La columna de Vivir en El Poblado
La literatura de los bogotanos no siempre ha sido mala. A
pesar de los muchos lastres que la han aquejado (el sambenito de ser “la”
literatura nacional, el montón de provincianos que compran o mendigan
aprobación y la tendencia a inflar sus libros con premios y reseñas, como si
fueran pollos de supermercado), aquel pueblo crecido y desoxigenado del
altiplano ha tenido destellos de buena literatura.
El fin de semana pasado me atrincheré entre cobijas para
combatir un frío criminal y volví, por fin, a abrir las páginas de uno de los
primeros libros que leí, una joya a la que le tenía puesto el ojo desde hace
cuarenta años. Recordaba muy poco y, sin embargo, sabía que algún día volvería.
He cargado a través de mis múltiples mudanzas el sencillo y eficaz bolsilibro,
la portada donde una femme fatale de pelo negro y espalda desnuda se mueve
entre sábanas de seda para volverse a mirar por el rabillo, con ojos de
misterios seductores.
Entre las grandes fortunas de mi vida está la de haber
tenido formidables profesores de literatura y castellano. Al comedioso Alfonso
Berrío le debo un vocabulario de plumón fino. Por cierto —Berrío, donde quiera
que estés—, al fin pude usar la palabra filfa en uno de mis libros. Otro fue
Carrasca, o Carrasco; se requieren coevos para hacer precisiones. Carrasca era
un moreno con voz de bolerista y sonrisa de cinemascope. Carrasca hizo dos
cosas —y no me dejen olvidar del sensitivo Arnobio o el descontento de
Sinfuentes, a propósito de quien un grafiti infame preguntaba: “¿Por qué no le
ponen una fuente?”—, Carrasca le asignaba un libro distinto a cada alumno, lo
que hacía de la experiencia literaria un hecho único, y además nos hacía leer
juntos un libro mensual. Así leí La
hojarasca, La tierra nativa, Tránsito, todas esas joyas que ofrecía
la editorial Bedout. Así también leí Diana
cazadora.
El viernes pasado empecé a cumplir la cita que tenía con
ese libro. Traté de leer el prólogo, pero desistí en la segunda línea. Puedo
ser un desastre en muchas cosas, pero tengo criterio, no necesito que un
alimentador de zorras me diga si un libro es bueno o malo. Lo mío era con
Clímaco Soto Borda. Vi, subrayadas con lápiz tímido, las palabras que entonces
eran nuevas para mí. Me fui adentrando en la historia. Vi ese despliegue de
inteligencia y de lenguaje como he encontrado pocos. Entonces comprendí. Supe
que esa novela marcó mi vida más de lo que creía.
Quizá la parte menos notable de Diana cazadora es la que se refiere al título: una mujer envilecida
que decide exprimir a todos los pendejos que se encuentre y, para el caso, el
pendejo es el hermano menor del protagonista. El tono es tan exagerado que me
queda la sospecha de que Clímaco estaba haciendo una caricatura, un novelón
engolado. Pero el resto del libro es pura finura. Finas son las descripciones
de la vida cotidiana: un accidente de tranvía, la sordidez de los cafetines, el
idilio frustrado de unos gatos en un tejado, la tragicomedia de los parques y
las estatuas. Escrita en 1900, la novela nos ofrece un atisbo al día a día de
esa “Ámsterdam” de los páramos en tiempo de guerra: las noticias que llegan
trastocadas, los abusos del poder, la actitud de “sálvese quien pueda”. El
personaje de Pelusa, esa suerte de bobo iluminado, justifica de sobra el precio
de la entrada. Pero lo mejor de todo es el final, la apoteosis, el cortejo
fúnebre que une el novelón con la ciudad. Tenía que ser un exiliado mental el
que escribiera de tal modo a Bogotá. Un caserío sucio, corrupto y maloliente.
Un tumulto de pícaros. Un pueblo grande con ínfulas de ciudad.
Publicado en Vivir en El Poblado el 26 de febrero de 2015.