He tenido sueños que se han cumplido en la vigilia. He
mencionado a alguien a quien no veía en años y al instante lo he visto aparecer
en la distancia. He escuchado que pronuncian la palabra que leo justo cuando
la leo. Me resulta insuficiente la explicación que la ciencia les da a los déjà
vu. El radar de mis tripas me ha conducido a hallazgos decisivos. Me he
preguntado qué son esos raros atisbos a un orden inexplicable y, por suerte,
he encontrado personas que me han hecho sentir menos solo con mis
perplejidades. Por eso leo a Jung y a Swedenborg. Por eso he tenido interés
duradero en la obra de Cortázar.
Llevo media vida insistiendo en que la importancia de
Cortázar está en su interés por las ‘figuras’ y, por eso, en sus dimensiones
religiosas. El problema es que, apenas uno menciona la palabra religión, los
intelectuales se persignan y dicen “vade retro”. Por razones que sería largo
explicar —o breve, si recurrimos a ‘El traje nuevo del emperador’— se ha
llegado a creer que ser ateos e inteligentes es la misma cosa. No deja de ser
una paradoja que se utilice la inteligencia para negar que haya inteligencia.
La imagen de un tipo que serrucha su rama podría ser el símbolo de esa secta
que concluye que si hay guerras, injusticias, desastres naturales o curas
pederastas es porque Dios no existe. Como si el sentimiento religioso, ese
principio que es la base de nuestro entendimiento, dependiera de instituciones
o accidentes. Todos nos preguntamos por lo que somos —por la causa y el
propósito— y al hacer esas preguntas está en juego el sentimiento religioso. No
hablo de los negocios que se montan alrededor del misterio, hablo del misterio
mismo, la obsesión principal de Cortázar.
Con Cortázar me ha pasado de todo. Una fiebre juvenil me
llevó a escribir su biografía. Recorrí París llevado por encuentros y azares
inexplicables. Un día busqué a Aurora Bernárdez —su primera esposa y el alma de
su prolija obra póstuma— y sólo al despedirnos comprendimos que ese día —el 26
de agosto— era el cumpleaños de Cortázar. A una oportuna tormenta de nieve le
debo que mi presentación más importante sobre Julio Florencio fuera un doce de
febrero. Hurgando en su biblioteca personal —que está en Madrid— encontré que
Cortázar le debe más a Juan de los Ángeles que a Marx. Y, como si eso fuera
poco, mi obsesión con la idea de que las figuras son la clave para entenderlo
me llevó a encontrar en la última página de Mimesis
—el libro de Auerbach sobre las ‘figuras’— este relato inédito que divulgué
hace unos años y que hoy quiero regalar a quienes por estos días recordamos
devotos a San Florencio de Banfield.
Polizón
La
canción la silbaba el marinero de proa y del viento pasó a los labios del
grumete en el pañol repitiéndose, más aguda, hacia el puente donde una pasajera
la tuvo entre los dedos como un vilano, dejándola flotar hacia atrás,
titubeante, en busca de alguien que supiera alzarla del silencio que acechaba.
Fui yo quien vino a salvarla de la charca en que se hundía, y la dejé seguir
hasta el tripulante de boina azul que abrazado a un ventilador jugaba al oso;
por él nació otra vez, grave y segura, y
ya nada detuvo su ronda hasta la popa donde un marino de dormido rostro la
sostuvo un segundo.
(Ay,
ay,ay, ay, canta y no llores ____) Y la dejó ir, burbuja última mezclándose al
pavo real furioso de la estela.
Provence,
18/ 10/(el año es ilegible, puede ser 57 o 58)[1].
[1] Una lectura posterior de este texto ha revelado que la fecha de
escritura fue el 18 de octubre de 1951, y que el lugar fue el trasatlántico Provence, a bordo del cual Julio Cortázar
emprendía la aventura de dejar la Argentina para irse a vivir al París donde
transcurrió buena parte del resto de su vida.
Publicado en Vivir en El Poblado el 13 de febrero de 2014.
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