Today I am born, today I cry
Today I laugh, today I die.
W.T.
Hoy conoció la nieve. Estaba
dormida y soñando, jugando en el agua con Rosa y Adriana, gritando, cuando algo
la trajo a un lugar silencioso y oscuro que no era su cuarto.
Primero pensó que no estaba
despierta, que estaba en un sueño sin colores donde no pasaba nada. Pero pronto
descubrió que sí pasaba. Pudo distinguir respiraciones como si fueran voces. Su
papá respiraba como un carro que se esfuerza por subir a una montaña. Mateo,
como brisa que se mete por una ventana mal cerrada. Su mamá, como el mar de
madrugada.
Entonces, comprendió que ya
tenía menos miedo de pensar que no soñaba y trató de recordar.
Estuvo forcejeando contra la
oscuridad, buscando alguna imagen del día o la noche anteriores, algo que le
ayudara a recordar dónde estaban, cómo habían llegado a esa cama donde todos,
menos ella, seguían durmiendo y respiraban, como si sus respiraciones
conversaran. Pero, por más que lo intentó, lo único que pudo recordar fue algo
como una noche llena de estrellas pálidas.
Estaba en el esfuerzo cuando
oyó un grito lejano que parecía un secreto. Sólo entonces notó el silencio que
los rodeaba. Empezaba a extrañar su casa, el resplandor en la ventana, los
vendedores y los pájaros cantando en las mañanas, el rugido risueño de los
ventiladores, cuando volvió a escuchar el grito, agudo, remoto, amortiguado,
como si quien gritara tuviera una almohada sobre la cara. Entonces sus padres
se despertaron. Empezaron a moverse, a buscarse con las manos.
–¿Qué hora es?
Cuando escuchó a su padre, la
recorrió un sobresalto.
–No sé. Debió amanecer hace
rato. Ya estaba clareando cuando vine a acostarme.
–¿Hablaron toda la noche?
Ella fingía dormir. Era un
extraño placer escuchar lo que decían cuando estaban convencidos de que no los
escuchaban. Trató de respirar como respiran los dormidos, pero a veces se
ahogaba. Pensó que había logrado, por fin, ser invisible. Pronto sería capaz de
escuchar lo que pensaban.
–Llevábamos diez años sin
vernos, sólo cartas o llamadas. Teníamos mucho que contarnos. Además, es
domingo, no tiene que trabajar.
–¿Le preguntaste si sabe de
algo?
–Dice que va a preguntar dónde
trabaja.
Lejos, mucho más allá de esa
conversación, los gritos continuaban, decían “no”, una y otra vez.
–Dice que es mejor que nos
turnemos para estar con los niños.
Una luz débil, sombría, que en
otras circunstancias alguien habría llamado oscuridad, irrumpió por la puerta y
dejó ver dos siluetas.
–Está nevando –dijo la sombra
grande.
–It’s snowing, it’s snowing
–dijo la pequeña.
Alguien encendió la luz y
todos empezaron a moverse como marionetas apuradas, tropezando con camas y
sillas y maletas abiertas, hasta que abandonaron ese sitio perdido en el fondo
de un sótano (tardarían poco en saber que no se decía sótano sino basement) y ascendieron las escalas con
pies no habituados aún a los peldaños y se asomaron por la puerta, trasnochados
y atónitos, a un mundo cuyas nubes estaban cayéndose a pedazos.
* * *
Hoy fue su cumpleaños. Algún
observador desprevenido diría que la fiesta que le hicieron ha sido la mejor:
nunca tuvo un ponqué así de grande o adornado, nunca recibió tantos regalos.
Pero hace un año exactamente, poco antes de dormirse, ella supo sin tristeza,
extenuada de dicha, que nunca en la vida tendría una fiesta mejor que la que
tuvo ese día. Todo había sido hermoso, todo había sido divertido: su vestido,
los juegos, los regalos que les dio a sus amigas, el momento en que quitaron
las sillas de la sala y bailaron y cantaron hasta quedar rendidas.
Hoy estuvo recordando aquella
fiesta. Mientras recibía regalos de niños desconocidos, mientras soplaba unas
velas que volvían a encenderse, pensaba en esa felicidad que todavía le duraba.
Se dijo que en unos días volvería a ver a sus amigas y que les hablaría de esta
fiesta como quien cuenta un sueño sin ocultar el alivio que le da haber
despertado.
Hoy ha fingido sorpresa y
alegría al abrir los regalos. La cama donde duerme con sus padres y su hermano
se ha llenado de papeles. Mirando ese paisaje recordó que hace sólo una semana
su madre, allá en su casa, le pidió que eligiera sus juguetes preferidos y
luego regaló entre las vecinas los demás. Pensó que lo mismo ocurriría cuando
regresaran a su casa: no serían capaces de llevar en el avión tantas maletas.
Con un suspiro largo, sin darse cuenta de lo que hacía, decidió no apegarse a
ninguno.
Poco antes de dormirse eligió
el pequeño diario que le regaló su madre. Estuvo probando la llave en la
cerradura diminuta. Sintió que su mano había crecido al agarrar el lapicito y
estuvo preguntándose dónde dejar guardados –en lugares separados– el diario y
la llave.
Luego escribió su nombre, con
letra pulida, en la primera página. Escribió aquella fecha que conocía de memoria.
Estuvo combatiendo contra el sueño para pensar qué más escribiría. Al final
sólo puso: “Hace un año fue mi fiesta de cumpleaños”, y soñó que ya había
regresado.
* * *
Hoy sintió que volaba. No fue
un vuelo extendido y tranquilo, fue un vuelo imprevisto y violento que duró un
solo instante.
Por la mañana había llenado de
preguntas a su padre, lo había confrontado en la sala–comedor–cocina del basement. Se interpuso entre él y la
pantalla, miró por un momento sus ojeras y le dijo: “¿No crees que ya es hora
de volver a nuestra casa?
Su padre suspiró y retrocedió
hacia el espaldar del sofá, sabía que esa conversación ocurriría tarde o
temprano.
–¿No te gusta este país?
–Muy bonito –dijo ella–, pero
este paseo está muy largo.
Él le acarició el cabello, sonrió,
fue a buscar un libro al cuarto y regresó.
–¿Ves? –le dijo, señalando un
mapa–. Este puntico frente al mar es Cartagena.
Ella miró y asintió, siguió
esperando respuestas.
–¿Recuerdas la noche que
vinimos? Primero estaba oscuro porque al avión volaba sobre el mar.
Su padre tomó entre los dedos
un diminuto avión imaginario, lo hizo elevarse desde Cartagena y volar muy
lentamente sobre el mar.
–¿Recuerdas las luces que
empezamos a ver allá abajo?
El avión empezó a volar sobre
Cuba y la Florida, a ascender bordeando la costa oriental. Ella asintió con la
cabeza. Pensaba en lo lejos que estaba de su casa, de su escuela y sus amigas,
en lo grande que debía ser el mundo de verdad, si el avión tardó tanto en
recorrer una distancia como ésa, si cada punto en el mapa era toda una ciudad.
Entonces, una pregunta inoportuna la alejó de las respuestas que esperaba
escuchar.
–¿Por qué cae nieve, papá?
Él suspiró aliviado, fue hasta
la nevera, tomó un limón y una naranja y estuvo un buen rato moviendo las
frutas, rotándolas, inclinando el limón para crear las estaciones. Trataba de
explicarle por qué la gente que vive en el sur no se cae, ni siente que está de
cabezas, cuando la mujer de arriba vino con sus niños a buscarla.
Las botas, la chaqueta, la
bufanda, el gorro y los guantes la envolvieron y, al dar el primer paso fuera
de la casa, sintió que volaba. Fue un vuelo sorpresivo y detenido, pero alcanzó
a sentir que abandonaba aquella superficie de cristal para perderse en el azul
sin nubes. Cuando el hielo crujió bajo su peso, imaginó que el mundo entero e
inmenso se había sacudido, que hasta el agua de los mares se había trastornado.
Esa noche en su cama recordó
la batalla de bolas de nieve, el muñeco con nariz de zanahoria, el vapor que
salía de su boca cuando se tendió feliz y fatigada en la blancura crujiente.
Se durmió sobre su diario
después de haber escrito: “Me han dicho que el que se cae jamás va a regresar”.
* * *
Hoy fue su primer día en la
escuela. Después de unas vacaciones demasiado largas, después de semanas en las
que cada vez pasaba menos (los niños de arriba habían empezado a estudiar hacía
mucho; al final, días enteros se le iban viajando con su hermanito entre la
cama, la mesa del comedor y el sillón del televisor, a veces con su papá, a
veces con su mamá, muy rara vez con ambos), después de esa noche sin fin que
era la vida en el basement, la
llevaron un día a las tiendas para comprarle ropa nueva, crayolas, cuadernos y
una hermosa maleta con ruedas.
Al día siguiente (hoy, esta
mañana) un bus pequeño y amarillo llegó a recogerla frente a la casa y la llevó
a un lugar lleno de niños y de señoras sonrientes que le hablaban con palabras
que no parecían palabras.
Al comienzo, la idea le
pareció divertida. Era como ese juego que tenía con su padre: fingir que
discutían haciendo ruidos enrevesados. Pero pronto comprendió que faltaban las
risas después de los disparates: el hombre gordo que conducía el bus, las
señoras, los niños, todo el mundo le hablaba como si esos ruidos raros fueran
algo natural, como si todo el mundo, desde siempre, hubiera hablado de esa
forma y no con las palabras que ella estaba acostumbrada a escuchar y
pronunciar.
Tardó poco en sentirse
mareada. Renunció a entender lo que querían decirle y se dejó llevar por
cualquier mano que se posara en su espalda, siguió el rumbo que cualquier dedo
le indicara.
Y como en esos sueños que nos
llevan de un lado a otro en un instante, se descubrió después frente a la
puerta de la casa, corriendo hacia su madre, abrazándola, con un nudo en la garganta
que no la dejaba hablar, con un desconcierto incapaz de ser llanto, que sólo
fue un breve apunte en su diario: “Quiero regresar”.
* * *
Hoy volvió a despertar en la
casa de sus padres. Antes de abrir los ojos, antes de recordar en qué momento
de su vida se encontraba, se entretuvo en la alegría luminosa de sus párpados,
en ese sol que se metía por la ventana y llegaba hasta su cara a despertarla.
Recordó las emociones de la
noche, los saludos y regalos, la conversación hasta muy tarde con su madre.
Después había subido a su cuarto y descubrió que las cosas están casi como
estaban. Se durmió con la sensación de que esas cobijas abrigaban más y que la
cama podía darle más descanso.
Por fin ha podido tomar las
vacaciones en que todo (las prisas, el trabajo) podrá ser olvidado. Durante una
semana estará oculta donde nadie puede hallarla.
Sintió que la luz en los
párpados quería recordarle algo, pero se levantó de un salto.
Pasó la mañana con su madre en
la cocina. Hablaron, recordaron, decidieron qué platos y postres preparar el
día de su cumpleaños. A la hora del almuerzo trató de convencer a su padre de
que el mundo podía estar a su alcance con una computadora. En la tarde
descubrió que sus padres empezaban a cansarse de hablar tanto y decidió que había
llegado la hora de meterse en su refugio.
Eran las cuatro de la tarde y
el cielo empezaba a oscurecerse cuando inició una búsqueda frenética en todos
los cajones. Lo que buscaba, como siempre, estaba en el último lugar: un tarro
de galletas debajo de la cama.
Permaneció en el suelo, con la
espalda recostada a la cama, recuperando el aliento. Supo que, por más que
buscara o tratara de recordar, nunca encontraría la llave. Un par de intentos
indecisos fueron suficientes para abrir la pequeña cerradura.
Cuando empezó a mover las
hojas, sintió que un aire de otro tiempo buscaba su nariz. Las anotaciones eran
cortas. Al comienzo, la letra era pulida y uniforme. Después, irregular y
nerviosa.
Sentada en la alfombra, volvió
a recordar el viaje, las luces allá abajo, las noches y los días de oscuridad
en el basement. Llevada por esos
viejos trazos, volvió a conocer la nieve, volvió a extrañar a esas amigas que
se quedaron niñas para siempre, volvió a sentir ese mareo que la hizo vomitar
día tras día, durante semanas, al llegar a la escuela.
Mientras vivieron en el basement, escribió casi todos los días.
Con ese lapicito que aún seguía en su lugar, se habló a sí misma de las
discusiones entre su madre y la mujer de arriba, de los gritos y amenazas, de
la sonrisa que no volvió a ver en el rostro de su padre, de las veces que lloró
desconsolada en lo profundo de un closet.
La última anotación la había
hecho cuando se mudaron a esta casa. Eran unas letras grandes que llenaban la
página: “Hoy el sol ha venido a buscarme hasta la cama”.
Cuando terminó de pasar las
páginas en blanco, levantó la mirada a la ventana y descubrió que en el
temprano anochecer empezaba a caer la primera nevada. Suspiró, sonrió, tomó el
lapicito y escribió: “It’s snowing, it’s snowing”. Pensó por un momento, notó
que empezaba a crecer el tamaño de los copos y, antes de bajar corriendo las
escalas y salir a la calle, agregó con trazos cortos y apurados: “... and I
feel happy and sad at the same time”.
Texto incluido en La Brújula del deseo'(cuentos 1986-2014),
que será lanzado por la editorial UPB en abril próximo
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