“El día en que morimos no cantan
ruiseñores, ni nos sostiene en sus brazos el amor, ni las cuentas están bien
saldadas”.
John Keats
“But I know by now
why did you sit here
in the grave”.
Dolores
O’Riordan
¿Dónde
ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora? Sin preguntármelo. Decir yo. Sin pensarlo.
Llamar a esto preguntas, hipótesis. Ir adelante, llamar a esto ir, llamar a
esto adelante. Llamar a esto y aquello dormir y
despertar. Y a eso otro llamarlo cuarto de hotel y al color azul claro que se
ve por la ventana llamarlo, con un júbilo tranquilo, el cielo de París, el
cielo de la última mañana de París, cielo del fin de un sueño del que será
posible regresar a la vigilia con flores y cuadernos, con recuerdos y ampollas
que los meses irán desdibujando.
Por un momento, el sujeto
consideró la idea de no levantarse, de no moverse de esa cama por el resto de
su vida: perder el desayuno del hotel, perder esa mañana, perder el tren de
las seis de la tarde que debía conducirlo a Madrid, perder su nombre para
siempre, la vida vivida hasta ese entonces.
Pero el teléfono lo sacó del
ensueño de vacío y una voz con cierto aire de disgusto soltó una retahíla en
la que sólo pudo comprender las palabras neuf
y déjeuner.
Recordó la insólita insistencia
del primer día, en la recepción del hotel Celtic, para que estuviera en el
comedor cada mañana antes de las nueve, comprendió que si no se apuraba
perdería el desayuno que de todas maneras ya había pagado, y a esas alturas del
viaje no podía darse el lujo de perder ese café, ese gigante pan con
mantequilla y mermelada.
Al tratar de ponerse de pie
comprendió la magnitud de su cansancio: llevaba treinta días de caminatas
bestiales por ciudades de España y de Francia, sorbiendo con apetito insaciable
los paisajes de esas tierras que quedaban muy lejos de su casa. La última
semana se había dedicado a devorar grandes porciones de París ignorando la
queja pronunciada paso a paso por sus pies. En cierta forma, su viaje había
terminado, ahora sólo le restaba hacer un par de cosas en París, marcharse
luego hasta la Gare d'Austerlitz, tomar el tren que iba a Madrid y, de allí,
montarse en un avión para mirar la llanura monótona del mar, imaginando las tortuosas
peripecias de los primeros viajeros que surcaron esas aguas hace apenas cinco siglos.
"Un par de cosas y ya
está", pensó. “Las flores deben ser de un amarillo proverbial”. Sonrió al
comprender que con sólo una semana ya tenía asuntos y gestiones para
hacer, como cualquier otro habitante de París.
* * *
Comenzó, si es que comienzan las
cosas de la vida —si no son una larga serpiente de causas y efectos que se
muerde la cola—, durante aquellos días en que el hombre de las flores era
un muchacho tímido que cumplía sus
deberes escolares y tenía disponibles muchas horas en las tardes y los fines
de semana.
El mundo era pequeño y conocido,
empezaba a la orilla de la cama, se extendía por la casa, abarcaba unas seis
cuadras y llegaba hasta el lugar donde estudiaba. A veces se le abrían
horizontes que acababan en telones luminosos o en estantes donde el joven
exploraba en busca de los libros que leía por las tardes y en los fines de
semana.
El ritual era preciso y
agradable. La biblioteca pública era inmensa y el carnet de lector eran las llaves
del paraíso. El muchacho caminaba sin rodeos hasta la vasta sección 863 y allí
se dedicaba a hojear y sopesar libros y libros.
Tardó poco en comprender que el
nombre del autor era importante, que unas aguas secretas y comunes se movían
a lo largo de los libros de un mismo ser humano.
El primero fue un abogado de
Nantes que escribió mucho. Sus libros ocupaban dos filas de un estante y detrás
de cada título se abrían enigmas apasionantes, situaciones extremas, problemas
insolubles que encontraban soluciones milagrosas y absolutamente razonables.
Con él viajó por el espacio en un pedazo de tierra que fue arrastrado por un
cometa, con él perdió la vista y volvió a recuperarla en las inhóspitas estepas
siberianas, y fue de él que recibió las primeras noticias sobre el mar.
Pero como la curiosidad era
insaciable, como ningún mundo —por rico que fuera— resultaba suficiente, un
día el muchacho decidió alejarse por un tiempo de los libros del abogado de
Nantes y buscó por otros lados. Así llegó a sus manos La isla al mediodía, que parecía ser una historia sobre náufragos
y el mar, dos temas que ya habían empezado a obsesionarle.
Y ese mismo día por la tarde —al leer
los extrañísimos relatos del autor que acababa de encontrar— comprendió que
también él, que también toda aquella gente que veía en el colegio o en el
cine, todos esos rostros que encontraba por las calles o mirando en los
estantes, eran náufragos, y que la soledad era su mar.
* * *
La
primera vez que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los
asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la
bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba
y venía con vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose
aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la pasajera,
una americana de las muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el
litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que subían hacia
la meseta desolada.
Julio
Cortázar, “La isla al mediodía”
* * *
Y al primer cuento le siguió otro
y al primer libro le siguió otro —una novela, un libro collage— y cada nuevo libro era un hallazgo decisivo, también una admiración más grande e incondicional.
Y en los libros de aquel hombre
no sólo estaba el mar. Había también casas tomadas y hombres que huyen para
siempre y fuegos hermanados en el tiempo y conejitos brotando temblorosos por
gargantas, ensuciando con su inocencia la casa en Buenos Aires de una
graciosa señorita que está en París.
Y también estaba París, con el
Club de la Serpiente, con la mujer que murió en el río, con sus hoteles y sus
peceras, con callejones por donde un tipo insignificante se escabullía hacia
otra vida. París con sus cantantes tristes y sus magas perdidas, con sus
paraguas destrozados y sus flores amarillas.
Y, cuando quiso saber más del
autor de aquellos libros, descubrió que el tal Cortázar —así se llamaba: Julio
Cortázar— era argentino y que hacía muchos años vivía y deambulaba por París.
* * *
Así
habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos
de la noche, acatando itinerarios nacidos en una frase de clochard, de una
buhardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las
placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los
ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo.
Julio Cortázar, Rayuela
* * *
Entonces empezó a soñar con ir un
día hasta París —París ovillo, París tornillo, París metáfora existencial—, con
el único propósito de ver al escritor de aquellos libros, estrechar su mano de
gigante viejo y niño, y tratar de decirle en pocas frases lo que significaban
para él todos sus libros.
Adquirió la costumbre de leer a
Cortázar acompañado con un mapa de París. Con el sueño del viaje agazapado,
buscaba en el mapa cada calle o plaza que encontraba en sus novelas y relatos,
y se movía cada vez con más confianza por aquella ciudad imaginaria.
* * *
“Aquí
había sido primero como una sangría, un vapuleo de uso interno, una necesidad
de sentir el estúpido pasaporte de tapas azules en el bolsillo del saco, la
llave del hotel bien segura en el clavo del tablero. El miedo, la ignorancia,
el deslumbramiento: Esto se llama así, eso se pide así, ahora esa mujer va a sonreír,
más allá de esa calle empieza el Jardin de Plantes. París, una tarjeta postal
con un dibujo de Klee, al lado de un espejo sucio. La Maga había aparecido una
tarde en la rue du Cherche Midi, cuando subía a mi pieza de las rue de la Tombe
Issoire traía siempre una flor, una tarjeta Klee o Miró, y si no tenía dinero
elegía una hoja de plátano en el parque.
Julio Cortázar, Rayuela
* * *
Pero el viejo no pudo seguir
arrastrando con el niño, Cortázar murió mucho antes de que ese lector
agradecido y transformado pudiera viajar hasta París a visitarlo.
Y a pesar de que el muchacho
llegó a escribir un libro sobre él, la idea de ese viaje empezó a diluirse con
los años y el mapa de París terminó por extraviarse entre cajones y mudanzas.
* * *
Sólo al subir por la rampa y
alcanzar la superficie de madera sintió que había llegado.
Tras su primer gran recorrido por
París, el sujeto había decidido que el Pont des Arts sería el lugar donde
debía hallarlo la noche.
Justamente el Pont des Arts.
"¿Encontraría
a la Maga?", recitó. "Tantas veces me había bastado asomarme...".
Recordaba pocas palabras del comienzo de Rayuela: “la luz de ceniza y olivo”,
la “pinaza color borravino” (la primera vez que la leyó tuvo que recurrir al
diccionario para hacerse una idea del color borravino), la silueta de la Maga
deambulante o detenida, pero finalmente ausente.
El Pont des Arts, el puente de la
Maga —como lo dijo un día Madame Léonie—, un acogedor pasaje de madera sobre el
río Sena, donde Oliveira llegó a cumplir, cuando era tarde, una cita que no había
sido acordada, fue el sitio elegido por ese hombre venido de muy lejos para
pensar un poco en las impresiones recibidas durante su primer recorrido por
París.
El puente estaba de fiesta. En
torno a una de las bancas que ocupaban la parte central, había baile y sonido
de tambores. Parejas enamoradas y solitarios pensativos contemplaban el
cuadro. El sujeto se recostó de lado en el pretil de hierro, a mirar el río y
la vida del puente, a dejar pasar, inconsciente y abierto, una ruidosa multitud
de sensaciones que sólo entendería con el tiempo: las pinazas de diversos
colores, las Lucías y Horacios, Colettes
y Bernards, ignorándose, huyéndose o buscándose.
Apoyado en el pretil del Pont des
Arts, el sujeto recordó una vieja conclusión: los instantes cargados de vida
sólo pueden ser comprendidos con el tiempo. El instante pertenece a los
sentidos.
Cerró sus ojos y sintió la
rotación vertiginosa de la tierra. Aspiró fuertemente para oler a París, ese
pálido atardecer de tambores. “París huele a cielo”, se dijo y abrió nuevamente
los ojos y vio al otro lado del puente, en la misma baranda, a la Maga volando
en el cielo.
* * *
¿Encontraría
a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de
Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que
flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se
inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces
detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural
cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su cintura delgada y
acercarme a la Maga que sonreiría sin sorpresa, convencida como yo de que un
encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas y que la gente que se da
citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que
aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.
Rayuela,
capítulo primero
* * *
Esa mañana, al llegar en el tren
de Madrid, el sujeto había jugado con la idea de estar en el cielo.
Después de despedirse en la
estación de la familia árabe, de la maestra de escuela francesa, de la abuela
española que estaba inconsolable porque había dejado a sus nietos en Madrid, el
sujeto se supo solo y gratamente perdido.
Pensó que lo primero sería
comprar unos francos y un mapa, pero antes de cumplir esos rituales que
terminarían de integrarlo al plasma humano de París, se dejó arrastrar unos
minutos por el vértigo inicial, por ese estar mudo y perdido, eufórico, sereno
y sin dolor, en una franja impredecible y recién conquistada de mundo.
* * *
Y ahora la Maga volaba aferrada
al pretil del Pont des Arts.
Al final de ese día, después de
haberse instalado en un hotel lo más cerca posible del cementerio de
Montparnasse, después de visitar el cementerio, después de torres y arcos y
Campos Elíseos, para agotar la novedad, el sujeto había terminado su ceremonia
de llegada en el Pont des Arts.
Ya entonces había comprendido que
recorrer esa ciudad era un juego de reglas impredecibles, de impulsos
inexplicables, en el que cada movimiento y cada pensamiento dibujaban el
encuentro que la muerte hizo imposible en otro plano. Caminar, recordar lo
leído, vivir, transitar por las calles muchas veces imaginadas, como en un
juego de pistas para dar con un tesoro, doblando en las esquinas según los
dictados del corazón, yendo al encuentro de sitios desconocidos y entrañables,
así recorrería aquellos días las calles de París.
Jugar a París era mirar los
zapatos que tanto habían caminado en los últimos días, verlos seguir las
huellas de los pies del gigante, y pensar que algún día serían un recuerdo
borroso de un anciano que escarba entre cenizas en busca de objetos y
episodios largamente olvidados.
Jugar a París era, y fue durante
todos esos días, recordar al viejo librero de la rue Verneuil, el cafecito de
la rue des Lombards donde Madame Léonie predecía viajes y sorpresas en las
líneas de la mano, mirar las ventanas de las habitaciones de la rue de la
Tombe Issoire preguntándose en cuál había una postal Klee o Miró junto a una
flor marchita y un espejo sucio, o atisbar a los clientes de los cafés de la
rue du Cherche Midi creyendo volver a ver a la mujer del Pont des Arts en cada
mujer parecida a ella, siempre con ese silencio ensordecedor, esa pausa filosa
y cristalina que terminaba por derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado
que se cierra.
Jugar a París era entender que
todo estaba tan bien escrito, tan sincronizado con los misterios de la vida,
que habría alguien en Montparnasse para ayudarle a hallar la tumba de Cortázar,
que visitaría a Aurora justo el 26 de agosto, que habría una Maga asomada al
río en el Pont des Arts.
* * *
La Maga tenía unas botas oscuras
de tela que no despegaba del suelo a pesar de su danza. Miraba hacia el sol que
se iba perdiendo más allá del río, detrás de una franja de bruma y viejos
edificios. Miraba hacia el sol extasiada y bailaba, ondulaba su cuerpo menudo y
traslúcido dentro de la tela que alejaba al aire de su desnudez.
Caminó hacia ella unos pasos pero
desvió su rumbo cuando estuvo cerca. Fue a sentarse en el suelo del puente, con
la espalda apoyada en una maceta de flores, justo detrás de ella, donde era más
traslúcida, donde era más intensa su danza con el sol.
Por momentos, la danza se
ajustaba al ritmo de los tambores que venían del otro extremo del puente. Por
momentos, parecía seguir algún melodioso silabeo venido desde el sol.
El hombre que venía de muy lejos
se preguntó qué hacía ahí, sentado en el piso de madera de un puente de París,
a dos metros de una imagen que lo desbordaba, atento a la belleza de esa danza.
“Estoy aquí para cuidarla”, se
dijo. “Está demasiado ausente y feliz y eso la hace vulnerable”.
“La gente que cruza por el puente
la mira con sorpresa. No pueden entender su plenitud. No debe ser usual ni aquí
ni en ningún lado que alguien contemple el sol con tanta placidez, tan
olvidado del mundo, meciéndose al ritmo de sonidos que nadie más escucha.
Porque aún cuando los músicos del puente están callados ella danza, a un ritmo
distinto, sobrenatural”.
Algunos de los que se reúnen en
torno a los músicos la miran intrigados, algunos con avidez. El sujeto
concluye que debe formar una barrera que la proteja del mundo, así ella nunca
se entere.
Y, justo en medio de esa
ceremonia inconcebible, con la danza eclipsando en su rostro el atardecer
amarillo pálido, el sujeto volvió a decirse lo que se había dicho durante todo
el día desde el momento en que bajó del tren en la Gare d’Austerlitz: “Estás
en París”.
Y recordó que, después de dejar
el equipaje esa mañana en el hotel, había salido de inmediato a buscar una
tumba en Montparnasse.
* * *
Cuando se llega al cementerio de
Montparnasse le dan ganas a uno de morirse. Es gris y tranquilo, vegetal y de
piedra, una sosegada isla de silencio en la ciudad. Allí sí se descansa. Sus
mausoleos le dan una elegancia anticuada y apacible.
El vigilante de la entrada de la
rue Edgar Quinet le había regalado un mapa para que señalara los muertos que
buscaba. Otro mapa, más grande y detallado, pegado a la ventana de su oficina,
tenía ubicadas las tumbas de los notables.
El sujeto curioseó en busca de
los muertos rescatables del lugar y fue anotando la ubicación de los más
allegados y queridos: la de Vallejo (más tarde vería esa loza triste y herida
por muchos aguaceros), la de Sartre (descansando a puerta cerrada con Simone
de Beauvoir), la de Baudelaire (llena de flores, custodiada desde una tumba
aledaña por un misterioso gato).
Marcó con letra más grande la
tumba de Cortázar y antes de alejarse le dio una mirada general al resto del
mapa. Sufrió una alegría adicional al descubrir que en aquel sitio también
estaba Barklay, pero al volver a mirar la avenida principal del cementerio la
muerte se burló de su alegría.
Treinta pasos más tarde el sujeto
ya estaba perdido. Lo que era muy claro y directo en el mapa se volvía sinuoso
y oscuro en la vida.
Como muchas otras veces a lo
largo de ese viaje, volvió a sentirse una criatura abandonada justo en medio de
la nada. Disfrutó del vértigo. Pensó que llegaba tan tarde a la cita que tenía
desde niño que ya no tenía prisa. El retraso era de casi quince años. Tardaría
en hallar la glorieta y la tumba pero llegaría, y al llegar sentiría una
satisfacción inútil, difusa, vacía.
Entonces prestó atención a la voz
insistente que venía desde las tumbas situadas a la derecha de la avenida
principal. Era un hombre delgado, de casi cincuenta años, que levantaba un
brazo y lo llamaba.
El sujeto tardó en entender que
era a él a quien llamaban. Le costaba creer que con sólo un par de horas en
París (no debía haber pasado más tiempo desde que bajó del tren y tomó el metro
y llegó al hotel y salió corriendo hasta el cementerio) ya había gente
llamándolo entre las tumbas de un cementerio. Pero era a él a quien llamaban.
No había nadie más cerca y el hombre insistía con gestos y palabras.
“Es a usted. Venga acá”. El
idioma era un lento castellano que olía a mate. El tono era amigable y el
apremio tranquilo.
Mientras se acercaba, eludiendo
sepulcros, el sujeto vio el cabello canoso y lacio del hombre. Su rostro, que
parecía de una tristeza permanente, se había permitido una sonrisa que no
alcanzaba a borrar por completo su desencanto.
“Aquí está”, dijo el hombre
cuando el sujeto estuvo cerca. “Cuesta trabajo encontrarla”.
“¿Qué es esto?”, se preguntó el
sujeto. “¿De dónde aparece este hombre que sabe lo que busco?” Pero no hubo
tiempo para más preguntas. A sus cansados pies, una suave llanura de mármol
tenía escrito el nombre que buscaba.
En una esquina de la llanura
había un bosquecito humedecido por la lluvia, con una flor rosada y algunas
hojas secas.
“Mire”, dijo el hombre. “La gente le deja
mensajes”.
Sobre el mármol, al lado del
bosquecito, debajo de tres piedras había unos papeles mojados. Mensajes
amorosos de gente llegada hasta allí desde Chile, Guatemala o Venezuela, peregrinos
que acudían a una cita no pactada y sin embargo ineludible.
“Alguien escribió aquí la palabra
cronopio”.
El sujeto se alejó de la tumba y
vio la letra roja y ciudadosa, ya un poco borrada. Imaginó el fervor y la
cautela de quien escribió esa palabra, su pincel y su tarrito de pintura
escondidos en su abrigo, la desolación y el éxtasis : la ce un poco indecisa,
la erre temblorosa, el resto de las letras un poco más seguras.
Al levantar nuevamente la mirada,
vio por primera vez una luna blanca y sonriente al final de la llanura,
elevada por círculos de mármol color noche. La luna de Luis, el escultor amigo
de Cortázar que estuvo junto a él, con Aurora, hasta el final.
Entonces el sujeto recordó ese ya
lejano libro que escribió sobre Cortázar: al hablar del instante de su muerte,
en el Hospital Saint Lazare, al construir esa escena en la que Aurora y Luis
lo vieron alejarse después de que la enfermera parecida a la señorita Cora le
aplicó una inyección, el sujeto había comprendido que el resto de su vida
escribiría.
“Aurora”, se dijo. “Debo
encontrar a Aurora”.
Sólo entonces reparó en el otro
nombre que había en la llanura de mármol. Más allá del nombre de Cortázar,
cerca de la luna, estaba Carol Dunlop —muertenauta que zarpó unos meses antes
que él—, su amor final, su amor definitivo, su
compañera en el último y más largo de los viajes.
Aurora en cambio había sido el
amor inicial, el de los primeros libros, el de los primeros saltos, el amor que
le dio alas para dejar la Argentina a sus 37 años y conquistar el anhelado
cielo de París.
“París”, volvió a pensar, se
volvió a ubicar, a decirse incrédulo estás aquí y el tiempo transcurre y la
vida quizá no te alcance para saber y entender todo lo que vivas durante los
días que pases aquí.
Pensó que tenía que buscar a
Aurora, tenía que recorrer todos los rincones de esa ciudad con la voz de
Cortázar murmurando en su memoria. Tenía que ir al Pont des Arts, al Jardin de
Plantes, al Parc Montsouriss a buscar el paraguas roto, a la rue de la Tombe
Issoire, al Boul’Mich’. Tenía que abrir sus ojos aturdidos a los cuadros y
esculturas de los museos, sentir una
alegría perturbadora frente al escribano egipcio, una viejísima
personificación de su tarea y su destino. Tenía.
Pero recordó al hombre que estaba
a su lado —recordó también que ese instante ya era un recuerdo de un hombre
que custodiaba a un ángel en el Pont des Arts— y quiso saber qué cadena de hechos,
qué causalidades, qué extrañas figuras habían convertido a ese hombre en su
guía en los territorios de la muerte.
“Llevo quince años en París”,
dijo con su sonrisa insuficiente. “Hace mucho quería visitar la tumba de
Cortázar y hoy que pasaba por aquí decidí entrar. En la puerta oí que usted
preguntaba por él. Por eso lo llamé. Es una tumba difícil de encontrar, con el
mapa uno se pierde”.
El sujeto pensó que, como su
sonrisa, su explicación también resultaba insuficiente, sospechosamente
clara y razonable.
“Si yo no hubiera venido hasta
París, si a este hombre no le hubiera dado por entrar esta mañana gris de
agosto al cementerio, si no hubiera preguntado por Cortázar —¿Pregunté?—, si
el tren de Madrid se hubiera retrasado, si el metro, si el hotel...”
Pero era inútil encontrarle
explicaciones a las cosas que ocurrían, la vida se extinguía a cada instante y
había que vivirla y aceptarla a manos llenas, con la remota esperanza de
entenderle sus sentidos más profundos algún día.
* * *
“Salomé”.
Un hombre cincuentón, de barba
entrecana, vestido todo de negro, venía caminando por el Pont des Arts.
Un sol débil que le rasguñaba la
mejilla terminó de traer al sujeto del recuerdo del cementerio (Recordó que ése
también era un recuerdo de alguien que abrió los ojos a su último día en
París).
“Salomé”, volvió a decir con voz
recia el hombre de negro mientras se acercaba. Sus movimientos, a pesar de los
años, seguían siendo juveniles.
El sujetó se entretuvo con el brillo que el
sol pálido del final del verano hacía en sus pestañas entrecerradas, irisadas,
embriagadas con el campanilleo de esa luz de tibieza casi imperceptible.
Tardó en comprender que el
eclipse de Maga había terminado, que donde antes había estado la mujer ahora
estaba la gata color de ceniza y olivo —como el gato del cementerio— que el
hombre de negro se agachó a acariciar.
“Salomé. Tu est là, mon amour, et je n’ai lieu qu’en toi”.
Al ponerse de pie con la gata
entre los brazos, una sombra volvió a cubrir el rostro del sujeto recostado
en la maceta. El hombre de negro lo miró, le sonrió y se alejó.
El sujeto decidió regresar a la
mañana azul clara de su último día en París, porque el tiempo transcurría,
corría el riesgo de perder su desayuno y tenía un par de asuntos que debía resolver.
* * *
Con dificultad, consiguió abrirse
paso por entre la fatiga hasta llegar al baño. El rostro en el espejo tenía
unas ojeras de ultratumba. Era lunes, esa tarde tomaría el tren que iba a Madrid.
Pensó que al volver a su casa
dormiría una semana.
Humedeció su rostro con el agua
del lavamanos, recordó que ya no era el que fue hasta hacía pocos días. La
tarde anterior, en el Jardín de Luxemburgo, había sufrido algo que, con un
poco de optimismo, habría podido llamar una revelación.
Ese domingo había caminado poco.
Tras un mes de caminatas demenciales sus piernas se habían negado a obedecerle
y el sujeto optó por irse al museo George Pompidou a ver películas experimentales.
En la tarde había hecho un
esfuerzo sobrehumano para llegar hasta el Jardin de Luxemburgo y decidió
sentarse frente a la glorieta principal a tratar de poner al día su diario de
viaje, que tenía bastante descuidado.
Allí, mientras se armaba de valor
para ordenarle a su mano que escribiera, mojado por una llovizna intermitente y
casi imperceptible, sintiendo que había alcanzado la cima de una inmensa
montaña y que ya lo que seguía era regreso, sus ojos saturados de ver viajaron
por el gris de aquella tarde y fueron a posarse en unas flores pequeñas y
amarillas que parecían hablarle.
* * *
Una
tarde cruzando el Luxemburgo, vio una flor.
—
Estaba al borde de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había detenido
a encender un cigarrillo y me distraje mirándola. Fue un poco como si
también la flor me mirara, esos
contactos, a veces... Usted sabe, cualquiera los siente, eso que llaman la
belleza. Justamente era eso, la flor era bella, era una lindísima flor. Y yo
estaba condenado, yo me iba a morir un día para siempre. La flor era hermosa,
siempre habría flores para los hombres futuros. De golpe comprendí la nada,
eso que había creído la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc
ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para alguien como nosotros, no
habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera
nunca más una flor. El fósforo encendido me abrasó los dedos. En la plaza salté
a un autobús que iba a cualquier lado y me puse absurdamente a mirar, a mirar
todo lo que se veía en la calle y todo lo que había en el autobús. Cuando
llegamos al término bajé y subí a otro autobús que llevaba a los suburbios.
Toda la tarde, hasta entrada la noche, subí y bajé de los autobuses pensando
en la flor y en Luc, buscando entre los pasajeros a alguien que se pareciera a
Luc, a alguien que se pareciera a mí o a Luc, a alguien que pudiera ser yo
otra vez, a alguien a quien mirar sabiendo que era yo, y luego dejarle irse sin
decirle nada, casi protegiéndolo para que siguiera por su pobre vida estúpida,
su imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra imbécil
vida fracasada hacia otra...
Julio Cortázar, “Una flor amarilla”
* * *
¿Dónde ahora? Ligero como esa
lluvia que no conseguía mojarlo, el sujeto se dejó invadir por el alivio de
haber escrito sus certezas de ese instante.
Al final de esa tarde de domingo,
mimetizado en el fluir sereno del Jardín de Luxemburgo, había divisado verdades
esenciales a través de las palabras que
dejó caer en su diario de viaje.
Vio, con una claridad inusitada,
su soledad de criatura perdida entre miles de millones de criaturas. Supo,
como si sólo en ese instante lo hubiera descubierto, que le bastaba una mano y
le sobraban dedos para contar las personas en el mundo a las que de verdad su
vida le importaba. Comprendió, viendo la efímera eternidad de las flores, que
a esa precariedad sensible que era él le quedaba el consuelo de no ser sólo él.
Y recordó que, aunque el ruido de sus obras lo esperaba al regresar, su verdadero
territorio era el silencio: las palabras que se dan y se reciben en silencio.
Estaba invadido por la dicha del
presente, por el desapego del instante, cuando sintió que lo miraban.
Frente a él, en la baranda de
piedra que lo separaba de la glorieta, la gata dejó de mirarlo y siguió
caminando sabiéndose mirada.
“Salomé”, dijo el hombre con su
voz arrugada. Esperó a que la gata lo alcanzara, acarició su lomo erizado
—también ese día vestía de negro— y después de sonreírle al sujeto se volvió
con la gata en sus brazos y empezó a alejarse.
El sujeto se alegró de no sentir
ya el impulso de encontrarle explicación a los hallazgos y encuentros que
tenía. Ahora sabía que eran el alimento de su oficio de misterios.
Antes de que la noche acabara de
caer —antes de que los gendarmes llegaran con sus pitos y sus altavoces a
desalojar a los visitantes del Jardín— decidió hacer una lista de episodios
vividos desde la última vez que había escrito en su diario.
Lo más importante, sin duda,
había sido su encuentro del día anterior con Aurora Bernárdez.
* * *
Ese sábado el sujeto había
despertado con el convencimiento de que lo único verdaderamente importante que
tenía para hacer era buscar a la persona que podía hablarle de Cortázar como si
estuviera vivo.
Dar con ella fue fácil. Su nombre
estaba en la guía de teléfonos y la voz del contestador, a pesar de no dar su
nombre, era sin duda la de una mujer argentina, de cierta edad, pero vital.
El sujeto dejó un mensaje en el
contestador y decidió encaminarse a la dirección que indicaba la guía.
Consultando en el mapa, no parecía lejos del hotel: era en la Place du general
Beuret y si llegaba hasta allí caminando daría tiempo a que la mujer
considerara su mensaje y accediera a recibirlo.
“Vení, pero nada de entrevistas”,
le dijo la mujer cuando volvió a llamarla desde un teléfono público al lado del
edificio.
El sujeto atravesó un pasillo en
la planta baja y llegó hasta un patio grande con una casa de tres niveles al
fondo.
La mujer era menuda y elástica,
los ojos azules y el rostro vivaz. Durante varias horas le habló de Cortázar
con la familiaridad con que se habla de un pariente común: de la Argentina, de
los primeros años que vivieron juntos en París, de la forma como las mujeres
caían derretidas ante él (“estaba hecho con los ojos”), de sus últimos días de
vida y de su muerte, de sus estremecedoras últimas palabras.
Casi al final de la visita, recordaron
en forma desprevenida la fecha de ese sábado y algo mudo y pesado vino a
oprimirles el pecho.
“Hoy es 26 de agosto”.
“Hoy cumpliría ochenta y uno”.
El sujeto pensó que estar allí,
justo ese día, era como el final de un juego en el que —después de muchos años
y rodeos— por fin podía encontrarse frente a frente con Cortázar.
Sintió que lo abrazaba la sombra
de unos brazos que venían de muy lejos.
Antes de acompañarlo hasta la
puerta, la mujer le obsequió un libro con los últimos poemas de Cortázar y le leyó
un viejo verso de John Keats sobre la forma trivial, gris e inoportuna como nos
despedimos de la vida.
* * *
Aquella tarde de sábado caminó
horas y horas buscando más pasos en las huellas.
Pero el destino de esa larga
caminata que pasó por Montsouriss y el Jardin des Plantes —donde no encontró
axolotls, pero sí un camaleón—, era un lugar que sólo aparecía fugazmente en la
obra de Cortázar: la Biblioteca de Arsenal.
La Biblioteca era un edificio
antiguo y de arquitectura pacífica. Estaba cerrado por el verano, o quizá
porque era sábado. Tenía una amplia zona de grava al frente y una escultura de
Rimbaud.
Fue el último lugar que Cortázar
visitó.
Lo había dicho Aurora horas
antes. Fue una mañana de invierno, pero el día —como el doce de febrero— estaba
soleado. Antes de llegar al Hospital Saint Lazare, Cortázar había pedido que
se detuvieran un instante en la Biblioteca.
Aurora y Luis estaban con él.
Al poner un pie en el primer
peldaño, comprendió que las fuerzas no le alcanzarían para llegar hasta arriba.
Impotente, pidió a Aurora que
subiera a mirar —que fuera sus ojos— y volviera a contarle cómo estaba ese
lugar que lo había albergado tantas veces desde hacía más de treinta años.
Aferrado al pasamanos, debió
recordar la fidelidad obsesiva con que regresaba a ese remanso de libros, su
otro hogar al llegar a París. Luego vino el natural distanciamiento. Ahora
tenía la certeza final de que allí se quedaban muchísimos momentos que hacían
que valiera la pena haber vivido.
“Está igual de bonita”, había
dicho Aurora al bajar. “Pequeña, acogedora”.
Y en medio de un tráfico enredado
llegaron a la casilla final.
* * *
Si no es que alguien te sueña o
te imagina, tendrías que contar que llegó el día de marcharte de París y que
las flores para Julio y para Barklay debían ser de un amarillo proverbial.
Y anotar que finalmente caminaste
por la acera que Oliveira recorrió al final de algo.
Tú, con tus maceticas plásticas,
bordeando el viejísimo muro exterior del cementerio, como un feliz subsidiario
de la desgracia.
Y él, Quinto Horacio Oliveira,
leyendo distraído avisos publicitarios de brujas y quirománticas.
Y agregar además que no
preguntaste nada a nadie y que llegaste hasta la llanura blanca donde ese día
ya no había papelitos con mensajes y que pusiste las flores pegadas al
bosquecito y que viste la luna sonriente en el horizonte y que pasaste tus
dedos por cada una de las letras de su nombre y que quisiste llorar pero
faltaron razones.
Y que antes de marcharte volviste
a mirar esa tumba que mira las nubes que pasan —una blanca, una gorda, una
larga— y que pensaste largamente, mirando esa flor que parecía saludarte, en
aquellas palabras sin canto de ruiseñores:
“Que
me den un calmante”.
Y que juraste no olvidar,
mientras durara ese dolor que llaman vida, esa flor encendida, ese lago
tranquilo, su luna de mármol, ese instante perdido en la vida de un hombre
perdido en la vida de un mundo perdido en un amplio universo perdido.
París,
agosto de 1995
Texto incluido en 'Un tal Cortázar y otros pasos en las huellas'