Duermo, vivo un sueño extraño, no el sueño sagrado de
cada noche, rutinario, de olvido, vivo el sueño palpitante y rabioso de los
momentos de vida. Días y días durmiendo poco, cerrando los ojos y al momento
abriéndolos, cosas por hacer, actos buscados y deseados, sorber desesperado de
unas condiciones muy peculiares de vida, unos pocos días, intensidad nunca
antes vivida, quizá nunca después. Duermo. En algún momento la fatiga se
desborda, la avalancha de sucesos sin digerir abruma. Entonces ceder, alejarse
de la vida, de lo que se querría no dejar, alejarse, ceder, pleno día, gente
reunida, escalas vacías, pisos desiertos, ruidos lejanos de gente que opina o
aplaude, el cuarto, la puerta, abrirla, cerrarla, la cama, dormir.
Un rostro, una sonrisa que tengo grabados detrás de los
párpados. Como si mis ojos fueran una cámara y en mi memoria hubiera quedado
impresa la imagen, el retrato de largo tiempo de exposición y diafragma abierto:
el rostro, los gestos, los ojos que al reflejar luces son noches abiertas
repletas de estrellas.
Ahora no sé. La idea era atrapar con palabras el
torbellino, ese vértigo vivido hace unos minutos, la lucha para poder despertar,
una lucha que al igual tenía ingredientes de arrojo y de pavor.
Ahora son rostros. No veo el de ella. Me hablan. Casi
nadie usa un tono verdaderamente amable. Son duros o fingen sonreír. Reprochan,
juzgan: ¡Qué grados de perversidad puedes alcanzar!
Entonces hay que escabullirse de ese sueño, porque es un
sueño, se sabe y se tiene claro que se trata de un sueño, hasta se recuerda el
cuarto, la cama y el color de las sábanas del sitio desde el que partió. Pero
¿cómo se hace?
Las voces siguen hablando, busco una salida y no la
encuentro, estoy atrapado en un sueño, debo escapar, si me es imposible salir
hacia el mundo tendré que inventarlo: una sábana tal y como la de la vigilia,
un cuarto idéntico, mi cuerpo dormido, hacerlo despertar y descubrir que la
fuerza de esa imaginación es incapaz de hacer que mueva el más pequeño músculo.
He despertado a un sueño que he inventado, pero me ha sido imposible poder
vivir en él.
Ahora hay un grupo alegre, cantan o ríen y aplauden. Algo
hace que se dispersen, debe marcharse, yo los veo, veo su alegría, veo que se
alejan, soy el primero en ver a la mujer que muere, mi mirada obliga a algunos
a observar sus labios apretados, su rostro amoratado. Soy incapaz de decir
nada, de hacer nada. Señalo impotente con el índice encorvado y quiero que ese
gesto baste para que comprendan que hay que hacer presión en el corazón. Alguien lo intenta torpemente, sé que el
masaje que aplica no será suficiente, que la mujer morirá. Pero me alejo, también
yo en ese instante me siento morir.
Entonces de nuevo intento despertar. Siento que la sangre
hará estallar mis venas. Debo despertar, debo salir, debo hacerlo; pero, ¿para
qué?
Recuerdo el rostro y la sonrisa y los ojos que brillan
como estrellas y la voz y la sutil profundidad de ese ser que habita en ese
rostro y mucho más allá de él, pero también recuerdo el monumento a mis errores
y las fuerzas para despertar se extinguen y me resigno a quedar atrapado en ese
sueño, en esa galería de sueños, raros, diferentes, de dormir anómalo. A todo
me resigno pues todo me merezco.
Y entonces de nuevo ella, ella obsesión, ella salvación,
ella también incertidumbre, ella temor a charla pesada del destino: morir de
sed a cinco metros de un oasis.
Es diferente a como es allá afuera. El acercamiento es
más tranquilo; la conversación, más reposada; el temor a que no suceda ha
desaparecido. Allí, en ese instante, ya ha sucedido, ya estamos del mismo lado,
pero soy consciente de que es un sueño, de que esas manos que ya no se detienen
el recorrer mi cuerpo pueden desaparecer con el más leve soplo, que no debo
permitirme ser emotivo con espejismos cuando afuera hay pasos para dar,
acercamientos para promover... pero afuera... y para estar afuera hay que despertar
y para despertar las ganas de vivir deben ser mayores que las de morir.
Pero lo intento, sigo intentándolo, me obstino en
intentarlo. Vuelvo a imaginar el remoto cuarto en el que todo comenzó, en el
que mi cuerpo verdadero duerme, imagino la cama, me imagino a mí mismo, me
ordeno despertar, pero sólo mis ojos obedecen. Inmóvil a pesar del esfuerzo,
montaña temerosa que mueve sus desesperados ojos, sus tristes ojos, sus
desencantados ojos, sus ojos marcados por un rostro, dos noches estrelladas y
una sonrisa. Miro el cuarto, sé que no es, pero quiero creer que sí, que si me
levanto la vida seguirá como si nada al otro lado de la puerta. Pero sólo mis
ojos... esos pobres ojos que son incapaces de estarse callados.
No. Aún no despertaré. Me resignaré a que imágenes pasen
como quieran y hagan lo que sea con mi ya fatigado corazón. No luchar más,
dejarse llevar por la corriente imponente de un río o por una leve brisa en un
cuarto cerrado, el cuarto en el que, si mal no estoy, comenzó todo esto, el
cuarto en el que más allá de la puerta está la continuación del sueño
recurrente, ese que sigue día a día, ese que se reanuda cuando abrimos los ojos y el cuerpo obedece, sin oponer resistencia, a los actos que
le pide un soñador inventor.
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