Ese sábado el sujeto
había despertado con el convencimiento de que lo único verdaderamente
importante que tenía para hacer era buscar a la persona que podía hablarle de
Cortázar como si estuviera vivo.
Dar con ella fue fácil.
Su nombre estaba en la guía de teléfonos y la voz del contestador, a pesar de
no dar su nombre, era sin duda la de una mujer argentina, de cierta edad, pero
vital.
El sujeto dejó un
mensaje en el contestador y decidió encaminarse a la dirección que indicaba la
guía. Consultando en el mapa, no parecía lejos del hotel: era en la Place du
General Beuret y si llegaba hasta allí caminando daría tiempo a que la mujer
considerara su mensaje y accediera a recibirlo.
“Vení, pero nada de
entrevistas”, le dijo la mujer cuando
volvió a llamarla desde un teléfono público al lado del edificio.
El sujeto atravesó un
pasillo en la planta baja y llegó hasta un patio grande con una casa de tres
niveles al fondo.
La mujer era menuda y
elástica, los ojos azules y el rostro vivaz. Durante varias horas le habló de
Cortázar con la familiaridad con que se habla de un pariente común: de la
Argentina, de los primeros años que vivieron juntos en París, de la forma como
las mujeres caían derretidas ante él (“estaba
hecho con los ojos”), de sus últimos
días de vida y de su muerte, de sus estremecedoras últimas palabras.
Casi al final de la
visita, recordaron en forma desprevenida la fecha de ese sábado y algo mudo y
pesado vino a oprimirles el pecho.
“Hoy es 26 de agosto”.
“Hoy cumpliría ochenta y
uno”.
El sujeto pensó que
estar allí, justo ese día, era como el final de un juego en el que –después de
muchos años y rodeos– por fin podía encontrarse frente a frente con Cortázar.
Sintió que lo abrazaba
la sombra de unos brazos que venían de muy lejos.
Antes de acompañarlo
hasta la puerta, la mujer le obsequió un libro con los últimos poemas de
Cortázar y le leyó un viejo verso de John Keats sobre la forma trivial, gris e
inoportuna como nos despedimos de la vida.
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