Por Pedro Arturo Estrada Z.
Gustavo Arango es un escritor, periodista y profesor
universitario colombiano radicado en Nueva York hace años. Tuve la fortuna de
conocerlo en Bogotá durante la feria internacional del libro de 2011 cuando
presentó su novela El Origen del mundo, ganadora del premio Bicentenario,
Ediciones B de México, en 2010; una obra que pude disfrutar de inmediato con
gran admiración. En ella encontré la celebración del oficio y el propio acto de
escribir desde el placer y el erotismo que no se limita en dicha novela a lo
meramente anecdótico, a la historia de un profesor universitario que dicta un
curso de escritura creativa a nueve muchachas durante el verano, sino que logra
recrear el goce, la emoción concomitante que suscita la contemplación
silenciosa de un grupo de jóvenes bellas buscando expresar y poner en el papel
parte de su intimidad, de sus pensamientos, de su sensibilidad, todo ello
trasmitido al lector en un lenguaje también cargado de secretas vibraciones, de
sutiles ondulaciones, ritmos, imágenes y reflejos que, indudablemente, el
lector comparte a su vez imbuido de cierta complacencia y, diríamos, casi
cierta complicidad. El texto va abriéndose camino en nuestra sensibilidad de
manera poderosa y misteriosa al mismo tiempo. Cada frase, cada párrafo, cada capítulo
de esta novela es un ejercicio de sensualidad léxica, de plasticidad, y también
de exactitud, penetración simbólica y significante en el sentido que hoy por
hoy la escritura puede ser concebida: reencuentro y reinvención de una palabra
siempre en emergencia, cargada de tradición pero también abierta al juego, a la
inocencia (que no a la ingenuidad) del decir, del volver a nombrar. En la
figura de Magnífico Delgado, ese profesor que se deleita en su soledad evocando
las manos de sus alumnas sobre la hoja de papel durante largos minutos, sus
miradas, sus rostros embebidos en mundos paralelos, no sólo puede ser el famoso
alter ego del autor sino el héroe supérstite de una idea de la literatura que
en esta época cada vez más va cerrándose, por no decir, extinguiéndose.
En 2000 Gustavo Arango publicó una novela que encierra ya
para entonces las claves más importantes de su obra posterior: ruptura de la
linealidad ordinaria de la narración; uso simultáneo y circular de voces
narrativas distintas tanto como de tiempos y espacios conjugados en el texto
que, además, presenta algunos leit motiv propios de sus historias: la figura
del escritor personaje central y recurrente, a veces el más extraño e inasible
de los personajes, la aparición del “actante” —según lo definió mejor el
escritor Gustavo Ibarra Merlano en su momento— que surge tangencialmente para
acompañar el devenir del personaje central, a veces como esbozo, como
contraparte subjetiva y dentro de una circunstancia dada. Además, encontramos
el uso del fragmento, el monólogo interior, el corte aleatorio, el juego con la
estructura y el orden de los elementos del relato. Agreguemos a esto, como una
de las características fundamentales que acompañarán muchas de sus obras, la
solvencia de un lenguaje, el ritmo y la riqueza expresiva de sus frases, la
poesía que, sin proponérselo tal vez, va salteando, destellando de un párrafo a
otro, de una frase a otra a lo largo de la obra. No hay allí sin embargo,
lirismo fácil o artificioso. El tono menor, la serenidad y contención de la voz
que narra me recuerda a veces a escritores con quienes me atrevo a advertir
tiene Arango cierta afinidad, si bien no siempre con en la singularidad de un
estilo, sí por lo menos con cierta mirada, un clima espiritual, un fondo: Onetti,
Camus, Rulfo, Beckett, Thomas Bernhard y Herta Müller, por ejemplo.
Naturalmente que en Arango, su admiración, trato y conocimiento de escritores
latinoamericanos como Borges, Cortázar, Thomas Eloy Martinez así como su
experiencia en el periodismo, la crónica y la investigación, lo salvan de
hundirse en los perniciosos abismos de los metalenguajes, el hermetismo o los
mutismos radicales. En él la claridad, el rigor, la cohesión léxica son desde
luego principios irrenunciables. La única oscuridad que refleja su escritura
está en el alma de sus personajes, en la profundidad inquietante en la que por
momentos nos sumerge al explorar el interior de los sueños, el vacío, la
desesperanza, la incomunicabilidad de algunos seres en su desamparo, en su
extrañeza o soledad últimas. Pese a las complejidades aparentes, el lector
atento no pierde el hilo de una historia por lo demás, plena de guiños,
alusiones irónicas, humor y sereno escepticismo.
En Criatura perdida, nos hallamos frente al tema del
escritor que por razones desconocidas parece derivar en su madurez a un estado
de abandono de sí mismo, de desmemoria y naufragio espiritual hasta el punto de
no importarle el que otro hombre, un desconocido que no sabemos de dónde viene,
le robe no solo su nombre verdadero: Wenceslao Triana, sino también su obra y
aun la identidad de uno de sus personajes, Eric, ese ser también abandonado de
sí mismo, desmemoriado y sin esperanza que en su deriva va a dar durante un
tiempo a una ciudad extraña situada entre el mar y la montaña. Élice, la ciudad
a la que Eric llega con el solo propósito de encontrar allí a un tal Víctor
Campos, le depara encuentros con otros quizá más extraños y desamparados que
él, ante los cuales incluso fingirá aceptar una rutina, un oficio y hasta el amor
que finalmente le ofrecerá Eulalia, la mujer del restaurante, tan perdida como
él. El hombre que roba la identidad de Wenceslao Triana y adopta la vida de su
personaje Eric, es también otro “actante” más, casi un fantasma que para vivir
tiene la necesidad de aferrarse, de apoderarse de una identidad real o ficticia
para continuar justificándose, mirándose o imaginándose vivir.
Esta obra ganó el premio Marcio Veloz Maggiolo en Nueva
York en 2002 y marca el comienzo de una carrera muy valiosa, destacada en la
literatura de nuestro país y de hispanoamérica. Junto a novelistas como Juan
Gabriel Vásquez o Tomás González, el nombre de Gustavo Arango, sin duda alguna,
seguirá alcanzando mayor proyección y justos reconocimientos.
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