Un fragmento de Morir en Sri Lanka
“Explora la
influencia de San Ignacio de Loyola en el marqués de Sade”, dice Mary Gossy, mi
madre superiora. “Lo revolucionario en Sade es el lenguaje, pero el lector no
puede ver el lenguaje a causa del tema. El texto sádico no quiere no decir.
Leer a Sade es una experiencia de sadismo. El masoquismo hace posible el placer
para quienes tienen problemas de culpa. La vida nos ofrece muchas posibilidades
de ser castigados. El sádico quiere crear un sistema cerrado y perfecto”.
“There is crime in
nothing”, sostiene el marqués.
“La
televisión es un tableau sádico”, agrega Mary Gossy, enorme y sonriente, los
ojos dementes y claros. “Es un mundo cerrado: gente con dinero, que vive bien,
que tiene placeres perversos. ¿De dónde viene el dinero? Sex and the City
y El casamiento engañoso. Nada ha cambiado desde 1615”.
“Las mujeres
tienen un falo. Más pequeño, that’s it”. Mary
Gossy dixit.
“You have to laugh because
we are generating a lot of erotic tension”.
Entonces,
Piglia.
Mirando
desde lejos puedo ver el privilegio que tenía. Las semanas transcurrían entre
Raritan City y Princeton. Entre Mary Gossy y Ricardo Piglia.
“Los grandes
héroes de la cultura moderna son lectores”, comienza Piglia.
Siendo
Piglia un afamado escritor argentino que ahora enseña en Princeton. Aquí enseñó
Einstein. Aquí enseñó Eliot. Aquí enseñan Toni Morrison y Joyce Carol Oates. Un
convenio venturoso me permite ser alumno de esta clase.
Pocos meses
más tarde, Escritor también enseñaría en ese lugar.
“Para mí, el
detective es el último intelectual”, agrega Piglia. Tiene gesto desconfiado,
aire de conspirador.
“En Borges,
el que dice la verdad es el que mata. Un miedo a la experiencia insuficiente
puede llevar a la avidez de información. En la lectura paranoica hay una
sensación de ser manipulado o inducido. La sensación de que hay un nudo, un
secreto, que alguien tiene y que no se conoce. Mientras más se lee, se busca
más información, crece la sensación y viene el exceso de interpretación. Me
parece divertido que el género empiece en una biblioteca y termine con el
matrimonio de Marlowe, cuando ella le regala un libro de Eliot. El intelectual,
para ser crítico, tiene que estar fuera de la sociedad que critica. ¿Cómo criticarla,
si forma parte de ella? El detective no está ligado. Los detectives suelen ser
célibes o desligados. Tienen una relación distante con el dinero, con la
estructura familiar, con estructuras de sentimiento. Tienen un elemento
excesivo: Holmes, cocaína; Marlowe, alcohol; Dupin, mundo de la noche, relación
extraña. Una noción de diferencia o distancia, sin ser delincuentes o sujetos
ajenos a la ley”.
Sombra
oscuridad acumulada que se derrama y dice, que se hace delgadez y trazo y línea
y dice: falta poco, también, para el final de esta página y gimo… para el final
de esta página y flor… para el final de esta noche y suspiro y lágrima y
flaqueza. Falta poco, y vuelvo a decir y digo, para el final de esta vida y luz
oscura y verde, para el final de este dolor y sonrisa: para el final de este
final que ya termina.
“El silencio
o la demora puede ser la respuesta”, dice Mary Gossy. “Escuchar se convierte en
la respuesta. Es como el genio del sistema. Divine vacuum. La ausencia
de respuesta es el significado más fuerte. Lo inefable: la falta de una marca,
de una palabra, de una respuesta, equivale al momento más lleno de Dios.
“Los
ejercicios espirituales buscan producir más deseo de Dios, nutrir el deseo. Una
pregunta famosa del Siglo de Oro: ¿Por qué en el género más importante, la
comedia, no aparece la madre? Santa Teresa tiene problemas con la madre; la
madre leía novelas de caballería y eso era un vicio. La cosa más valiosa: el
momento sin la palabra. Los intersticios del lenguaje”.
Un libro
lleno de intersticios, visibles, sonoros.
“Es muy
difícil no hacer nada, ocupar un espacio de indiferencia”, prosigue Mary Gossy.
“Deseo vivir en el presente: deseo absoluto. Deseo relativo: tengo hambre. El
sufrimiento es el deseo de escapar de la tensión conflictiva del momento; no es
la tensión. Deseo de escapar, deseo de morir, drugs… oblivion, olvido. Ulysses:
los lotófagos comen lotos para olvidar. San Ignacio está tratando de mediar
este conflicto. El método: establecer un lenguaje cerrado, entrar en un estado
de indiferencia. Creo posible decir que la mística de San Ignacio es una
mística de la indiferencia; en lugar de una mística de lo inefable. Lo no dicho
no equivale a lo inefable; da un espacio limitado donde inventamos nuestra
propia narrativa. Culpa: este sistema se conecta con nuestros padres. Prohibir
se conecta con el sobrevivir. La idea es que el no es un sí. Éxtasis: to stand
outside, fuera de los espacios cerrados”.
Creo haber
comprendido lo que es el inconsciente. Quiero decir que es “lo que no es”,
porque aquello a lo que se le confiere, asigna, la condición de ser ha dejado
de ser lo que no es, ha abandonado el espacio de lo inconsciente y se ha hecho
consciente. El concepto de inconsciente lo tenemos en el consciente, de ahí su
precariedad.
La metáfora
de la sopa caliente cuya superficie se endurece, se hace nata. Rompes la nata,
abres un hueco donde es posible ver lo tibio y más líquido de abajo. Pero ese
mismo movimiento supone la natificación de lo expuesto. Ya es superficie, cada
vez más espesa, endurecida, menos sopa caliente.
Tres años y
cuatro meses. Una muela me tiene doliendo hasta el alma. Además, está el
cansancio y la ruina moral.
Abril 7.
Cambia el horario. Nos adelantamos una hora. Curioso que ese distanciarse
frente a la hora del país de los colombios sea también un distanciarse real con
alguien a quien quizá sea mejor poner en lugar seguro por los tiempos que
vienen.
Hablo de
Luz. No hay casi vestigios de nuestro primer encuentro. El dos del dos del dos
mil dos. Los dos. Ya duele la distancia.
April 11.
Trabajo en las historias de Fa Hsien y de Merton.
“Borges no
busca percibir la realidad en la ficción, sino la ficción en la realidad”, dice
Piglia. “Borges en la Embajada de Rusia. Lo invitaron a dar una conferencia
sobre Dostoievski. Dijo: ‘Como no me gusta Dostoievski, les voy a hablar de
Dante’”.
Momentos en
que no se sabe quién es qué, cuándo es cómo, quién es cuándo.
Qué soledad
tan fría y sin embargo.
“Onetti
construye un policial con enigma, pero no lo resuelve o lo resuelve
ambiguamente. Es un relato construido alrededor de un vacío”.
La vida
tiene sus vueltas raras y uno puede terminar sentado en las mesas más
insospechadas.
Fue en un
restaurante de Princeton.
Una vez
convencidos de que ni Borges, ni Florencio, ni Bioy Casares eran eternos, les
ha llegado el turno a nuevas generaciones que ya no son tan nuevas después de
todo, que peinan canas y que pueden soportar con estoicismo ese equívoco
supremo que es el reconocimiento.
Piglia no
habla de sí mismo. Habla de sus maestros, del más maestro de todos.
Piglia era
estudiante de la Universidad de la Plata, su ciudad natal, cuando conoció a
Borges. Cómo él y un grupo de amigos eran los que tenían las iniciativas,
consiguieron dinero para invitar a Borges a dar una conferencia.
El primer
contacto fue por teléfono.
Cómo está,
maestro, mi nombre es este y este, lo llamo a esto y esto.
Borges
contribuyó a la charla con una anécdota de infancia. Un día fue a visitar a su
padre un poeta de La Plata cuyo nombre no recuerdo –hubo vino aquella noche en
esa mesa. Cómo era la hora de la siesta, y la siesta del padre de Borges era
sagrada, le dijeron al poeta que volviera un poco más tarde. Pero el poeta
insistió y al final no hubo otra opción que despertar al señor de la casa. Al
día siguiente el poeta se suicidó.
Pero
volvamos a la historia que les estaba contando.
Cuando
Piglia le dijo a Borges la cantidad que pensaban ofrecerle por la conferencia
(algo así como ochocientos dólares de hoy), Borges dijo que no, que era
imposible, que por esa suma no.
Un silencio
en la línea del teléfono contribuyó a crear el suspenso necesario: “Mejor me
pagan la mitad de ese dinero”.
Piglia no
olvida la sonrisa de Borges cuando terminó la conferencia, le estrechó la mano
y dijo, cómplice, divertido: “Buena la rebaja que les conseguí, ¿cierto?”
La anécdota
ocurrió cuarenta años atrás y Piglia no ha podido olvidarla.
Recuerda el
silencio en el teléfono, la sensación que tuvo de estar ofreciendo poco y la
sorpresa posterior.
Se ha pasado
la vida tratando de entender esa actitud y ha llegado a una conclusión: “Ese
hombre era capaz de perder cuatrocientos dólares con tal de crear una anécdota
que lo hiciera inolvidable. Me ha obligado a contar esta historia toda mi vida”.