El
hombre dejó que ella siguiera su discurso. Era como si quisiera ponerle una
alfombra de palabras para que volara y pensara sin sentirse solo en ese viaje.
En ese momento le llegaba el olor de un recuerdo, una furia varias veces
denigrada. Es probable que la sensación de engaño, de burla, que le inyectaban
los otros, hubiera fermentado, se hubiera traducido, en rechazo a esa mujer. Era apasionada. Se
entregaba a sus manos. Era de noche y estaban en un auto. Llegaron a dejar de
ser extraños. Se besaron, sintieron el choque suave de los dientes. Su mano
buscó bajo la falda, se movió en la humedad y la tibieza. Luego fue su
abandono, con los ojos cerrados, reconcentrada en la intensidad de su propio cuerpo,
gimiendo y suspirando, su cuerpo tensándose y relajándose. Después pensó en él,
en su goce, y lo buscó con las manos, lo acarició con la boca, lo hizo moverse
en el auto para acaballarse sobre él, para frotar sexo con sexo, para moverlo
hasta la entrada y dejarse caer, para sentir sus pieles más recónditas, con
lentitud al comienzo, con desesperación luego, acompañando el movimiento con
una súplica susurrada y entrecortada: “¡Siénteme!”, y luego la locura, el
abandono, el adiós palpitante en la ternura de su cuerpo...
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