Un fragmento de 'La brújula del deseo'
Entre los libros de José Pequer también venían traspapeladas unas
curiosas postales.
Supongo que la felicidad de aquel hombre habría sido total
de haber vivido en estos tiempos en que las películas llegan a casa.
¿Les hablé de José Pequer? Fue un amigo de mi padre. Era austero, probablemente usurero, y
acumuló una fortuna.
Se sepultó vivo entre libros. Usaba los cheques como
separadores.
Un Douglas Fairbanks que bailaba rodeado por mujeres sonrientes. Una
Loretta Young llena de brillos claroscuros.
Una foto preciosa de Dolores Costello.
Las postales, digo.
También heredé de José Pequer Los
cuarenta días de Musa Dagh y una novela de Mauriac cuyo título he
olvidado.
Recuerdo que llevé la foto de Dolores por mucho tiempo en mi billetera,
que a veces la miraba imaginando un mundo compartido con ella, toda una vida.
Soy un romántico empedernido. Muchas de mis ensoñaciones de adolescencia
suponían matrimonios.
Alguna vez consulté su nombre en una enciclopedia del cine, pero sus
películas en aquel tiempo eran inaccesibles para mí, estaban perdidas en no se
sabe qué archivos y jamás irían a presentarlas en los teatros que quedaban
cerca de mi casa.
El tiempo pasó, la foto se perdió y me olvidé de Dolores y me interné en
la vida siempre plagada de dolores.
No fue un olvido trágico. Ni siquiera fue ingrato. De cuando en cuando
la recordaba con la misma emoción y sentimiento con que volvía a los amores con
personas reales.
Hasta el martes pasado, nunca se me ocurrió pensar en la ironía de que
pude haber pasado toda la vida amando a una actriz a la que nunca vi en una
película.
Pedí The Magnificent Amberson
por razones varias. Era una película de los cuarenta, mi decenio favorito.
Orson Welles estaba involucrado en el asunto. Joseph Cotten me recordaba el
rostro de hombre bueno que tenía mi padre.
Acababa de verlos a ambos en The
Third Man y quería saber cómo funcionaba aquí el equipo.
Sólo cuando empecé a ver la película descubrí que mi memoria caía
vertiginosa en un abismo de más de medio siglo.
Ahí estaba, Dolores, con su rostro de rasgos menudos y sus ojos
cristalinos de tristeza natural.
Dolores moviéndose, enseñando sus perfiles después de una larga vida de
quietud.
Dolores hablando y sonriendo y susurrando, antes de caer abatida por el
peso de un amor imposible.
Vi la película sin poder entender todo lo que me ocurría en ese
instante, el significado de esas casi dos horas al final de la vida.
Usé el control remoto para repetir las escenas del baile. Activé la
pausa cuando el perfil de Dolores se dibujaba contra el cristal de una puerta.
Admiré la destreza ostentosa de Welles y la profundidad moral del personaje de
Cotten: un fabricante de autos que sabía que los autos atropellarían rasgos
valiosos de la humanidad.
Sólo más tarde, con el televisor apagado, justo antes de dejarme
arrastrar por el placer del sueño, pude ver lo ocurrido en perspectiva.
Sentí que finalmente se había cerrado un capítulo remoto.
Suspiré con el
alivio que me daba haber llegado a este tiempo paradójico, incapaz de soñar
alto, en el que algunos sueños se encuentran al alcance de la mano.
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