio y hasta el amor que finalmente le ofrecerá Eulalia, la mujer del restaurante, tan perdida como él. El hombre que roba la identidad de Wenceslao Triana y adopta la vida de su personaje Eric, es también otro “actante” más, casi un fantasma que para vivir tiene la necesidad de aferrarse, de apoderarse de una identidad real o ficticia para continuar justificándose, mirándose o imaginándose vivir.


  Esta obra ganó el premio Marcio Veloz Maggiolo en Nueva York en 2002 y marca el comienzo de una carrera muy valiosa, destacada en la literatura de nuestro país y de hispanoamérica. Junto a novelistas como Juan Gabriel Vásquez o Tomás González, el nombre de Gustavo Arango, sin duda alguna, seguirá alcanzando mayor proyección y justos reconocimientos.