Texto publicado en el suplemento Dominical, de El Universal de Cartagena,
en alguna fecha olvidada de 1993.
Jardineros de una planta misteriosa
Si el cabello doliera, muy pocos serían los que se lo
cortaran. Pero no, no duele (salvo cuando intentan arrancárnoslo), comparte con
las uñas la extraña condición de brotar desde nosotros para usos que el tiempo
parece que ha olvidado. Forma parte de la larga cadena de servidumbres que el
hombre debe a su cuerpo. Su importancia comienza más allá de lo inminente: del
aire, el alimento y las funciones cotidianas. Pero cada cierto tiempo nos pide
algunas dosis de atención.
Además del matinal peinado y los dos o tres ajustes que
el trajín del día nos obliga a realizar, cada cierto tiempo hay que cortarlo,
hay que podar su crecimiento de helecho empecinado, hay que reducir a términos
manejables su surgir incesante, su aparición como de arena que marca el paso
del tiempo, sedosa al comienzo, curtida y trajinada luego, y finalmente blanca,
anunciando con su brillo de tarde nublada la llegada del día en que nos
peinaremos por última vez.
Los cabellos de La Favorita
Podría decirse que tienen una forma diferente de caer. No
hay en ellos esa precipitud del cabello juvenil. Son casi todos blancos o
amarillos, resistiéndose a perder por completo su color.
Caen con lentitud, dubitativos, obligados a marcharse por
unas tijeras que cantan, que suenan juguetonas mientras cortan alternativamente
los cabellos del cliente y los del viento. Poco a poco se amontonan en el
suelo, forman uno de los tantos tapetes otoñales que ha lucido ese piso a lo
largo de sus días.
Allá van, fragmentos de pasado, ínfimos cabellos que
asoman por orejas y narices, cortados con pericia de prestidigitador. Allá van,
cascadas plateadas, los largos mechones de ancianos taciturnos que siguen
asistiendo a la misma ceremonia de su infancia, cuando llegaron de la mano de sus
padres a un lugar de olores agradables, de espejos y de capas, de peines y
tijeras, en donde el caos del mundo se solucionaba y de donde salían sintiendo
sus cabezas elegantes, olorosas y livianas.
Allá van, contrastes coloridos, los frescos cabellos de
los niños que ahora están llegando con sus padres.
Allá van, las caricias, los sudores y las lluvias, los
olores y las voces, el silencio, la
soledad, el polvo arrastrado por el viento; caen lentamente y se reúnen,
formando un tapete de olvidos, de tiempos que no vuelven, en torno a la silla
giratoria de una barbería llamada La Favorita, “37 años de servicio en este
lugar”.
En este lugar
Tal vez lo que más llama la atención de La Favorita es la
insistencia con el tiempo transcurrido. Por dentro y por fuera, sobre las
paredes o en pequeños retablos, se repite la frase: “37 años de servicio en
este lugar”.
Podría pensarse que se trata de una queja, o de una línea
más de una vida que parece una condena, pero cuando se habla con su fundador y
propietario, Ricardo Camacho Olivo, queda claro que esa frase ha sido escrita
con orgullo.
El orgullo modesto y sereno de haber sobrevivido el paso
del tiempo, de haber dejado atrás los años en que desde La Favorita se veía el
tránsito farragoso de los burros trayendo yucas, frutas de Turbaco y casabe, la
terca odisea de los buses que viajaban a Barranquilla y llevaban cadenas en las
llantas para no quedarse hundidos en el barro, los tiempos gloriosos de la casa
Galicia, cuando a ella llegaban los españoles que huían del generalísimo Franco
y de la muerte.
En esa frase obstinada está un orgullo que se remonta a
tiempos anteriores a La Favorita, a episodios que ya casi nadie puede recordar,
a tardes disueltas de un pueblito llamado Villanueva, donde la única
oportunidad de salir adelante era emigrar y donde Ricardo Camacho Olivo, casi
por la misma época, conoció a su esposa y aprendió su oficio de Micoballo, el
mejor torero del pueblo, del que la gente decía que tenía secreto, porque hasta
era capaz de besarles a los toros los cuernos.
Está el orgullo de la ardua lucha para tener un negocio
propio. La llegada de la bomba de gasolina que quedaba frente a la iglesia de
madera de María Auxiliadora. La silla de cuatro patas con que se instaló en la
bomba. Su paso por el Terminal Marítimo. Su trabajo en el centro, en la
barbería del señor Arroyo, que quedaba entre los teatros Colón y Cartagena y
donde marinos y cachacos le hacían cola para que los motilara y le pagaban con
dólares y le daban cigarrillos Lucky y Camel, que eran los que más se fumaban.
En ese 37, que deja ver que antes en ese sitio estaba
escrito un 36, está el orgullo de haber traído al mundo una idea surgida
mientras motilaba en la silla prestada del señor Arroyo, cuando entre charla y
charla, entre opiniones sobre béisbol y política, entre conversaciones sobre
cine con Meporto, que en una noche se veía tres películas, entre las idas al
Club Cartagena para afeitar al famoso Vicentico Martínez y a Fulgencio Lequerica
(porque él, “Camachito”, como le decían, era el único que se aguantaba esa
vaina de afeitarlos mientras echaban cuentos, se paraban, escupían, y el los
seguía con su paño al hombro), entre todo eso, surgió la feliz idea de
independizarse, de volver por los lados de la iglesia de María Auxiliadora y
fundar La Favorita, en un tendal de zinc que abrigaba del viento y la lluvia a
Ricardo Camacho Olivo y a la primera silla giratoria de su propiedad.
La Favorita
Ahora, frente a la Favorita, frente a la zanja que pasa
por su entrada y que en épocas de lluvia recuerda a Venecia, pasa el rugido
incesante de una enorme ciudad que va y viene en vehículos repletos. Lo que
antes eran las afueras apacibles ha sido inundado por una violenta marea de
barrios.
Allí, entre el puente de Bazurto y una iglesia de María
Auxiliadora construida “en material”, sigue persistente y orgullosa, la
barbería La Favorita, ahora pintada de amarillo, con las franjas distintivas
azules y rojas, y con tejas de Eternit, ofreciendo sus servicios sin moverse de
lugar.
A pesar de los gritos de la moda, a pesar de que las viejas
barberías parece que correrán la suerte del dinosaurio, sigue ahí, acogiendo
parroquianos que no admiten que les corten los cabellos en un sitio impersonal.
Sigue, con sus sillas de espera compradas por club en la
Casa Mato en el año 42, recibiendo a sus ancianos peludos y con ganas de
conversar, con una silla giratoria más alta y resistente que la primera que
hubo, con sus espejos enfrentados que proponen laberintos, con la foto del
estadio Once de Noviembre recién inaugurado, cuando Torices fue campeón con el
equipo que dirigió el zurdo Castro, con un letrero que dice: “No fío porque me
causa molestia”, con la foto del conjunto musical del hermano del propietario,
cuando se presentó en Sincelejo hace 45 años, con dibujos tomados de viejos
almanaques, con los restos de una pequeña y rústica silla giratoria y con letreros
que insisten en que La Favorita ya lleva 37 años sirviendo en ese lugar.
Concierto para tijeras
“En mi familia hubo muchos músicos. Mi abuelo, Miguel
Olivo, fue un músico muy famoso de trompeta y clarinete. Vivió ciento y pico de
años. Firme, No perdió ni un solo diente. Yo lo motilaba a él y me daba uno o
dos centavos. Viajaba mucho con músicos a Panamá. Recuerdo que una vez trajo
una ortofónica como la que salía con un perro en los discos de la Victor”.
“Mi hermano, Crescencio, compuso varios porros con Rufo Garrido.
Recuerdo que cuando hacían presentaciones en Tesca llegó a cantar con ellos la
mujer de Lucho Bermúdez, la que –después de que él se la llevó para Bogotá– se
casó con un hijo de Alberto Lleras”.
“Yo no. Lo único que me ha gustado es mi oficio”, dice
mientras sus tijeras entonan una melodía juguetona, haciendo varios cortes de
aire entre cada corte de cabello.
“Aunque he hecho otras cosas. He negociado, he matado
ganado y he vendido carne y queso. Además, mi esposa también me ayudó a
levantar los cinco hijos. Ella era modista y hacía dulces y pudines. Murió hace
dos años y medio. Estuvimos 46 años casados”.
Su voz es pausada, con la misma placidez con que sus
manos manipulan las cabezas de los clientes. “Siempre hay que tener buen humor
para atender al cliente. Mi padre, que estudió con sacerdotes, me decía: ‘Nunca
hagas mal, perdona al que te haga mal’. Por eso he tratado siempre de estar
lejos de los problemas. Cuando alguien viene borracho a que lo motile, le digo
que la cantina queda al lado. Fácilmente hace un movimiento brusco y lo puedo
cortar. Cuando alguien pide que le fíe, le digo: ‘Lo que tengas, dámelo’; al
que le fío no vuelve”.
En La Favorita tiene vigencia el lema de que el cliente
siempre tiene la razón. Don Ricardo les habla a sus clientes, les pregunta, les
pone temas; pero a la hora de discrepar guarda un silencio sellado con una
sonrisa amable.
Dice que su principal diversión eran las fiestas de los
pueblos. “En los pueblos, la vaina es más sabrosa”. Se iba dos o tres días a
beber y a tomar sancocho con los amigos. Cuando las fiestas eran cerca, su
esposa le mandaba ropa con alguno de los hijos, para que se cambiara.
Una vez volvió un cliente que había estado en otros
países, que “estuvo hasta en México”, y se sorprendió al ver que seguía con la
barbería en el mismo lugar. “Estás como un pájaro en una jaula”, le dijo.
Cuando el cliente le preguntó qué había sido de su vida, le respondió con
tristeza resignada que las salidas a los pueblos se habían acabado, que ya las
fiestas no eran como antes, con decimeros capaces de improvisar toda la noche,
que desde la muerte de su esposa se había dedicado por completo a su labor.
“Me ha encantado mi oficio. Cuando alguien me pide que lo
motile o lo afeite, nunca le digo que no. A veces los atiendo en la puerta de
mi casa, o en el patio, porque yo siempre ando con mi instrumental. Aquí llegan
taxistas, celadores, viejos y nuevos. Viene gente del Centro, de Crespo. Tengo
clientes de todos los barrios”.
“No me quejo. Para eso están las puertas abiertas; para
trabajar. Yo los espero. Cuando no hay luz, trabajo con mi máquina de mano, de
las antiguas. Tengo un equipo antiguo.
“También tengo mis clientes a domicilio, que están
imposibilitados para venir. Yo voy. Cuando estaban útiles venían. Ahora, yo
voy.
“Hace poco pasó algo que me llegó mucho. Murió el viejo Cabarcas.
Se había jodido la columna y yo iba todos los sábados a afeitarlo. El sábado
pasado fui a buscarlo y me dijeron que había muerto el día del aguacero. Esa
vaina me llegó. Porque yo iba, le echaba su cuentecito y la vaina. Eso a un
enfermo le sirve. No es que se va a curar, pero le agrada que le hablen”.
Entonces, bajo letreros orgullosos que hablan de pedazos
gigantes de tiempo, cuando la marea de clientes ha bajado y lo temas se vuelven
más personales, Ricardo Camacho Olivo se encuentra con el tema de la muerte.
Dice, como quejándose, que cada vez son más los que se
han ido. Recuerda a Dionisio Pájaro, que se encorbataba los domingos y se
sentaba en la puerta de su casa a beber ron. “En semana venía aquí, pasaba el
día, y de aquí salía a almorzar a su casa”.
Se pierde en el tiempo y rescata a otro amigo. “Pisingo.
Se motilaba conmigo. Se quemó en el mercado el día del incendio. Hacía una
bebida muy sabrosa con huevo, nuez moscada y leche y un poquito de vino”.
Y al enfrentarse a
la idea de su muerte, Ricardo Camacho Olivo dice con voz de niño asustado que
no se quiere morir.
Sus tijeras ahora sueltan una tonada nostálgica. Esgrime
como argumento que su oficio le ha encantado y luego aprieta los labios y sus
ojos parpadean detrás de las grandes gafas que le brotan de las canas y parece
imaginar que se morirá de tedio el día que no tenga que volver a motilar, el
día en que sus tijeras no vuelvan a interpretar esa vieja melodía que hace
treinta y siete años se escucha en ese lugar: tres mechones de viento y uno de
cabello.
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