Onetti con ventilador. Foto El País
New Brunswick. Diciembre de 1999
La voz del paraíso
El viento en la obra de Juan Carlos Onetti
Es un lugar común decir que todo escritor, a lo largo de
su vida, sólo escribe un único libro que va entregando a sus lectores poco a
poco, a medida que aparecen publicados sus cuentos o novelas, sus ensayos o
poemas. La unidad de esa obra vital casi siempre está dada por factores
profundos, por temas o imágenes recurrentes, por obsesiones sobre las que el
autor vuelve una y otra vez a lo largo de los años.
Pocas veces, sin embargo, se dan casos como el de Juan
Carlos Onetti, en el que una buena parte del
conjunto se erige como un ente autónomo, un asombroso y preciso
mecanismo unido por el espacio (Santa María) y los personajes (Díaz Grey,
Larsen, Jorge Malabia, para citar unos pocos), en el que cada nuevo texto
irradia luz y nuevos significados sobre los textos anteriores.
Por sus complejas relaciones intertextuales, las seis
novelas y trece cuentos que componen lo
que se conoce como el ciclo de Santa María
exigen ser leídos como una unidad, como un único libro que el autor
escribió a lo largo de cuarenta y cuatro años.
Si tenemos en cuenta la opinión de críticos, como Donald Shaw, quien
consideran a La vida Breve como la
primera novela del Boom (porque en ella ya están las innovaciones y temáticas
con que se suele caracterizar la novela latinoamericana de los años sesenta), y
si insistimos en la idea de que el ciclo de Santa María es un sólo libro,
podemos concluir que ese conjunto de obras
de Juan Carlos Onetti no sólo es
la primera obra del Boom, sino la más compleja, la más fragmentada y dispersa
en el tiempo, y la que intenta llegar más al fondo en la exploración de sus
temáticas.
Es posible vaticinar que los estudios futuros de la obra
de Onetti dedicarán su atención al ciclo
de Santa María, a partir de los significados que las obras finales arrojaron
sobre los textos anteriores. El hecho de
que hasta el momento no haya estudios sobre Cuando
ya no importe, la última novela de Onetti, nos prueba que aún no tenemos
una visión completa de ese ciclo cuyos límites se encuentran mucho antes y
mucho después del Boom de la novela
latinoamericana.
Este texto busca explorar la presencia y el desarrollo de
un elemento, el viento, a lo largo de varios textos del ciclo de Santa María
(quizá, para evitar la antiliteraria palabra ciclo, sería recomendable llamar
“Santa María” a todo el conjunto). Veremos como la metáfora del viento se
transforma en símbolo y como adquiere, en muchos momentos, la entidad y la importancia
de un personaje. Trataremos también de
encontrar los significados profundos de
ese símbolo para identificar en él un rasgo característico, y no muy evidente,
en la obra de uno de los más grandes narradores del siglo XX, quizá el más
huraño y ajeno a la fama.
Las formas del aire
Me convencí de que
sólo disponía, para salvarme, de aquella noche que estaba empezando más allá
del balcón, con sus espaciadas ráfagas de viento cálido… Tenía bajo mis manos
el papel necesario para salvarme, un secante y la pluma fuente… estaría salvado
si empezaba a escribir el argumento para Stein, si terminaba dos páginas, o
una, siquiera, si lograba que la mujer entrara al consultorio de Díaz Grey y se
escondiera detrás del biombo; si escribía una sola frase, tal vez. Acababa de empezar la noche y el viento
caliente hacía remolinos sobre los techos (Obras completas, 456).
Así empezó todo, con un aire caliente y tímido afuera.
Brausen, el personaje central de La vida
breve, intenta escapar de su existencia gris y fracasada, intenta salvarse,
a través de la escritura. En un principio cree escribir un guion que le encargó
su amigo Stein. Ha imaginado a un doctor que tiene un consultorio frente a la plaza principal de un pueblo junto a un
río. Para hacer mucho más vivo lo que imagina, ha hecho que el río arroje una
brisa tibia sobre la ciudad. Poco a poco, ese pueblo que ha empezado a imaginar
se convierte en un mundo que crece y lo desplaza, lo vuelve invisible y
omnipresente como un Dios, y llega hasta erigirle una estatua en una de sus
plazas, con una placa que dice a secas: BRAUSEN-FUNDADOR.
A partir de ese momento, el viento (y por relación
metonímica el aire y el aliento) no deja de soplar y de filtrarse por todas las
fisuras que ofrece el libro “Santa María”
o “El gran relato Onetti”(36), como lo llamó Josefina Ludmer.
Queca, la mujer que vive en el apartamento vecino al de
Brausen, aquella para quién él se ha inventado la personalidad ficticia de
Arce, vive acorralada por unos ruidosos seres de aire:
–No, es mejor no
hablar. ¿Por qué no querés tomar hoy? Te digo una cosa: se llaman ellos. A
veces le digo a La Gorda: “adiós, que me tengo que ir a casa con ellos”. Vaya a
saber qué piensa ella. Siempre tengo miedo, porque no puedo hacer nada. En
cuanto estoy sola, aparecen. Si tomo bastante, me puedo dormir enseguida.
–¿Quiénes son
ellos?
–Nadie. Ahí está
la cosa –dijo la Queca, y empezó a reírse, alzó la cabeza para burlarse de mí–.
Son de aire. Ya sabés bastante (OC 516)
En La vida Breve,
las imágenes relativas al aire se refinan paulatinamente, adquieren creciente
importancia en la obra. En una de sus visitas al apartamento de la Queca,
Brausen –bajo la máscara de Arce– comprende:
… el aire del
cuarto como se comprende a un amigo: yo era el amigo pródigo de este aire y
regresaba a él después de una ausencia de toda la vida, me empeñaba en celebrar
el regreso enumerando todas las veces que, en el pasado, estuve olfateándolo y
me negué a respirarlo (OC 577)
En la segunda parte de la novela, encontramos un extenso
párrafo en donde el viento alcanza ya la dimensión de personaje que
caracterizará sus apariciones en textos posteriores.
Ahora el viento se
alzaba… en una temblorosa simulación del
furor… Ahora el viento se estiraba horizontal, hacia todas direcciones, como
las ramas de los pinos que sacudía y cantaban” (593).
Pero quizá lo más notorio es que Brausen, como muchos de
los personajes de Onetti, en especial los más desencantados (Larsen, Malabia)
se revela aún más como un ser siempre atento a la voz sutil del viento:
“Cubierto y excitado por las móviles capas del aire húmedo, traté de coincidir
con el rumor lejano del viento, solitario y lúcido” (594).
La capacidad del olvido del aire (637), el aire de un
rostro o de una habitación (643), alguien que muerde el aire (643), un aire sin
historia (687), el débil viento (712), el aire húmedo en el que Brausen se disuelve como un jabón en el agua (620)
son algunas de las múltiples manifestaciones de este elemento en La vida Breve. Josefina Ludmer, una
lúcida intérprete de esta novela, intuyó en las imágenes del aire, y en la
relación de éste con la voz, una clave para entender el proceso creativo de
Brausen, y por extensión el del mismo Onetti.
La voz, más que la
palabra y antes que ella, contiene el problema del origen: una voz primordial
(exhalación, aliento, pneuma, soplo, alma, psique) funda el mito de origen en
las religiones, donde un aliento instaura a los dioses; la voz implica la
creación: el soplo y la inspiración corresponden al semen fecundante (Ludmer
27-28).
El aire entonces es aliento vital, pero es también
reflejo de la fugacidad de los personajes, metáfora de su inconsistencia, de su falta de arraigo en la
realidad. También es, como lo sugiere el
nombre del protagonista, rugido y lamento: “Brausen, derivado del verbo alemán
braceen, quiere decir ‘el bramido del mar’, ‘el rugido del viento’” (Bayce 35)
En textos posteriores a La vida Breve, el aire y el viento siguen siendo una presencia
constante. En El infierno tan temido
(1957) asumen, entre otras cosas, la forma de un olor: “el amante que ha logrado respirar en
la obstinación sin consuelo de la cama el olor sombrío de la muerte, está
condenado a perseguir –para él y para ella–, la destrucción, la paz definitiva
de la nada” (CC 222); la forma de una
atmósfera: “Afuera la noche estaba pesada y las ventanas abiertas de la ciudad
mezclaban al misterio lechoso del cielo los misterios de las vidas de los
hombres, sus afanes y sus costumbres” (CC 225), y también la forma de un
refugio: “Sintió después el movimiento de un aire nuevo, acaso respirado en la
niñez, que iba llenando la habitación y se extendía con pereza inexperta por
las calles y los desprevenidos edificios, para esperarlo y darle protección
mañana y en los días siguientes” (225).
Este aire que se extiende con “pereza inexperta”
prefigura en buena parte al viento –personaje que llena las páginas de El Astillero. Si un investigador
acucioso se tomara el trabajo de señalar la participación del viento en esta
novela, encontraría que, después de Larsen, el viento es el personaje de mayor
presencia.
En el capítulo “EL ASTILLERO III- LA CASILLA III”, el
viento es el elemento más activo en medio de la tensa y desganada charla entre
Larsen y Kunz. En un momento: “el viento susurraba en los papeles caídos en el
piso, se revolvía en cortas vueltas contra los altos techos” (1092). Poco
después, “por los agujeros de la ventana el viento traía ahora gotas heladas
que salpicaban con breve alegría las hojas de papel de seda, desordenadas en la
mesa, de un informe de metalización (1093-94). Más tarde “el viento inflaba los
papeles amarillos que habían protegido al piso de las goteras del techo” (1095). Y al final de la entrevista, Larsen
se marchó del astillero, bajo el cielo de invierno, “tratando de recoger hasta
la más distante voz del viento en el río y en los árboles” (1095).
Es justamente en El
Astillero donde empezamos a ver de manera más marcada la función del viento
en la poética de Onetti. El viento con su movimiento contribuye a crear una
ilusión de temporalidad en un mundo en el que no ocurre nada. Es justamente
durante la ausencia del viento, cuando Larsen descubre que nada cambia de
verdad en ese mundo opresivo en que se encuentra.
Esta luz de
invierno en un día sin viento… inspeccionó los cuerpos soñolientos y
estremecidos que lo acompañaban en el banco en forma de herradura de la lancha,
parpadeó y puso el ardor de sus ojos al día que acababa de empezar, ciego,
incontenible, el mismo día que había resbalado su luz sobre el estupor de lomos
gigantes y escamosos, y volvería a deslizarla, con la misma imprevista
precisión, encima de rebaños de otras bestias nacidas de una nueva ausencia del
hombre (1131).
En El Astillero,
el viento frío de invierno contribuye a intensificar la sensación de desamparo.
Como el mismo Onetti lo ha dicho, esta novela “es como un día de lluvia en que
me traen un abrigo empapado para ponérmelo” (Harrs, 243). El hecho de que toda
la historia de El Astillero se cumpla
en invierno, acentúa el tono melancólico y hace mucho más intensa la
desesperanza.
Sabine Giersberg y Beatriz Bayce han señalado la relación
de la obra de Onetti, en especial de El
Astillero, con uno de los libros más sombríos de la Biblia, el Eclesiastés. “Everything is meaningless”
(1.2) y “There is nothing new under the
sun” (1.9), dice ese libro cuya influencia en Onetti ha reconocido el mismo
autor.
The central role in (the process of interrogation of the
Ecclesiastes) is occupied by the Hebrew word hebel, wich appear some
thirty-eight times in the text and thus become a leitmotif. This word is
difficult to translate on account of its polysemic character, but is probably
of onomatopoeic origin; its sound suggest some sort of air current, giving rise
to meaning such as “breath”, “transitoriness”, “nothingness”, “lack of
substance”, “vanity”, and so on. (Giersberg 165)
La metáfora que en
La vida breve significaba fugacidad,
inmaterialidad, adquiere en El Astillero
una connotación más enfática, habla ahora de la inutilidad de toda empresa
humana. Quizá por este motivo, la presencia del viento en El Astillero tiene un matiz más intenso y rabioso, más
desesperadamente insistente.
Le vent est …une colére abstraite, une volonté primitivement
sans support a laquelle l’imagination finit par donner une forme: visage aux
joues gonflées, plus souvent furie, chasse infernale, monstre grimaant et
incertain qui miaule, qui hurle, qui gemit ( Mansuy 259)
El capítulo final de esta novela, ese clímax del fracaso
y la desesperanza está construido casi completamente sobre imágenes
relacionadas con el aire y con el viento. En su última visita a su habitación
en lo de Belgrano –a su regreso de Santa María– Larsen “levantó la cabeza para
secarse y sintió el aire mordiendo y enrarecido… Fue entonces que aceptó sin
reparos la convicción de estar muerto” (OC
1192). El recorrido final hasta la casa de Petrus, el encuentro mudo con
Josefina y el recorrido final hasta el muelle y la muerte, está lleno de estas
imágenes relacionadas con el aire.
Entonces Larsen
sintió que todo el frío del que había estado impregnándose durante la jornada y
a lo largo de aquel absorto y definitivo invierno vivido en el astillero
acababa acaba de llegarle al esqueleto y
segregaba desde allí, para todo paraje que él habitara, un eterno clima de
hielo (OC 1198).
Se movía
rápidamente, tocando algunas cosas, alzando otras para mirarlas mejor, con una
sensación de consuelo que compensaba la tristeza, olisqueando el aire de la
tierra natal antes de morir (1198)
Ya no era, en
aquella hora, en aquella circunstancia, Larsen ni nadie. Estar con la mujer
había sido una visita al pasado, una entrevista lograda en una sesión de
espiritismo, una sonrisa, un consuelo, una niebla que cualquier otro hubiera
podido conocer en su lugar (1199).
Olió las brasas de
la leña de eucalipto, pisoteó huellas de tareas, se fue agachando hasta
sentarse en un cajón y encendió un cigarrillo (1199).
Alcanzó unos
minutos después el muelle de tablas y se puso a respirar con lágrimas el olor
de la vegetación invisible, de maderas y charcos podridos (1200).
Sorda al estrépito
de la embarcación, su colgante oreja pudo discernir aún el susurro del musgo
creciendo en los montones de ladrillos y
en el orín devorando el hierro (1201).
Mientras la lancha
temblaba sacudida por el motor, abrigado con las bolsas secas que le tiraron,
pudo imaginar en detalle la destrucción del edificio de astillero, escuchar el
siseo de la ruina y el abatimiento (1201).
Pero lo más
difícil de sufrir debe haber sido el inconfundible aire caprichoso de
setiembre, el primer adelgazado olor de la primavera que se deslizaba
incontenible por las fisuras del invierno decrépito. Lo respiraba lamiéndose la
sangre del labio partido a medida que la lancha empinada remontaba el río (1201)
No es gratuito que esta pobre criatura del frío y la
soledad haya sucumbido a una tibieza para la que no había nacido. No es
gratuito que fuera una pulmonía lo que terminó de derrotarlo. El aire, una vez
más, insiste en recordarles a los hombres su vulnerabilidad, su fugacidad.
I have seen all the works that are done under the sun; and
indeed, all is vanity and a striving after wind” (Ecclesiastes 1.14 )
La
voz del paraíso
A metaphor is in the sense of the word, an event of
discourse. Symbols, in contrast…plunge their roots into the durable
constellation of life, feeling, and the universe, and because they have such
and incredible stability, lead us to think that a symbol never dies, it is only
transformed. The sacredness of nature reveals itself in saying itself
symbolically (Ricoeur 65).
“Santa María” o “El Gran relato Onetti” nos permite
apreciar el paulatino enriquecimiento del conjunto de la obra. Así como los
personajes que se repiten van mostrando facetas nuevas, así mismo las imágenes
van ganando en profundidad, en luminosidad. Con el caso de la imagen del
viento, hemos visto su tímido nacimiento y su primera madurez en La vida breve. En esa novela, el viento
pasó de ser un elemento descriptivo, a ser un actante dentro del relato. En
textos posteriores, hemos visto el refinamiento de las imágenes relacionadas
con el aire, hasta ese nivel superior de significación y protagonismo alcanzado en El Astillero. Pero aún faltan los significados más profundos y
trascendentales que la imagen alcanza en una novela posterior, titulada,
justamente, Dejemos hablar al viento.
Publicada en
1974, Dejemos hablar al viento quiso
ser la novela con que Onetti clausuraba el ciclo de Santa María. La escena
final de la novela es el incendio de la ciudad por parte del Colorado, un
personaje aparecido en el cuento “La casa en la arena”, de 1949. El título de
la obra está basado en unas líneas de un canto de Ezra Pound: “Do not move/ Let the wind speak/ That is
paradise” (11). A primera vista, la
intención de Onetti es clara: la insistencia en imágenes del aire alcanza aquí
su culminación, ratifica la vanidad de las empresas humanas, incluso de la
empresa de narrarlas.
Pero no hay ruina y claudicación en este extraño pasaje
de la novela “Santa María”. Ahora, cuando el viento adquiere categoría de
símbolo, cuando irradia sobre los textos anteriores un sentido nuevo, se
descubre en él una faceta que había permanecido oculta. Más que canto de
fracaso o de ruina, ese viento al que se le cede la palabra, habla de renacer,
de acceso a una forma del misticismo y de lo sagrado. Como señala Michel
Mansuy, comentando la obra de Gastón Bachelard, uno de los filósofos que más se
han ocupado de la presencia de los elementos en la poesía: Le mysticisme est eminemment aérien. (Mansuy 253)
Dlejal Kadir comenta el sentido oculto que deja asomar la obra de Onetti a partir de
Dejemos hablar al viento:
Dejemos hablar al
viento es una obra inaugural, un texto de apertura y anunciación. Porque,
conscientemente o no, Onetti ha dado con el principio clave de Santo Tomás de
Aquino, principio que nos abre las puertas a la lectura y posibilita, así para
Ezra Pound, como para Onetti, un proceso de escritura como lectura o la
inscripción como reinscripción. (Kadir 376)
En Dejemos hablar
al viento, Onetti desnuda entonces una faceta mística que había mantenido
oculta bajo el insistente desencanto. Místico es ese pintor japonés al que
alude constantemente la novela, un hombre que se pasó toda su vida pintando
olas (agua y viento), repitiendo una y otra vez el mismo intento a lo largo de
ochenta años, tratando empecinadamente de pintar una ola perfecta. No es
difícil encontrar una relación directa entre ese pintor y el Onetti que se pasó
varios decenios escribiendo sobre lo mismo, sobre el triste derrotero del
hombre sobre la tierra. En esta novela, ese viento que siempre estuvo tratando
de decir algo que no sabía decir, por fin revela sus facetas más
trascendentales:
La parole, enfin,
est aérienne. L’air, autant que l’eau, parle: le vent murmure, la brisa
soupire, l’echo répond. La voix humaine est souffle, elle a des ailes: verba
volant. Tant qu’elle n’est pas enfermée dans le bronze ou dans le livre, elle
demeuse souffle, esprit (le grec logos signifie en meme temps discours et
raison). De la sorte, elle participe directement á la vie et a l’efficacité de
la pensée. C’est une parole. Fiat Lux, qui est á l’origine du monde. Le Messie est le Verbe de Dios, il en a la
toute-puissance. ( Mansuy 246-47)
Resulta difícil entender y reflexionar sobre las
dimensiones teológicas de la obra de Juan Carlos Onetti. Pero su búsqueda
estética está vinculada con la búsqueda del místico, y todas esas criaturas
hundidas en la desesperación y la desesperanza reflejan en cierta forma esa
idea de caída y redención, de Reino al que se llega por los arduos caminos de
la vida, que es el motivo central de la religión judeo-cristiana.
La nueva perspectiva invita a releer la obra anterior de
Onetti y a repensar las innumerables alusiones a Dios que ocupan sus páginas.
Las mismas negativas de Onetti a que se le vea como un ser religioso (a que se
vea en Larsen una imagen de Cristo o en las Vírgenes que inundan sus textos,
una canto a la pureza) pueden ser mecanismos de defensa para que su obra no sea
leída con los prejuicios que lo religioso inspira. La religión en Onetti no se
inscribe en una institución eclesiástica, llega a Dios por caminos menos
verbales, más secretos.
A la manera de Borges (“¿Qué Dios detrás de Dios la trama
empieza?”), Onetti también habló de otro Dios –otro Brausen detrás de Brausen,
imaginándolo. Al pensar ese Dios –ese mismo Juan Carlos Onetti intuido por sus
personajes– también sugirió un Dios detrás de él, imaginándolo.
La obra de Onetti
no es tan clara y monosémica, ni está tan suficientemente estudiada como
parece. Quizá el tiempo nos diga que detrás de la furia y el desencanto
habitaba una forma moderna de la santidad. Todas las formas de la pureza que,
por oposición, exalta su obra, esas mujeres-niñas, esos santos glorificados en
la inmundicia y la desesperación, ese aire que no cesa de obrar y de hablar,
nos sugieren en la obra de Onetti una dimensión sagrada que quizá aún no nos es
posible apreciar con propiedad.
Necesitaríamos más tiempo y argumentos para sustentar
esta hipótesis, esa relación –que a nivel simbólico es tan clara– entre el aire
y la noción de divinidad. Pero, por lo pronto, puede resultar significativo un
ínfimo detalle del trabajo creativo de Juan Carlos Onetti, que nos ha sido dado
a conocer por Dolly Muhr, la mujer que acompañó a Onetti durante más de
cuarenta años.
Todos los cuadernos en los que Onetti escribió sus
novelas tienen en la primera página un grupito de letras que parece un
jeroglífico:
D S M
L E G
S C B
E E T M
B F V J
Al final de sus largas noches de escritura cuidadosa,
morosa, lenta, dibujando una a una cada letra para tener tiempo de ir pensando
lo siguiente, Onetti solía tener la misma sensación de salvación que encontró
Brausen en la escritura. Entonces, fatigado y feliz, con una dicha parecida al
éxtasis místico, Onetti pasaba su lápiz por encima de esas letras misteriosas y
rezaba –él, ese hombre duro y sombrío y al parecer tan lejano a un sentimiento
religioso– rezaba una oración agradecida a la Virgen María, esa mujer evidente
y oculta a cuya sombra gestó casi todos sus libros y que dio nombre a su
universo imaginario.
Bibliografía
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_______________. Obras completas. México: Aguilar. 1970.
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