Por Wenceslao Triana
Uno va por la vida enterándose a medias de las
tramas que tejen y destejen sus pasos. Uno tiene encuentros o experiencias que
parecen fortuitos, absurdos, dislocados, y sin embargo llega un día en que se
llenan de sentido, parecen iluminarse como las instalaciones navideñas.
La persona que vimos aquí o allá, en éste o aquel
momento, sin que diéramos mayor valor a los encuentros, puede llegar a
convertirse alguna noche en el ser más cercano a nuestra alma. Entonces los
remotos episodios sin aparente valor empiezan a iluminarse, empiezan a
desplegar sentidos premonitorios.
Nunca me gustó bailar. Pasé los casi nueve decenios de mi
vida ignorando o desdeñando las virtudes del baile. Según la edad o el ánimo,
rechazaba las invitaciones que me hacían con simples evasivas o con largos
discursos sobre lo ridículos que me parecían los gestos de los danzantes.
—Quiten la música no más —dije varias veces con tono
sobrador—, apaguen el estruendo que todo disimula, y verán lo patética que
resulta la cosa. Hay algo de comezón, de aparatosidad de marioneta, de
desesperación sonriente en los gestos de los que bailan.
Sé que toda esa pelea con la danza tenía razones menos
filosóficas de lo que quisiera admitir. En mi desdén influía, de manera
poderosa, la torpeza con que siempre he gobernado mis pies, esa incapacidad
para moverlos como se mueven los pies decentes: sin dar pisotones, sin cambiar
su derrotero de manera inopinada. Si a esa tragedia tan pedestre se le suma que
nunca he podido arrastrar el resto de mi cuerpo con algo siquiera cercano a la
armonía, el terreno está más que abonado para que la danza no haya sido uno de
mis fuertes.
Pero como buen engreído que se respete, en lugar de
admitir mi derrota, en lugar de decir “gracias, no bailo porque no sé mover el
cuerpo”, preferí hacer como la zorra cuando no pudo alcanzar las uvas y salió
refunfuñando: “al fin y al cabo están verdes”.
Mi enemistad con el baile alcanzó niveles refinados.
Cuando alguien insistía demasiado en que bailara, salía al centro de la pista y
caricaturizaba el asunto hasta el escándalo. Nunca asistí a una fiesta en la
que volvieran a pedirme que bailara.
Una vez conquistada la quietud de la tribuna, me dedicaba
a mirar, a divertirme, a identificar los rostros del ridículo: “aquella es
gimnástica, este otro se entusiasma demasiado, aquellos se olvidaron de que
estaban en la calle”.
El asunto no habría pasado de ser una de las muchas
mezquindades que acompañan cada vida, si esta semana no descubro la hermosura
del baile. Creo que la belleza de aquello se debe en buena parte a que no fui
muy consciente de lo que estaba pasando.
No recuerdo cómo fui a parar al centro de aquella sala en
penumbra. Ignoro los gestos o palabras que preludiaron ese abrazo silencioso y
tranquilo en el que de repente me veía involucrado. Ni siquiera tuve tiempo de
pensar que se trataba de aquello largamente denigrado. Un viento apacible nos
movía. Nos alzaba una dicha cadenciosa e ingrávida.
Ahora sé que mi vida, entre otras cosas, fue una
preparación para encontrar la hermosura del baile. Ahora entiendo el sentido de
tantas fiestas divertidas o aburridas en las que aquello que me era vedado se
convirtió en mi adversario.
La vida fue un largo y doloroso aprendizaje para la dicha
que he vivido esta semana. Sólo a este viejo con el alma tan cansada como su
propio cuerpo le estaba destinado comprender que el secreto consiste en que la
danza y los danzantes sean una misma cosa.
Agosto 15 del 2001
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