Entrevista realizada en
Cartagena de Indias en 1993 y publicada en el suplemento Dominical de El Universal.
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A sus 73 años, es fácil ver
en él a ese adolescente enemigo del estudio que pasaba todo el tiempo con un
libro entre las manos. Así como hay personas que cambian con el tiempo hasta
ser otras personas, frente a él uno comprende que lo único que cambia es el color de su cabello, que lo otro, su
entusiasmo, su charla desbordada, repleta de nombres y de datos, de anécdotas
picantes o juicios aplastantes, son las mismas charlas desbordadas y entusiasmos de ese niño de trece años que
una tarde se sentó a leer un libro de Salgari sin saber que comenzaba una
carrera inabarcable de lecturas literarias, un viaje descomunal a lo largo de ese mundo que compite con el
mundo y lo suplanta.
Dice que empezó a leer en
serio a los 15 años y profesionalmente a los 19. Desde entonces ha anotado cada
libro que ha leído, su título original si fue escrito en otro idioma, el nombre
del traductor, la editorial, el año y el número de la edición. Aunque admite
que era mejor lo que hacía Andrés Caicedo, que además de anotar el nombre del libro
escribía dos o tres líneas sobre el mismo. Comparte con Borges la idea de que
sólo se pueden leer en la vida dos mil libros bien leídos. Duda que Thomas
Wolfe, tal como lo dijo, haya leído veinte mil.
Conoce la historia de la
literatura colombiana como nadie. Podría decirse que ha leído todo lo que se ha
escrito. Habla de todos los escritores como si los conociera personalmente. Él
mismo forma parte de esa historia por ser el primero en haber hecho una
antología, la de cuento, y por estar preparando, para fines de este año, un
estudio sobre la novela colombiana.
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A pesar de que dejó de
escribir porque le quitaba tiempo para leer, su conocimiento sobre la literatura
le permite hablar con propiedad sobre el oficio. Dice que los suplementos
literarios y los concursos de cuento y de novela están llenos de personas que
no son verdaderos escritores.
“Fui jurado de varios
concursos de cuento. Siempre llegaban 600 o 700, pero sólo había quince buenos.
En los de novela llegan cien, pero solo hay ocho o diez buenas. Hay quienes se
creen literatos, algunos profesores que han leído dos o tres libros, pero uno
es la formación de muchos libros y personas.
“Un libro que escribes es
producto de muchas cosas, de muchas lecturas e imitaciones. Nadie es original,
quien copia a cien no copia a nadie. Todo está en la mente, nadie en la vida
improvisa. Para eso uno ha leído, ha almacenado.
“Las mismas escuelas son casualidades,
como el grupo de Barranquilla, eso es falso, los grupos no hacen escritores, ni
los talleres literarios. Lo que se necesita es la devoción de leer.
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“El cerebro del grupo de Barranquilla
fui mi amigo en Bogotá, del 44 al 48, Alfonso Fuenmayor. Fue jefe de redacción de
Stampa, de Cromos, de El Tiempo, era
traductor del francés y del inglés.
“Acostumbrábamos reunirnos en
el café Asturias a hablar de literatura y a intercambiar libros. Leíamos todos
los libros de la Colección Horizonte de Sudamericana,
los de la editorial Santiago Rueda y
los de Losada.
“En esa época Eduardo Zalamea
Borda comentaba literatura en El Tiempo,
especialmente literatura anglosajona, y Fuenmayor me decía: ‘¿Será que Zalamea
ha leído más que nosotros?’
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Los años cuarenta fueron
decisivos en el cambio del concepto de literatura en nuestro país. Pachón Padilla
recuerda especialmente un concurso literario en el que surgió el debate acerca
de si la literatura colombiana debía seguir con la tradición del costumbrismo o
asimilar las nuevas corrientes que proponía la literatura universal. En el año
41, la Revista de Indias convocó a un
concurso de cuento. Para Pachón Padilla, esa revista, fundada por Germán Arciniegas
en el 36, es la mejor que ha existido en Colombia (“Mito era un mito, estaba
sujeta a las modas literarias”).
“Los jurados eran Tomás Rueda
Vargas, rector del Gimnasio Moderno, maestros de maestros, muy culto, muy cosa,
pero que de cuento no sabía nada; Tomás Vargas Osorio, de la redacción de El Tiempo, escritor que perteneció a
Piedra y Cielo (después de muerto publicaron sus cuentos santandereanos, muy nacionalistas);
Hernando Téllez, muy buen gusto, gran criterio, pero no le agradaba mucho la
literatura colombiana, estaba influido por la inteligencia de los franceses,
tenía cierto desdén por lo hispanoamericano; y Eduardo Carranza, gran poeta
desde que surgió en Bogotá, pero no tenía idea del género.
“Al concurso llegaron dos
cuentos, uno firmado en Buenos Aires, que todos sabían que era de Eduardo
Zalamea, y otro firmado en Lima, que todos sabían que era de Eduardo Caballero Calderón
(era la historia de un zapatero que se queda sin trabajo cuando llega la
fábrica). El de Zalamea, ‘La grieta’, es quizá el mejor cuento que se ha
escrito en Colombia, con él empezó el cosmopolitanismo. La historia se
desarrolla en Irlanda, la tierra de Joyce.
“Hubo la gran discusión acerca
de cuál concepto prevalecía, lo universal o lo regional. Los tomases optaron
por lo regional. Téllez se fue por lo universal, y Carranza adhirió a Téllez. El
fallo repercutió mucho”.
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“En el 47, El Espectador era un periódico de la
tarde. Desde principios de ese año Zalamea fundó una página llamada ‘Fin de
semana’. Un espontáneo mandó una carta preguntando por qué traducían tanto y no
ponían cuentos colombianos.
“Zalamea respondió que el día
que se hiciera buen cuento en Colombia él lo publicaba. En ese mismo año yo
escribí ahí sobre lo que era un cuento moderno. Un mes antes, a fines de
octubre o de septiembre, había salido en esas páginas el cuento ‘La tercera resignación’,
su autor había cumplido 20 años el 6 de marzo.
Zalamea dijo: ‘Apareció
un gran escritor en Colombia y por eso
lo publico’. El autor de ese cuento tenía mucho la lectura de Poe, de La metamorfosis de Kafka en la traducción
de Borges, y también de textos de anatomía. En Bogotá, García Márquez vivía en
una pensión que ya no existe, con estudiantes de medicina de Sucre, y él se
leía sus textos de estudio. Por eso en ese cuento hay tanto de anatomía.
“Es más, una noticia que
salió en El Tiempo en julio del 47,
en las páginas internacionales, que yo leí, con toda seguridad García Márquez
la leyó. Decía que en un pueblo de Asia encontraron una urna en el agua con un
ser viviente con barba. Estoy seguro que esa noticia también influyó en la
escritura del cuento.
“Recuerdo que yo era amigo de
Edmundo López y me dijo: ‘Te voy a presentar un tipo que sabe más de literatura
que tú’. Yo era muy charlatán. Hablé todo el tiempo de literatura. Nos tomamos
dos o tres sifones. García Márquez escuchaba. No dijo nada, pero a mí no me
importaba. Me miraba con los pies montados en una silla. Nadie le podía negar
que iba a ser muy grande”.
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“En el 49 me pidieron que
hiciera un programa para la Radio Nacional. Cada jueves presentaba en cinco o
diez minutos a un autor, y un radioactor, dirigido por Bernardo Romero Lozano
(en esa época no había televisión, todo el mundo nos oía) leía el cuento que yo
había presentado. El programa era de 9 a 9:30 de la noche. El primer cuento fue
‘Guardián y yo’, de Eduardo Arias Suárez. Eso me obligó a leer más literatura
colombiana en forma disciplinada.
“Cuando se creó la Biblioteca de la Cultura Popular, en el
año 58, me dijeron: “Tú tienes un libro, la antología del cuento colombiano’.
Yo lo entregué en julio del 58, con 26 de los que había presentado en el
programa radial y 13 nuevos, entre ellos ‘Todos estábamos a la espera’, de
Cepeda Samudio. En esa antología recogí cuentos políticos, beligerantes, como
el de Jorge Zalamea, el de Truque o el de Mejía Vallejo.
“No fue un trabajo fácil.
Había que leer lo que diera la tierra, leer todo lo que existía. Buscar los libros
originales de los autores.
“Mucho tiempo después me dijo
Jorge Rojas que le hiciera cuatro tomos de antología con prólogo y notas
biográficas. Un libro que lo leyera el hijo de zapatero, los estudiantes, el
hombre común. Se imprimieron cincuenta mil ejemplares. En esa selección se
incluyeron 44 autores.
“En el 79, el gerente de Plaza y Janés me llamó como jurado del
primer premio de novela y me pidió la antología, con los comentarios, para
publicarla en dos tomos. Salió en el 80. Hubo otra versión de la antología en
el 85, con menos autores.
“En cada edición he tratado de
incluir autores recientes, pero eso siempre ha traído problemas. La gente no se
pone brava porque la metiste, pero si no lo haces se pasan a la otra acera,
hablan mal, me sucedió con varios amigos.
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Los mejores cuentistas de América
Latina son: Horacio Quiroga, Borges, Felisberto Hernández, Cortázar, Rulfo,
Lino Novas Calvo, Uslar Pietri y García Márquez.
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“En literatura todo el mundo
necesita palanca. García Márquez publicó Cien
años de soledad por recomendación de Carlos Fuentes, que era hijo de
embajador y le envió una carta al director de la Colección Horizonte de Sudamericana. Ya Fuentes había
publicado un capítulo de la novela en su revista. Los de Sudamericana no solo
editaron la novela sino toda su obra.
“Lo mismo sucede con Mutis ahora.
Mutis le presentó mucha gente a García Márquez en México y ahora este le paga
los favores promoviéndolo e invitándolo a eventos internacionales. Es una adefesio
decir que Mutis es el segundo novelista colombiano”.
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“El escritor colombiano más
inteligente que ha habido ha sido Álvaro Cepeda. Murió joven pero nos dejó dos
obras muy importantes, el libro de cuentos, que fue editado en 1954, fue el
primero bien unitario que se hizo en Colombia. Su novela es admirable.
“Rojas Herazo es uno de los
grandes novelistas que tiene Colombia. Es más importante que lo que muchos se
imaginan aquí. Tendrán que reconocerlo, quieran o no quieran. La novelería lo
ha eclipsado, pero la posteridad acaba con eso.
“Lo que sucedió con ellos era
que se trataba de dos escritores de la misma cultura, buenos lectores de la
literatura anglosajona, costeños con igual tradición oral. Entonces sus obras
debían tener elementos comunes.
“Zapata Olivella es inferior
a ellos, pero es importante. No tiene la cultura de ellos. Le gustaba escribir
pero no leer, pero es una obra que queda.
Héctor Rojas Herazo
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Su memoria parece un fichero.
Tiene perfectamente clasificados a los escritores colombianos por generaciones.
“García Márquez pertenece a
la generación del 55 (la de los nacidos entre 1925 y 1939); Rojas Herazo es de
la del 40 (1910-1924)”.
Dice que la generación del 70
(1940-1954) tiene grandes escritores. Entre ellos destaca a Roberto Burgos,
Antonio Caballero, Juan José Hoyos, César Pérez, Carlos Perozzo y Héctor
Sánchez.
La última, la del 85
(1955-1969), es la de los escritores que apenas están cimentando su obra. De
ella destaca a Evelio Rosero Diago, a quien considera un escritor de primer
orden. “Parece que será el sucesor de García Márquez”.
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García Usta es de los
muchachos que valen como poetas. En lo cultural se ha preocupado por hacer
conocer a Rojas Herazo. Todo lo de García Usta me ha gustado, menos eso que
dice de Zabala como maestro de García Márquez. Cuando leí eso, hace poco en El Tiempo, me dije que estaba
equivocado. No digamos que es falso. No es inexacto. Digamos que el
planteamiento es equivocado, de buena fe.
“García Márquez le debe a
Zabala de periodismo, pero no creo que supiera cuento. Un maestro no te dice: ‘Tienes
que corregir, empleaste mucho adjetivo o mucho gerundio’. Eso es indicación,
eso no es un maestro.
“Al mismo García Márquez se
lo oí. Creo que dijo una vez que Zabala había sido un tirano, pero no me vengan
a decir que le cambió la mentalidad kafkiana o poeiana por Faulkner.
“Cuando García Márquez se
vino a Cartagena, después del 9 de abril, lo que necesitaba era tener un estilo
propio. Pero ya conocía a Faulkner, ya había leído Las palmeras salvajes y Mientras
agonizo, en la traducción de Borges del 42, que llegó a Bogotá en el 45.
“Creo que es mi deber decírtelo.
No es contra Zabala ni contra García Usta. Ni a favor de García Márquez, él no necesita
ayuda. Es el escritor del mundo que más se lee y traduce. Logró lo que hubieran
aspirado Joyce o Proust. Lo que no consiguieron los maestros lo consigue él.
Clemente Manuel Zabala
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“Estoy escribiendo la
historia de la novela colombiana. En ella hablo de 116 novelas y 114 autores. Los
únicos escritores de los que menciono dos novelas son Tomas Carrasquilla (Frutos de mi tierra y La marquesa de Yolombó) y García Márquez
(Cien años de soledad y El otoño del patriarca).
El libro saldrá el próximo año
y en él trato de que prevalezca más la obra que el autor. La obra es más
importante que el autor.”
“Me ha tocado trabajo, pero a
los que vienen les va a tocar más. Es muy difícil tener acceso a algunas obras.
La primera novela colombiana se llama Yngermina
o la hija de Calamar, del cartagenero Juan José Nieto, y fue editada en Kingston,
Jamaica, en 1844. De ella solo quedan dos copias, la de la Biblioteca Nacional
y la de la Biblioteca de la Universidad de Yale, y ya no permiten sacarles
reproducciones por lo deterioradas que están. Esos son libros que hay que
reeditar. En el futuro será aun más difícil hacer una historia de la literatura
colombiana”.
Roberto Burgos Cantor
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Oyendo a Eduardo Pachón
Padilla es fácil comprender por qué , cuando lo conoció, García Márquez se quedó
callado. Para qué echar a perder esa magnífica oportunidad de oír hablar
torrencialmente sobre el oficio de la palabra.
Cada hora escuchándolo daría
para escribir un libro. Para aquellos que disfrutan con lo que sucede detrás de las bambalinas de los
libros, va soltando en el camino la historia de las 240 lecturas que Hemingway
hizo de El viejo y el mar (“y las 240
veces le gustó”) o habla de aquellos escritores echados a perder (“García Márquez
habló bien del joven Óscar Collazos y este nunca pudo cristalizar su obra. ‘Lo
malo fue que se lo creyó’, diría el mismo García Márquez. ‘No quiero que pase
lo mismo con Burgos Cantor’), descubre las travesuras de alcoba de la familia
dueña de El Tiempo (“Uno de ellos se
casó con la criada; eso aparece en la novela Mi tío”), dice que es común que algunos escritores empiecen una
novela muy bien y después por prisa o inexperiencia, la echen a perder, cuenta
que el único colombiano que ha hecho una historia de la novela colombiana,
Antonio Curzio Altamar, “se leyó 800 novelas en un año y le dio surmenage, quiso matar a sus hijos después
de haber matado a su mujer”.
Así, en medio de historias
divertidas y macabras, como las de los libros, de anécdotas picantes y juicios
aplastantes, transcurre la charla apasionante de un niño de pelo blanco que ha
hecho de leer, ese placer, todo un oficio.
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