jueves, 22 de noviembre de 2018

La obstinación de la vida

La columna de Vivir en El Poblado

Yo, que tantos hombres he sido, fui alguna vez un anciano que expresaba sus opiniones en el diario El Universal de Cartagena. La nota que hoy reproduzco fue escrita en septiembre de 1996 y forma parte del libro Vida y opiniones de Wenceslao Triana, que acaba de publicar la Editorial UPB.




Sus familiares se preguntaron qué causaba las deposiciones y las meadas incontroladas y concluyeron que lo mejor sería cortar de raíz con los alimentos.
Se ha dicho tantas veces y de tantas maneras que da pena decirlo, pero con pena y todo hay que decirlo: la realidad supera a la fantasía. Esa fue la lección que un indiecito tímido les dio —a la sombra de este diario*— a escritores como Héctor Rojas Herazo y Gabriel García Márquez. La lección sigue y seguirá vigente, entre otras cosas porque ha sido vigente desde siglos que se hunden en la noche de los tiempos.
Hace poco escuché una historia que me recordó las enseñanzas de Clemente Manuel Zabala. Se la oí a una mujer que llegó a Cartagena desde un pueblecito perdido en las riberas del río Magdalena. Y entre lo asombroso de la historia habría que incluir la falta de asombro —la casi sonrisa— con que contó la historia.
Le ocurrió a una mujer de noventa y ocho años a quien sus hijos y nietos estaban cansados de cuidar. Su prole parecía resignarse a permitirle que viviera en la casa, pero lo que no podía tolerar era tener que limpiarla cada vez que sus nonagenarios esfínteres decidían embarrarla.
La solución que se les ocurrió fue, al mismo tiempo, brutal y simple. Se preguntaron qué causaba las deposiciones y las meadas incontroladas y concluyeron que lo mejor sería cortar de raíz con los alimentos.
En este punto la historia adquiere una ambigüedad moral difícilmente tolerable. Por lo rústico de la mujer que contó la historia es fácil suponer el ambiente casi primitivo en el que ocurrieron los hechos, la mentalidad de sus protagonistas. De ahí que no se pueda descartar que aquella decisión de privar a la anciana de todos sus alimentos haya sido tomada con intenciones tan piadosas como prácticas.
Puestos en su lugar, el razonamiento era sencillo: “Si la abuela no come ni bebe, no orina ni caga, y nos causa menos problemas y la queremos más y todos vivimos felices”. Hay que insistir en que es bastante probable que a esa parentela no se le haya pasado por la cabeza la idea de que la solución a su problema podía ser peor que la enfermedad.
La primera semana las cosas marcharon a las mil maravillas. La abuela no ingería nada —y por lo tanto no expulsaba nada molesto— la vida en la casa se hizo más tranquila y todos estaban contentos. Ignoraban la batalla secreta que libraba la anciana.
A los diez días de la medida la abuela fue atacada por una fuerte depresión que sus parientes consiguieron diluir con canciones e invitándola a recordar alguna anécdota de infancia.
A las dos semanas la abuela se veía agotada. Su rostro de tortuga dejaba escurrir algunas goticas saladas, como los manantiales que se ven en las montañas. Estaba algo huraña y no quería hablar con nadie.
Entonces, al amanecer del día quince, al final de una lucha que muy pocos de nosotros llegaremos a vivir, una de sus nietas descubrió a la abuela envuelta en medio de un lodo fétido que no dejó limpio ni un trozo de sábana. Quiso reprenderla, pero ya no la escuchaba.
Publicado en Vivir en El Poblado en noviembre 22 de 2018.











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