Fragmento de "Las amazonas", incluido en la colección La brújla del deseo (cuentos 1986-2014)
Aurora y Leticia eran lo menos
parecido a una pareja de gemelas. Aurora era grande y trigueña, de formas
generosas y rasgos aguileños. Siempre tuve la sensación de que mi humanidad era
insuficiente para colmarla, pero nunca la oí quejarse. Al menos, nunca por eso.
Leticia era delgada y pequeña, llena de claridades, en los ojos, la piel, el
cabello. Era elástica, portátil, entusiasta. Tampoco se me habría ocurrido
pensar que sus formas de ser tuvieran algo en común. Hasta los pormenores de
nuestras historias parecían distanciarlas. Hubo en algún momento algo que los
anglófonos llaman overlap y ambas,
tarde o temprano, lo supieron. Nunca llegué a imaginarlas juntas y, si lo
hubiera hecho, siempre se me habría ocurrido incluir en la escena cierta
animosidad.
Pero no, ahí estaban, lo más de
tranquilas, lo más de sincronizadas. Al verlas sentadas en el sofá, en posturas
que parecían complementarse, al oír la secuencia de frases, tuve la intuición
poderosa de que eran casi idénticas, pero aún se me escapaba cuál era la
perspectiva que revelaba esa identidad.
Conseguí recordar que con ambas
había surgido la posibilidad, luego frustrada, de hacer un trío. Aurora estuvo
más interesada, fue ella quien mencionó el asunto. Yo me apresuré a decir que
sí, que claro, que cómo no; siempre y cuando el tercer elemento fuera también
femenino. Aurora aceptó entusiasta porque siempre tuvo curiosidad por otras
mujeres, pero no quería caer en lo definitivo, ni cargar con una etiqueta, ni
perder los sueños queridos de una familia a la vieja usanza.
Pero, cuando la oportunidad por fin
se dio, cuando la llamé para decirle que tenía que conocer a Claudia, que
estaba seguro de que se entenderían de maravilla, comprendí algo tan simple
como que el tiempo pasa y que no nos bañamos dos veces en el mismo río porque
Heráclito quería que nos sintiéramos inteligentes, que el ayer no existe, ni el
mañana, y que hoy es el día en que todo pasa y no nos pasa, y que somos un fue
y un será y un es cansado. De manera que una vez más tuve que aguantarme la
canción del verdugo y decir: sí, como no, qué malo soy.
Leticia en cambio se dejó arrastrar por unos
tragos hasta el borde de la osadía. Las condiciones eran propicias: vacaciones,
gente desconocida. Anka era una mujer de carcajadas telúricas y manos tiernas
que la desinhibían. Toda la noche, al hablarle, Anka había acariciado las manos
de Leticia, las mejillas, le había compuesto el pelo, a veces se acercaba para
hablarle hasta la inminencia del beso y le arrojaba un aliento tibio y sonoro
que la embriagaba aún más; pero en el último momento Leticia supo que no podría
y se marchó del cuarto y nos dejó a solas y desconcertados, sin saber si
debíamos proseguir la fiesta y, al final, aceptando vestirnos y despedirnos como
conocidos que se saludan en un ascensor, tratando de mantener viva la
conversación un poco más al salir a la calle, especulando sobre psicologías,
pero ya para siempre lejos, desde antes de decir adiós con un beso candoroso en
la mejilla.
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