El hombre encargado de buscar la
unidad pasó por peligros terribles pero consiguió encontrarla. Llamó del
aeropuerto y dijo que vendría sin demora, dijo que tomaría un taxi de
inmediato. Se nos ocurre ahora que fue una imprudencia dejarlo tomar un taxi. Pero
como habíamos dejado de esperarlo, como no sabíamos cuándo regresaba y ni
siquiera teníamos certeza de que fuera a regresar, no hubo tiempo para preparar
los dispositivos de seguridad. Lo ideal habría sido que nuestros muchachos lo
recibieran en el aeropuerto y lo condujeran en nuestros vehículos hasta
nuestras instalaciones. Pero, como ya hemos dicho, las pocas esperanzas que nos
quedaban de que regresara nos hicieron bajar la guardia y nadie estaba en el
aeropuerto para recibirlo. Se nos dirá que pudimos pedirle que esperara en un
lugar seguro mientras los nuestros llegaban. Pero pudo más la impaciencia, la
emoción de ese momento en que escuchamos su afonía jubilosa anunciando en el
teléfono que ya estaba en la ciudad, que hacía sólo unos minutos había aterrizado
y que tenía la unidad entre sus manos. No se nos culpe por la imprudencia que
amenaza la empresa en los últimos instantes (alguien recordó la historia del
sujeto que atravesó a nado el Canal de la Mancha, ¿o fue el Canal del Dique?, y
lo hizo todo bien hasta muy cerca de la orilla, ya a punto de alcanzar terreno
firme, cuando un calambre inoportuno lo hizo morir ahogado). Él, nosotros,
ustedes, todo el mundo estaba trastornado por la emoción y nadie conservó la
cabeza fría en ese instante. Así es que colgó el teléfono y ahora lo estamos
esperando, imaginando los peligros a que se expone en la calle —temiendo
convocarlos con sólo imaginarlos—, solo, en un taxi, en medio de la multitud
impredecible y peligrosa, con la unidad en las manos. Eso, aunque nos cueste
admitirlo, es lo que más nos preocupa, que tenga la unidad en sus manos, porque
fue lo que dijo cuando hablamos por teléfono, que la tenía en las manos. Ni
siquiera habló de valijas o de bolsillos, mucho menos mencionó cajas de
seguridad. Habló de manos, se refirió a ella como quien describe una joya que
sus dedos acercan a sus ojos en ese mismo instante. Lo dijo como si nunca
hubiera vivido en esta ciudad donde hay tantos dispuestos a arrebatar lo que la
gente lleva en las manos, sin consideración, sin miramiento, sin valoración
previa. Arrebatan simple e impulsivamente y después, mucho después, cuando ya
están seguros de no ser capturados, se dedican a valorar lo arrebatado. Si les
parece que vale, piensan en un lugar donde puedan convertir en dinero lo que
acaban de robar. Si, a sus ojos, lo arrebatado carece de valor, lo arrojan al
suelo, sin dedicar ni un instante a considerar la pena y las dificultades que
le han podido causar a su víctima. Nos atrevemos a pensar que, si alguien le
arrebata la unidad a nuestro hombre, la decisión, después de la carrera y el
escrutinio, será arrojarla al suelo o a la basura, con furia, insultando a la
suerte por el esfuerzo vano. A simple vista, la unidad no parece algo valioso,
tiene forma cercana a la de un perno de mediano tamaño, a la de una esfera de
hierro promedio, a nada que pueda tener algún valor. Pero ése no es el único
riesgo. Nuestro hombre también parecía cansado, su voz era la de un hombre que
viene de muy lejos y ha hecho el recorrido en penosas circunstancias. Nos
preocupa también –aunque nos resistimos a imaginar la escena, el peligro– que
se quede dormido y que sus manos despreocupadas, sus dedos exhaustos, abandonen
el celo con que hasta ahora han cumplido su tarea. Pudiéramos seguir considerando
los peligros que se ciernen sobre él, pero es una tortura insoportable. Lo
único sensato y tolerable que nos queda por hacer es reunirnos al pie de la
ventana y esperar —hombro a hombro, temblor contra temblor—, mirar todos la
calle sin hablar ni parpadear.
* “La unidad” fue finalista del Primer concurso nacional de cuento corto
Juan Rodríguez Freyle (2001), organizado por el periódico El Tiempo e Intermedio editores. Fue publicado en el suplemento Lecturas Dominicales, de El Tiempo, el 15 de julio de 2001, y en
el libro Cuentos cortos: antología
(Bogota: Intermedio/El Tiempo, 2002).
Incluído en La brújula del deseo (cuentos 1986-2014).
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