¿De qué les hablaba? ¡Ah! Ya lo recuerdo.
Si matar a un ruiseñor es un pecado, ¿qué podrá ser
matar a una paloma?
No me explico en qué pensé durante el tiempo que
precedió al asesinato.
Tuve tiempo de saber que algo horrible iba a ocurrir.
Sabía que al final del experimento de biología se
erigiría atónito el esqueleto de la paloma, al lado de otros esqueletos de
palomas y de sapos.
Sabía que vería el interior de su cuerpo y que
distinguiría sus órganos.
¿Por qué, entonces, no se me ocurrió pensar que para
llegar a eso algunas muertes serían necesarias?
Ahora que lo pienso, no me movía ninguna pasión antes de lo ocurrido.
No había rechazo, no había motivos ulteriores.
En aquel tiempo, mis notas iban bien y no había razones
a la vista para que las cosas cambiaran.
No me sentí obligado.
Llevaba el animal a la escuela y me parecía divertido
el alboroto que armaban –en bolsas y frascos– las aves y los batracios.
Lo que vendría después parecía una escena de ciencia-ficción
y hasta podría darnos prestigio.
Los de grados superiores marcaban ese momento como uno
de los logros que los separaban de los niños.
Entonces llegó el momento.
A los sapos los abrían vivos, su piel invitaba al
bisturí.
A las palomas había que matarlas para poder
desplumarlas.
La forma de matarlas era ahogándolas.
“It’s difficult to explain a man like him, to a man
like you.” The
shop around the corner. James
Stewart y Margaret Sullivan.
Ahora bien.
No es fácil convencer a una paloma para que meta la
cabeza en un frasco con agua hasta morir ahogada.
Hay que persuadirla, por decir lo menos, y en el
instante en que empecé a persuadirla pude comprender al fin que había llegado
uno de los momentos definitorios de mi vida.
Pude sacarle la cabeza del agua después de las primeras
burbujas y sacudidas.
Pude haber dicho: “No voy a matarla”.
Pero no lo hice.
Seguí presionándola, sintiendo su agonía entre las
manos.
Tampoco en ese momento pensé que lo hacía obligado, que
existía la presión por la nota, que el profesor había silenciado con furia las
protestas que algunos quisieron levantar cuando puso la tarea.
Yo era sólo unos ojos aterrados observando lo que
hacían mis manos.
Por momentos sentía que yo era la paloma y que cada vez
mis forcejeos eran menos capaces.
Ya sólo salían unas pocas burbujas del pico.
Ya los ojos eran adormilados, ya los espasmos de mi
cuerpo eran espasmos de cadáver… ya todo era quietud en esas aguas sucias de
babas y de lágrimas.
He pasado el resto de mi vida tratando de entender lo
que sentí en ese momento.
A veces culpo a esa sociedad enferma en que crecí.
Nos veo en el recuerdo como ejércitos que están siendo
adiestrados para matar.
A veces culpo a mis manos.
Me invento una curiosa vida fragmentada en la que cada
órgano actúa por su propia voluntad.
A veces culpo a la complicidad fija e intensa de mis
ojos.
Aun si suponemos que era a mí a quien mataba, si
aceptamos piadosos ese alegato de insanidad, mis ojos no se perdieron ni el más
ínfimo detalle de esa muerte provocada.
La vida me ha alcanzado para jugar a suponer que tal
vez hubo gozo, pero ese juego puede ser también una secreta, elaborada,
fantasía que me permite por fin la redimiente sensación de ser culpable.
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